“Enchéñame la gleñuda”, dijo el pequeño Oliver y entre carcajadas grotescas, el Gato, un desagradable adolescente de 12 años, se bajó el short para mostrar una pelambrera negrísima y brillante que lanzaba destellos al sol. El Cornetas, su hermano menor, lanzó un escupitajo de lado y le recriminó: “No mames, pendejo, ¿para eso nos hablaste?”
—Esperen, esperen, falta lo mejor –dijeron a gritos el Simón y el Enano, los principales compinches del Gato y este, un balagardo flaco y correoso, que disfrutaba azotándonos con cualquier cosa que tuviera a la mano, le preguntó al niño:
—A ver, morro, ¿va a querer dulces?
—Sí, respondió entusiasmado.
—Pues ya sabe qué hacer, cabrón –dijo, y le puso el miembro en la boca. El niño empezó a lamerlo como si fuera una paleta.
Los tres ojetes se retorcieron de risa. “Váyanse a la verga, pinches asquerosos”, gruñó con desprecio el Cornetas y me pegó con el dorso de la mano en el pecho para indicar que nos fuéramos de ahí. Di media vuelta, con el estómago revuelto de asco e incredulidad, y lo seguí al patio delantero de su casa. A nuestros nueve y ocho años, respectivamente, no entendíamos gran cosa de nada pero intuimos que aquello estaba mal. Muy mal. Peor que cualquier chingadera que alguien de la pandilla hubiera hecho hasta ese momento. Pero había poco qué hacer. Nadie a quién acudir.
En aquel entonces, los padres no eran tus amigos. Su mundo y el de nosotros discurrían de manera paralela y ajena y lo que dijéramos o pensáramos, carecía de importancia. La mayor parte de las ocasiones, de hecho, los adultos parecían jueces inflexibles que te juzgaban con la misma dureza con que lo hubieran hecho tus peores enemigos. Si les contábamos lo que habíamos visto, de alguna manera íbamos a terminar embarrados. Tan culpables como el Gato y los otros imbéciles. Además, un Chelelo (nombre de nuestra pandilla) no delataba a otro. Estaba en el código, que junto con nuestros nombres, habíamos escrito a brochazos en una pared de la casa abandonada a donde por las noches nos metíamos a hablar con la ouija. Podrías enojarte con alguien; pelear con él; incluso dejar de hablarle, pero jamás delatarlo. No estaba a discusión.
—¿Güey, por qué hace eso tu hermano? –le pregunté al Cornetas.
—No lo sé. Es un pendejo. El otro día lo encontré jalándosela con un Libro Vaquero…
—No mames, ¿con un Libro Vaquero?
—Sí, güey, te digo que es un pendejo –reafirmó y nos tiramos en el pasto para revolcarnos de risa.
Poco tiempo después se nos unieron Caca, Bon y Gualo. Venían lanzándose un hermoso balón de fútbol americano. Nuevo. De marca. Oloroso a cuero, no como los de plástico crudo con los que solíamos jugar.
—¡A ver! –le grité a Gualo– No mames, está super chingón.
—A huevo –fanfarroneó Caca–. Me lo trajo mi jefe de Houston.
—Con este sí les vamos a ganar a esos putos –dijo Gualo con rabia.
—Vamos, de una vez, para que esos pendejos dejen de hacer sus marranadas –propuso el Cornetas.
—¿Otra vez están con lo de los huesos de mandarina? –preguntó Bon.
Se refería a una de las diversiones escatológicas favoritas del Gato y los suyos. Un juego repugnante que consistía en introducir huesos de mandarina o naranja en mierda de perro y mandar a los niños pequeños a sacarlos. Pero lo mejor, según ellos, era que después tenían que metérselos en la boca y chuparlos como si fueran pastillas.
—Ahora están peor, ya lo verás… –le advertí.
Pertenecíamos a familias que habían dejado la ciudad para mudarse a aquel suburbio del Estado de México, encandiladas por la promesa de un futuro maravilloso que jamás terminaría de cristalizarse. Y desde siempre, durante las vacaciones de verano, habíamos institucionalizado la casa del Cornetas y el Gato como cuartel general. A fin de cuentas, sus dos padres trabajaban todo el día y para los demás era más cómodo que nos concentráramos ahí. Supongo que se engañaban creyéndonos seguros bajo la supervisión de la Márgara, una adolescente apenas mayor que el Gato, traída de la sierra de Puebla por sus padres para encargarse de las labores domésticas, a quien, agobiada por sus interminables quehaceres y en sus ratos libres embebida por la televisión, no podía importarle menos lo que hicieran aquellos chamacos mañosos y majaderos.
Cuando regresamos a la sala, Oliver, Adriancito y el Zapato, todos de entre cuatro y seis años, estaban en una esquina jugando canicas mientras el Gato y los suyos ojeaban una revista pornográfica, tiesa de fluidos, haciendo comentarios idiotas. Desde la puerta, Gualo, dientes de conejo y delgado como un palillo pero pasador infalible, lanzó una espiral perfecta que antes de estrellarse en la nariz del Gato, le arrebató la revista y la hizo volar por los aires con las hojas desprendidas.
—¡Hijos de la chingada! –maulló el minino mientras todos nos partíamos de risa y después se levantó bruscamente, buscando venganza, pero el Cornetas lo paró en seco.
—¡Tranquilo, cabrón! Venimos por la revancha. ¿O qué se van a abrir?
—¡Va! –se entrometió el Enano, tratando de ocultar su risa burlona del Gato, que tenía los ojos llorosos por el balonazo– Pero que sea de a este balón.
—¡Va! –contestamos de inmediato todos, menos Caca, quien se puso amarillo, como su camiseta del América. Pero no dijo nada. Podría ser castroso y presumido, pero cobarde no era.
Salimos. En la parte más o menos plana de nuestra calle, que tenía además dos inclinadas pendientes, habíamos pintado un emparrillado, con pintura azul y amarilla, bastante decente. 100 pasos a manera de yardas sobre el concreto desnudo, donde librábamos batallas encarnizadas. Literalmente sangrientas.
Teníamos prohibido jugar tackleado en la calle pero el tocadito no tenía chiste. Era un remedo de fútbol americano. Un juego de niñas, apenas. Además, casi todos habían jugado ya, equipados, en varias categorías y se cagaban en la modalidad. A mí todavía no me tocaba porque era caro y mi hermano había ocupado el presupuesto familiar para fullbacks, pero compensaba mi inexperiencia y poca fortaleza física con rapidez y determinación. Los otros sabían de táctica y estrategia. Pero sobre todo habían aprendido a golpear. A golpear para lastimar al oponente. Para “echarlo de nalgas” y dejarlo tendido en el piso. Como si el juego no ofreciera nada más satisfactorio.
Éramos, pues, pequeños lobeznos perfeccionando el arte de morder a nuestros semejantes para cumplir con el viejo adagio.
Después de ganar el volado, nos colocamos en nuestras posiciones. El Patopollo, que había completado al equipo del Gato, lanzó la patada inicial. Un kickoff demasiado alto y profundo que les permitió estar muy cerca de nosotros cuando Gualo tomó la pelota en la “yarda” cinco y trató de acarrearla por la izquierda mientras intentábamos protegerlo. Esto con tan poca fortuna que todavía no avanzaba ni dos metros cuando el Simón, después de eludir con facilidad mi bloqueo, lo impactó de lleno en el pecho obligándolo a soltar el ovoide. El Enano lo recuperó en nuestra propia zona de anotación para conseguir el primer touchdown del partido. Entendimos que ganar iba a ser más complicado de lo habitual.
—No mamen, cabrones, échenle huevos, no puedo regresar a mi casa sin el balón –suplicó el Caca.
La siguiente patada también fue alta pero no tan profunda. Esta vez, Gualo capturó el balón en la yarda 13 y corrimos hacia la derecha. El Simón, confiado, se lanzó en línea recta hacia él pero yo lo bloqueé con todas mis fuerzas y, ya desequilibrado, Caca lo hizo aterrizar violentamente contra el pavimento. Su antebrazo izquierdo, del codo a la muñeca, se tiñó de sangre, mientras a toda velocidad Gualo dejaba atrás a propios y extraños. Todavía, cerca de la yarda 20 del campo enemigo, el Gato estuvo a punto de capturarlo pero el Cornetas, quien pese a ser menor de edad era casi tan alto y fuerte como él, lo impidió con un bloqueo espectacular que lo dejó boqueando sin aire en el piso. Otra vez no había nada para nadie. Cuando vieron a Gualo azotar el balón en sus “diagonales”, también ellos comprendieron que si querían quedarse con el Voit les iba a costar sangre y piel.
El partido estaba pactado, como siempre, a tres anotaciones sin límite de lesionados. Porque de esos encuentros jamás se salía limpio: raspones, torceduras y descalabradas eran habituales. El año pasado, incluso, Gualo había ido a parar al hospital con un esguince de tercer grado en el tobillo izquierdo. Toda la vida habíamos tenido que lidiar con los abusos del Gato y los mayores, pero esas vacaciones estábamos particularmente hartos de su estupidez. La llegada de la adolescencia los había vuelto más brutos y más gandallas y en nuestro interior se había incubado una molesta sensación que oscilaba entre el desprecio y la rabia. Queríamos triturarlos. Masacrarlos. Machacarlos. Y aquel partido era una oportunidad que no podíamos dejar pasar.
En la siguiente ofensiva, los obligamos a despejar y después ellos a nosotros. Y así estuvimos cuatro ofensivas por bando más hasta que el Gato conectó con el Enano en nuestra zona de anotación para adelantar a su equipo. Para ese momento los golpes habían subido de tono hasta niveles ridículos y ya nadie apelaba a las reglas para detenerlos. Incluso el Gato me había hecho descaradamente un clipping que me dejó varios minutos en el suelo tratando de recuperarme. Los madrazos en la “línea de golpeo” nos tenían a todos con el hocico reventado. Los raspones, producto de azotar una y otra vez contra el pavimento, nos quemaban en todo el cuerpo y los brazos y el pecho nos temblaban por el esfuerzo.
Pero eso no importaba. No habíamos llegado hasta ahí para perder. No esa vez. Nuestra siguiente ofensiva la iniciamos en la yarda 22 después de que el Simón capturara a Gualo casi inmediatamente después de que tomara el balón. Pero fue una serie estupenda. Certera y sin errores. Yo realicé un acarreo de más de 15 yardas y Caca, regularmente “manos de mantequilla”, atrapó un pase cerca de la yarda 20 del campo enemigo. Sin embargo, la joya de la corona fue una reversible que el Cornetas llevó hasta la zona prometida, después de romper tacleadas y dejar sembrado, bufando de coraje, a su hermano.
—¡Ya los tenemos, cabrones, ya están! –gritó el Cornetas, antes de hacer la patada de despeje– Los paramos en esta ofensiva y luego luego anotamos. ¡Venga!
Muy pronto entenderíamos que el mundo es un caos que sigue ocurriendo sin cesar desde que explotó el Big Bang y que siempre hay paredes a punto de derrumbarse sobre ti. A veces de manera literal. Simón devolvió la patada hasta su yarda 40 y enseguida el Gato comenzó a lanzar pases cortos que los colocaron muy pronto a las puertas de nuestra zona de anotación. Pero cometió un error: nos subestimó. Sintió que nos habían vencido antes de atravesar la imaginaria y con un salto increíble Gualo le interceptó un displicente globito que buscaba al Enano para sellar su victoria. En segundos, mientras trataba inútilmente de atrapar a nuestro quarterback, quien ya escapaba a toda velocidad rumbo a la Gloria, la sonrisa burlona del minino se convirtió en una mueca de perplejidad y angustia que nos hizo gritar de alegría.
La victoria era nuestra. La disfrutamos, de hecho, durante unos momentos, pero entonces, cuando Gualo casi conseguía la anotación, el Gordolobo, otro de los esbirros del Gato, que estaba viendo el partido desde la banqueta, se lanzó contra él y lo estrelló contra la barda de Doña Gloria, una desagradable mujer a la que habíamos apodado La Bruja. Nos miramos, perplejos, sin poder creer lo que acababa de pasar. Las carcajadas burlonas del Gato nos taladraron los oídos.
—¡No mamen, cabrones! ¿Qué le pasa a ese pendejo? –gritó Caca.
—¡Hijo de puta! –lo secundó el Cornetas y salimos disparados hacia donde el marrano aquel estaba estrangulando a nuestro compañero.
El primero en llegar fue el Cornetas, que liberó a Gualo mientras al mismo tiempo machacaba contra el muro al Gordolobo, dejando todo listo para que yo concluyera el rescate clavándole los antebrazos en el grasiento estómago, el cual dejó escapar un siseo como el de un globo al desinflarse. Pero fue una victoria pírrica porque enseguida sentimos cómo el Gato y el Simón nos embestían por la espalda y fue nuestro turno de restregar los cachetes contra la pared, que se tambaleó y crujió protestando por el maltrato. De cualquier forma, no tuvimos tiempo ni siquiera de lamentarnos porque apenas segundos después, Caca, rojo de rabia, los embarró a ellos y finalmente el Enano cargó contra el enjambre humano que se había formado frente al muro, como si quisiera atravesar cuerpos y concreto.
Entonces, con un estruendo sordo, la pared cedió y uno a uno fuimos cayendo, en medio de un alud de polvo y ladrillos, al patio de la Bruja. Por unos instantes todo fue caos, gritos y quejidos. Pero en cuanto pudimos, escapamos a toda velocidad de aquel desastre, sin mirar atrás ni por un segundo, cada quien rumbo a su casa.
Al día siguiente, ninguno salió a la calle. Teníamos miedo del escándalo que, estábamos seguros, iba a armar la Bruja. Yo, de hecho, tuve pesadillas toda la noche con ella que me impidieron dormir a gusto. Pero no pasó nada. Ni ese ni los días posteriores. Después nos enteramos que llevaba varios días muerta, en su cama, sin que nadie lo supiera. Pero hasta entonces vivimos temiendo una maldición imaginaria que nuestra vecina ya no había tenido tiempo de lanzar.
Ese verano, mi hermano mayor, Rodrigo, empezó a juntarse con unos chicos más grandes, de otras calles, y pasaba prácticamente todo el tiempo con ellos. Ya no jugaba fútbol con nosotros ni se aparecía por la casa. A mí aquello no me convenía porque cuando no estaba él, el Gato y el Enano se ensañaban más de la cuenta. Además, no entendía por qué ya no quería trazar las monumentales “carreteritas” que dibujaba con gises sobre el piso para que las recorriéramos en emocionantes competencias de carritos de metal miniatura ni tampoco jugar “policías y ladrones”, una de nuestras actividades favoritas, donde siempre terminaba defendiéndonos de las torturas de los “policías” comandados por el idiota mayor. No comprendía, en resumen, que mi hermano había dejado de ser niño.
Pero su ausencia, a cambio, me dio por fin libre acceso a sus tesoros más preciados: un tocadiscos Fisher y sus viniles del Three Souls in My Mind, Black Sabbath, Iron Maiden y Kiss que hice girar, sin que él lo supiera, hasta aprenderlos de memoria. No obstante, el que, de manera literal, me hacía temblar de emoción, era el de un extravagante sujeto vestido con un pantalón a rayas que respondía al nombre de Miguel Ríos. Rock and Ríos se llamaba el disco y desde que lo descubrí, el loco (como lo llamaba mi madre) aquél, se convirtió en mi verdadero mentor y sus canciones en el único credo al que en realidad me hice adepto, porque a los otros que me inculcaron, el amor a la patria y la religión, por ejemplo, jamás les tuve mucha confianza. A fin de cuentas, ¿quién hubiera querido ser un simplón niño héroe o un borreguito del rebaño si podías ser un aliado de la noche tripulante de una nave espacial? Yo lo tenía muy claro.
Aunque eso, por supuesto, no me impedía disfrutar de vez en cuando los discos de Menudo de mi hermana, los cuales cantaba y bailaba a escondidas hasta que dominaba las coreografías. Y unos días después, justo en eso estaba cuando escuché los resoplidos del Cornetas antes de subir las escaleras rumbo a mi cuarto. Apenas alcancé a sustituir el Fuego por el Bellas de Noche, uno que no ponía en tela de juicio mi reputación como incipiente rockanrolero.
—¿Qué pedo? ¿Qué traes? –lo saludé.
—Güey, ya no soporto a mi hermano y sus estúpidos amigos. Los odio. Otra vez están haciendo que los morritos les chupen el pito.
—Chale. Putos marranos.
—Tenemos que hacer algo, güey…
—¿Pero qué? ¿Cómo hacemos que paren?
—¡No sé! Pero te juro que me dan asco esos cabrones. Estoy hasta la madre de sus pendejadas. Voy a decirle a mis jefes…
—Sí. Quizá sea lo mejor. A la mierda el Código –concedí.
—Pero no sé qué vaya a pasar. ¿Y si los propios morros lo niegan? A fin de cuentas nadie los obliga y los veo ahí muy felices chupando pitos y comiéndose los huesos embarrados de caca…
—Eso pensé también, güey, pinches morrillos mensos –dije y nos echamos a reír pero casi de inmediato el Cornetas volvió a ponerse serio.
—Además está lo del partido, cabrón, tienen que pagárnosla ya.
—Sí, lo sé –le dije y me quedé en silencio pensando, tratando de encontrar soluciones.
Y así transcurrió ese verano: vagando todo el día. Patinando. Eligiendo siempre ser los bandidos en el “policías y ladrones”. Anotando goles fantásticos en porterías marcadas con piedras. Compitiendo en los “deportes” de nuestras propias olimpiadas; “disciplinas” inventadas por nosotros mismos, las cuales cronometrábamos minuciosamente y premiábamos con unas medallas (oro, plata y bronce) que el papá de Gualo había trabajado en madera y pintado para nuestras ceremonias de premiación.
Pero también descubriendo la fascinación por el sexo femenino, encarnada en Ivonne, la coneja, una adolescente pecosa y pelirroja, que se pasaba las tardes observándonos desde la ventana de su habitación, a la que yo solía idealizar como una princesa cautiva en el castillo de un dragón.
Aunque la herida siguió ahí, abierta, doliéndonos como un puñal clavado hasta la empuñadura. Y todos los días tratábamos de urdir un plan que nos permitiera ponerle fin de una puta vez a los abusos y guarradas del Gato. Hasta que una tarde, pocos días antes de que terminaran las vacaciones, el dique de nuestra rabia acumulada simplemente se desbordó. Entrábamos a la cocina de su casa, luego de pasar la tarde practicando algunos trucos en el patín, cuando vimos al Gato sentado, con los ojos en blanco, mientras el pequeño Oliver le lamía la pija.
El Cornetas se puso rojo de rabia y empezó a temblar. Jamás lo había visto así.
—Ya deja de hacer eso, pendejo, o le voy a decir a mis papás –gritó, exasperado.
—No te atreverías, putito –lo retó el Gato.
—Lo voy a hacer, cabrón, te juro que lo voy a hacer. ¡Pinche puerco! –respondió, sin intimidarse, el Cornetas.
—¡Huevos, puto! Si lo haces, voy a negarlo y a decir que son ustedes los que andan de cochinos. A ver a quién le terminan creyendo mis papás –amenazó el Gato.
Era algo habitual en él. Culparnos por sus fechorías. Lloriquear y torcer los hechos hasta que los mayores terminaban culpándonos a nosotros.
—Además –agregó con desprecio–, ¿ustedes qué, jotitos?, se me hace que están celosos porque quieren ser ustedes los que me chupen el pito.
Aquello era demasiado. Sin pensarlo, al unísono, nos lanzamos contra él. Pero el Gato era diestro para la pelea y con un brazo me lanzó contra la pared mientras le clavaba el pie derecho en el estómago a su hermano. Gruñí de ira. Me incorporé y volví a atacar pero nuevamente caí. Y mi amigo corrió la misma suerte. Desde el suelo escuchamos sus odiosas carcajadas. Pero el Cornetas estaba lejos de darse por vencido. Se volvió a levantar y lo embistió con la fuerza de un loco. Esta vez, el Gato se dejó caer hacia atrás y utilizando el propio impulso de su atacante lo hizo volar de espaldas un par de metros, hasta que aterrizó sobre una mesita de centro, de fino cristal, que se hizo añicos con un estruendo escalofriante.
Victorioso, riendo como un demente, el Gato se puso en pie y caminó hasta su hermano.
—Me la pelas, puto –le dijo.
Pero el Cornetas, lleno de vidrios y todavía con una expresión de susto en la cara, tomó un pequeño elefante de marfil que quedó al alcance de su mano y se lo lanzó hacia el rostro con todas sus fuerzas.
—No, me la pelas tú, pendejo –sentenció con la voz temblorosa.
El pesado proyectil se estrelló de lleno en la frente del minino, que se descoyuntó como un muñeco de trapo y cayó al piso en donde quedó inmóvil, sangrando profusamente.
—No mames, cabrón, ya lo mataste –le dije mientras lo ayudaba a levantarse.
—No mames, ¿ahora qué le voy a decir a mis jefes? –me preguntó.
—¿Nos van a meter a la cárcel? –le respondí con otra pregunta.
Pero entonces el Gato exhaló un quejido. Débil pero suficiente para devolvernos el alma al cuerpo.
—¡Hay que llevarlo al doctor, cabrón, rápido! –ordené.
Como pudimos, lo levantamos y, con ayuda de la Margara, lo arrastramos al consultorio de un médico que atendía a unas cuadras de nuestra calle. El galeno nos conocía a todos y, después de interrogarnos, me mandó a mi casa. Por fortuna, la herida, a pesar de lo aparatosa, no había sido grave, pero tenía que avisar a los padres de los involucrados, por supuesto.
De cualquier forma, lo peor vino después, por la noche, cuando los papás de Oliver y el Zapatito, sacando espuma por la boca, llegaron a casa del Cornetas y estuvieron ahí más de una hora gritando y profiriendo mentadas de madre que se oían hasta la calle. Todo según mi madre, quien después de contarme, me interrogó al estilo del policía malo.
—¡Ve nada más el escándalo que provocaron tus amiguitos! No quiero ni imaginar lo que hicieron esta vez esos pinches escuincles. Y espero que tú no tengas nada que ver. De verdad, Ramiro, si estás involucrado en esto, lo que sea que haya sido, te juro por mi madre que te voy a dar una chinga de perro bailarín –así dijo: “chinga de perro bailarín”–, y te vas a acordar de mí toda tu vida…
Yo, por supuesto, negué todo. Le aseguré que sólo le había ayudado al Cornetas a llevar a su hermano al médico y le juré que no sabía nada más, pero deduje que mi amigo había, finalmente, confesado el motivo del elefantazo y que el doctor, o sus propios padres, se vieron obligados a decírselo a los papás de los otros niños. Por un momento creí que habíamos ganado pero no anticipé las consecuencias. Porque esa misma noche, durante la madrugada, el Cornetas y su familia se fueron de la colonia sin despedirse de nadie. Y unos días más tarde, las proles de Oliver y el Zapatito hicieron lo mismo. Entendí entonces, con desconsuelo, que al final todos habíamos perdido.
Luego regresamos a la escuela y poco a poco, todo fue quedando en el olvido. Ni Gualo ni Caca sabían nada del Cornetas y el Simón y el Enano jamás se volvieron a acercar a nosotros después de que Rodrigo y sus nuevos amigos les dieron una madriza de esas que nunca se olvidan.
Meses después, sin embargo, cuando ya nadie parecía recordar nada, mi madre se acercó a mí cuando estaba a punto de dormir y me preguntó si el Gato no me había hecho nada. Recuerdo que tenía los ojos húmedos y el aliento le olía a whisky. Le conté de los azotes y los golpes pero ella me interrumpió. “No, de lo otro…”, me dijo. Negué con la cabeza y le aseguré: “jamás”. Supongo que sintió alivio. Cerró los ojos y me pasó suavemente la mano por la cabeza, ella que nunca hacía caricias y odiaba el alcohol. Fue solo un momento, pero juro que jamás me volví a sentir tan cerca de esa mujer en mi vida.
Esa noche soñé que el Cornetas y yo rescatábamos a la Coneja de su castillo. Desperté feliz. No sabía aún que la senda de la vida estaba acechada, en cada recoveco, por legiones de Gatos y Dragones.