Fotografía: Jalil Olmedo / @jalilolmedo
Despierto. Es lunes, o quizá jueves. Nadie sabe qué hora es en esta casa. Desde que empezó el confinamiento no veo relojes. Solo me limito a preguntar por la hora y el día. Me paro de la cama, camino 11 pasos hasta llegar a la cocina y busco un trago de agua. Bebo sin cesar y descubro que eso es lo más parecido a la sed-de-cruda que he experimentado en las últimas semanas. Y es que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde… o hasta que se lo bebe.
Recuerdo con nostalgia culposa las charlas entre compas. Los debates eternos sobre diversos temas que buscan desnudar la intimidad en pareja. Confesiones que invariablemente terminan por comprobar la clase de pervertidos y psicópatas que en realidad somos.
A los virgo lo que mejor nos sale es darle vueltas a las cosas hasta desquiciarlas. Así que ahora, mientras observo mi celulitis en el espejo y me pregunto cuántos kilos habré subido en los últimos días, siento esas punzadas en todo el cuerpo. Es la ansiedad, mi amiga más leal del confinamiento. Mi compañera se manifiesta con un poco de asfixia y un hormigueo grosero en las manos y pies. Es como si te atacaran con agujas por todos lados. Como si se te atorara un bocado de comida en la garganta. Es la desesperación por lo de antes, por las rutinas de siempre. Entre ellas la melancolía de la rescaca, aunque sea.
Me distrae la música que entra al departamento desde el edifico de al lado. Es un disco de Los Ángeles Azules. Dos hombres se han puesto a escombrar su cajones de estacionamiento, que se ha convertido en el depósito de alambres, piedras y botes de pintura vacíos. “Dile a Ricardo que saque pa´ un taco. Que se moche”, dice uno. El otro le responde: “Nel, ya no la rifa, anda sin jale. Por eso le estoy tirando paro con este mugrero. De a grapa. Al fin no hay nada más qué hacer”. Y eso somos todos ahora: seres que no tienen otra cosa qué hacer más que limpiar sus propios mugreros de la vida.
Abro mi celular por costumbre mecánica. No porque realmente anhele ver las mismas historias de todos los días: desayunos perfectamente ejecutados, versiones fit de chilaquiles y enchiladas, nuevos modelos de pantuflas, chanclas de baño marranas y rotas. Entonces recibo el mensaje de mi mamá: “Hija, María está en sus horas finales. Fui a despedirme de ella. No va a tener funeral”. María es su amiga de toda la vida.
Mi mamá y María, tocayas y vecinas desde pequeñuelas, crecieron juntas. Tenían un club llamado Xīcoténcatl Club Girls, para la que adoptaron nombres exóticos como Bety Alcalá y Marilyn Peinetti. Sus actividades consistían en imitar a mujeres de la alta sociedad y vender limonada. Su símbolo representativo era una esvástica. Cuando mi madre cuenta esa anécdota se muere de risa y nadie comprende, hasta la fecha, qué tenía que ver el emblema nazi con un guerrero tlaxcalteca.
María iba de shopping a San Antonio al menos una vez al año. Regresaba cargada de productos gabachos, prendas de vestir de Calvin Klein que conseguía en remate por cinco o seis dólares, gabardinas talla XS y botas para la lluvia Steve Madden, modelos que todavía no zarpaban para México. En esta vida, María siempre fue generosa con dos cosas: con los objetos que compraba del otro lado y con la charla. Parloteaba como un ave amazónica.
A veces me quedaba a dormir en su casa, con su hija Ale, con quien convivía esporádicamente, una o dos veces al año. María nos dejaba estar por horas en la tina que tenían en un estudio, nos preparaba desayuno y nos compraba todo tipo de comida chatarra.
Hace un par de años, María se fue derrumbando. Se marchitó. Dejó de hablar, y eso fue algo insólito. Le diagnosticaron depresión; su química cerebral estaba completamente desequilibrada. Después de un año, quedó irreconocible. La última vez que intercambié más de tres o cuatro palabras con ella fue durante un corto viaje en automóvil. Le hice muchas preguntas chismosas, como antes. Nunca me había dejado sin respuestas. Sus monosílabos me dieron a entender que ya no había marcha atrás, así que solo deseé que no lo pasara mal.
Preguntaba por ella de vez en cuando, hasta hace un par de semanas, cuando nos dijeron sus vecinos que se la habían llevado de emergencia en una ambulancia. El bicho apenas empezaba a surgir con fuerza, pero todos pensamos que una de sus primeras víctimas era María. En realidad su emergencia fue psiquiátrica, le había dado una crisis; desorientación acompañada de demencia. Al día siguiente su familia empezó a buscar donadores de sangre, pues tenía un cuadro severo de anemia. Ni mi mamá ni yo pudimos donar. Ahora, María estaba en la recta final.
Tres o cuatro transfusiones después regresó a su casa completamente descolocada. No hablaba, ni comía, ni sabía quién era quién. Su anemia se agravó al punto de quedar desahuciada. Así que poco a poco, María sería sacada de lo que conocía como “su vida”.
Tras leer ese mensaje de mi madre descubro que ya tengo respuesta para una columna que leí apenas ayer, titulada “¿Y tú, qué has aprendido?” La autora, Elvira Sastre, pregunta qué se nos ha pegado en el cerebro en esta cuarentena. Ahora lo sé con certeza: he aprendido que en esta vida uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser, como diría José José. No importa el momento en el que esto se enuncie.
Y pasa lo mismo con la muerte; uno no muere como quiere. Por un momento se nos olvidó que las personas siguen muriendo de todo y por nada, no sólo por el nuevo virus. Las enfermedades mentales se siguen abriendo paso hasta carcomer a una persona por dentro y los padecimientos crónicos no han dado tregua. Afuera siguen asesinando, siguen muriendo decenas a causa de infartos y en accidentes automovilísticos. No hay esperanza; nacimos para morir.
Así que quienes mueran durante la pandemia, sea por la enfermedad de moda o no, morirán solos. Y me refiero a realmente solos. Y todo en lo que uno piensa cuando van bajando el ataúd que contiene al muertito, en los funerales “de antes”, ahora sucederá sin ningún tipo de intimidad, durante una llamada grupal de Zoom. Todos verán las caras dislocadas de los otros mientras, en otra parte de la ciudad, alguien sigue muerto y solo.
Como los de María, los familiares de quienes mueran en estos tiempos no podrán mentirle a sus desahuciados y pedirles que se vayan tranquilos, que acá todo están bien, cuando en realidad dejan un maldito infierno atrás.