Arte: Fernanda Suárez
My white bicycle, my white bicycle/ Policeman shouts but I don’t see him/ They’re one thing I don’t believe in/ To find some charge but it’s not leavin’. “My white bicycle” – Nazareth.
No resisto el impulso de meterle mano a la realidad para filtrarla. El sábado 22 de diciembre el sol invernal brillaba como para salir en bicicleta a comprar el periódico, poner tres libros vendidos en una mensajería y pasar por un paquete de revistas. Impreso, analógico y mecánico en el mundo digital. Eso será la contracultura. El día estaba puesto para darse un aceite y flotar por encima del caos navideño, como si el E.T. copiloteara la Kona Blast pimpeada con sus llantas slicks antipunkture.
Un cuartel de Cosmic Shiva para estirarme con mate y música. Terrapin Station de Grateful Dead. El mate me lo tomo todas las mañanas y es un factor de la Fórmula de las Tres Emes: Mate + Mota + Monchis. Los hongos se comen de par en par, así lo indica Fernando Benítez en Los hongos alucinantes. Pero los ácidos los parto en dos y a veces en cuatro, según la actividad. Lo bueno de meterte el ajo en partes es que no sientes la desagradable patada inicial. Muy al contrario, la subida es sutil. La frontera entre el estado normal y el lisérgico se difumina como un horizonte de colores vivos. En algún punto distante, sin jaloneos ni rushes, como si hubieras dado un salto suave, lento y largo, te percatas que estás formateado para la 5G. Percibes con nueve punto cinco sentidos y conectas para entablar una conversación con el perro que va pasando de la correa de su amo. Imagino una planilla de ácidos doble gota, un blotter art de las Torres de Satélite, para poner a circular los cuadritos de papel con el nombre de “Satelucos”. Un buen tripy para agarrarle cariño a este rancho de neón. Y si vas en bicicleta, diría Mark twain, no te arrepentirás.
Bien aceitados la Kona y yo, con los lentes de insecto espacial y la back-pack en la espalda, me lancé a mis diligencias zigzagueando en la rila. Por andar en estado alterado me clavé a la ciclopista que atraviesa Ciudad Satélite para bajarle dos rayos al riesgo. Aunque en cualquier momento la inquietud y la irresponsabilidad me desviarían sin darme cuenta. Para horror de los fundamentalistas de la movilidad, la ciclopista es confinada. Va desde el Circuito Oradores por dentro del parque lineal de correos y bordea las marinas, Circuito Músicos y la Ex Hacienda del Cristo. Sigue sobre el camellón del Río Chico que atraviesa entre Echegaray y La Florida, antes de rematar en el Periférico. El trazo es sobre áreas desaprovechadas y olvidadas. Confinado o no, iba radiante. Pedaleaba felicidad en armonía con el planeta. Los pájaros eran un coro luminoso, el cielo azul sabía a eucalipto de Echegaray y de los árboles caían las hojas de luz como escamas del sol. Es bello meterle mano a la realidad.
En eso andaba, en el goce sensorial del espíritu, cuando de la nada se me emparejaron dos orcos uniformados en bicicleta. Un policleto de cada lado. Siempre que veo patrullas, policías y retenes a mi paso, hago por reflejo el escáner mental de traigo-notraigo-traigo-notraigo.
—¿Todo bien? –me preguntó el que se puso a la izquierda, mirando los tatuajes en las piernas.
Echando chispas de felicidad, fui honesto como niño con una sonrisa que me atravesaba la cara:
—Todo muuuy bieeennn.
Los policletos se miraron entre ellos con caras de tenemos un 4/20 masculino con actitud extraña circulando por la ciclopista. Hoy alguien que ríe por la calle y expresa alegría es considerado loco o sospechoso de algo. Como si ser feliz fuera una enfermedad o un delito. Si de algo soy culpable es de intentar ser feliz. Y a veces lo consigo momentáneamente. Andar en bicicleta y en ácido es lo más cercano que llego a estar de ese estado de gracia y plenitud. Esa felicidad eléctrica, efervescente, que te desarma de tus defensas para ponerte suave y empático, de inevitable y profundo buen humor. Aunque sólo sea por un rato.
Pero este par de bicitiras me vieron extraño. Pude percibir sus oscuras intenciones de darme una cateada exprés, la típica báscula de rutina. Los medí de reojo, eran pareja cómica en un show de bicicletas: uno era el orco gordo y peludo que parecía wookie; el otro, un flaco trompudo y colmilludo que daba las órdenes. Iban en unas bicis de montaña chinas, dizque equipadas para policía, más pesadas que un par de yunques, con partes y componentes chafas. Pero ellos sentían que montaban unas Kawasakis como los Patrulla motorizada, pareja; en bermudas, equipados con cascos, lentes, guantes, rodilleras y coderas, además de la macana, el gas y las esposas. Parecía que iban a una batalla espacial sin salir de la ciclopista sateluca. Bajita la pata le metí pedal para acelerar discretamente. Sintieron el acelere.
—¿Y adónde vas, o qué? –dijo el wookie.
Sin dejar de sonreír lo miré con cara de Taxi driver: You talkin´ to me?
—Yo a dar la vuelta, ustedes no sé –dije–. Supongo que a trabajar. Y me reí, metiéndole un poco más de pedal, tranquilo, para que no fueran a creer que me frikeaba y trataba de huir.
Se volvieron a emparejar. Quise detenerme y preguntarles cuál era su problema, pero ya íbamos encarrerados y soy más hábil sobre la bicicleta que abajo de ella.
—¿Qué onda? –les pregunté en movimiento.
—Identifícate –dijo el orco flaco afilando los colmillos.
Sin dejar de pedalear le mostré la copia del INE que siempre llevo en la back-pack por si me pasa algo. Eso les molestó.
—¡Oríllate!
—¿Por qué?
—¡Para una revisión de rutina!
A huevo, es la mala suerte que me persigue. Desaceleré, hice un cambio de velocidad para aligerar el pedaleo. Y justo cuando nos orillábamos en unos bebederos, arremetí los pedales en un pique espectacular, una explosión de adrenalina, dejándolos atrás en dos tres segundos. Los orcos reaccionaron y salieron tras de mí, pero yo ya iba haciendo los cambios hacia el pedaleo consistente y macizo.
Cuando vas en la bici de ruta por la carretera, basta que un cabrón te pase muy mamador para encender la chispa del pique. Es un chip que traemos los ciclistas y cletómanos: imposible dejar pasar a alguien. Ni madres, siempre hay que meterle pedal para dar batalla y demostrar superioridad. En la ciudad los piques son microcarreras o arrancones en bici. Se dan entre los semáforos, cuando dos o más cletómanos se encuentran y pelean el arranque ante la luz verde. El primero que llega al siguiente semáforo en rojo, o el que toma la delantera y se va, se considera el chingón. Son una cuestión de honor bicicletero. Pero acá, más que el honor eran mis derechos y mi integridad lo que estaba en juego. Son una cuestión de honor bicicletero. Pero ese sábado, más que el honor eran mis derechos y mi integridad lo que estaba en juego. Entonces el flaco trompudo me alcanzó como un capitán centella en su bicicleta china.
—¡Párate! –gritaba.
Sabía que no debía confiarme, pero me confié porque no cargaba nada ilegal y andaba feliz. Aunque siempre te pueden sembrar algo. Lo miré divertido y volví a dejarlo atrás en otro pique. El flaco se lanzó tras de mí y me alcanzó de nuevo. “Se me hace que este cabrón es peregrino, o siempre se ha movido en bici o tiene algún oficio en bicicleta”, pensé, porque el jardinero, el repartidor de la pollería y el plomero, con todo y herramientas, son imbatibles. Y es que la bicicleta no hace al ciclista, con todo y su bici china, el orco pedaleaba cabrón.
Acomodé otra vez los piñones y los platos para salir disparado por tercer pique. Justo en ese momento, el gordo nos daba alcance asfixiando las carnitas y apuntándome con su latita de gas para soltarme un chisguete. “¿Ah, no, pinche wookie?” También lo subestimé. Nunca subestimes a nadie en bicicleta, aunque se vea gordo. En ese punto dejé de chacotear, le metí pedal y fibra sabiendo que no podría aflojar el paso hasta perderlos para siempre. Y de pronto ¡PAM! Lo primero que pensé fue que alguno de los orcos me había disparado con un arma. Unos metros adelante la Kona empezó a hacerse lenta y pesada. Bajé la mirada sin aflojar el pedal y vi mi llanta antiponchaduras desinflarse en cada giro emitiendo un prolongado tssssssssssssss… todavía alcancé a patalear como ahogado un poco más, hasta que el largo brazo de la ley me dio alcance. No pude seguir porque me atacó la risa lisérgica. Me dejé caer a un lado de la ciclopista para vaciarme a carcajadas junto a la Kona.
—¿Qué pasó, güero? –exclamó el flaco saboreando el momento–. Valiste llanta.
—No mames, jefe, les hubiera ganado. Se supone que esta madre es antiponchaduras –y me ataqué de risa.
—Mmmmta –exclamó el flaco empezó a reírse también.
Pero el wookie no terminaba de recuperar el aire. Y aquí fue donde sucedió lo inexplicable: del estuche de herramientas que llevaba en su bicipatrulla, el flaco sacó unos parches, una bombita de mano y espátulas.
—¿Qué pues, güero, la parchamos y terminamos la carrera? –preguntó.
Al escuchar esto me dio otro ataque de risa. El espíritu me brincaba del cuerpo por la vibración de las carcajadas. El desfile de seres extraños que pasaban por ahí corriendo, en patines y bicicletas, miraban la escena de los orcos con sus caras de actitud extraña mientras me revolcaba de risa.
—¿Neta? –pregunté cuando tuve un respiro de serenidad–. Pues va.
En mi mejor tiempo lograba cambiar una cámara en tres minutos y medio. Ocho si tenía que parchar. Puse manos a la rueda: la desmonté, quité la llanta con las espátulas, detecté la picadura de la cámara con saliva, tallé el hule y pegué el parche. El flaco revisaba la llanta por dentro y le sacó la punta de un clavo. Eran parches de contacto, quedó lista en en seguida. Estábamos a unos minutos de la gasolinera de Gustavo Baz y Echegaray, así que el flaco le dijo al wookie que se fuera en chinga a inflar la llanta.
Como un perro obediente, el gordo se lanzó. Parecía un oso de circo montado en bicicleta. El flaco me contaba que, efectivamente, desde niño pedaleaba porque su familia tuvo un taller de bicicletas en La Naranja. Que en alguna época compitió; era rutero en un equipo patrocinado por el taller.
—Futa, pues con razón –le dije–. A ver ahorita cómo nos va.
Estaba inspirado el orco. Me quería aplicar la psicológica con la idea de que era un rutero desde chamaco, pero se la iba a pelar.
El wookie no tardó con la llanta inflada. Monté de nuevo la rueda y nos dispusimos a darle al pique final. Sólo el orco flaco y yo. Íbamos a subir por el tramo del Parque de Correos a lo largo de los circuitos Ingeniebrios y Fumadores, hasta el remate de Oratoques, y de bajada hasta la primera marina entre Puericultoques y Cientígrifos. El gordo peludo se pondría detrás como barredora.
—Ora sí, güero –dijo el orco tirarila–, ¿yastás o qué?
—Más puesto que un condón.
El wookie bloqueó el paso de la ciclopista. Una, dos y… tres: salimos disparados hacia la cuesta del parque y me dio otro ataque de risa. Empezamos a subir con la típica explosión del arranque y nos mantuvimos casi juntos, hasta que el flaco se paró en los pedales. El típico recurso del que se sabe perdido. Se puso adelante de mí. Dejé que se quemara tantito, era subida, en unos metros las piernas lo iban a traicionar y estaba rudo mantener ese ritmo. De subida las piernas son el motor y de bajada son la suspensión. Empezó a despegarse y entonces ataqué; me paré en los pedales, le metí a fondo en la segunda mitad de la subida y lo pasé ya sentado, dejándolo unos centímetros atrás. Se aproximaba la vuelta en U en el remate, donde termina la ciclopista, en frente del Hospital San José. Al dar la vuelta me pasó por dentro, casi nos tiramos porque las ruedas se golpearon y los dos tambaleamos. Entonces nos lanzamos de bajada. En teoría, el más pesado bajaría más rápido. El orco flaco y yo pesábamos lo mismo, no más de sesenta kilos, pero él traía su equipamiento encima y su cleta era más pesada que la mía. Así fue; se adelantó. Sin embargo, la técnica y la maña pueden desafiar a la física. Parado en los pedales incliné el cuerpo aerodinámico y eché mi peso atrás con las piernas semiflexionadas. Agarré una pinche velocidad ñera y esquivé a un par de patinadoras antes de pasar al orco quien solo me pelaba los colmillos. Lo vi pedalear desbocadamente de bajada mientras se me emparejaba. Me pasó unos centímetros. Y volví a pasarlo, pero no lográbamos despegarnos. Llegamos al final de la bajada y yo iba ligeramente adelantado. Quedaba una recta y el paso por abajo del Periférico. La marina de Puericultoques era la meta, y ya estaba a la vista. Empecé a saborear el triunfo sobre el policía, algo que para mí era simbólico porque siempre me han jodido la existencia. Entonces vi la camioneta de la policía municipal con varios orcos a bordo, entre ellos el pinche wookie, esperándome en el paso de la marina. El muy ojete, en vez de hacerla de barredora, le llamó a la camioneta de orcos para recogerme al final de la carrera. Cuando me di color, me salí de la ciclopista. Me volé el parque lineal haciendo downhill y brinqué a la calle para esfumarme de los pinches tiras traidores. Por supuesto que no lo vi venir y él tampoco a mí. En cuanto la Kona tocó la calle un coche me dio un chingadazo y salí disparado. Otra vez sin casco, para no perder la costumbre.
No me subieron a la camioneta, pero sí a una ambulancia. Nunca imaginé terminar compitiendo contra un policleto. Pero estaba a punto de morir pedaleando en ácido y atacado de la risa. Como diría Bukowski, “encuentra lo que amas y deja que te mate”. Aquel pensamiento de 1999 casi se hace realidad, salvo que no estaba en el bosque. Pero el mundo se acaba en cámara rápida y, de hecho, ya se acabó. Como decía, nada ni nadie nos va a salvar de nuestra condición humana. Si alcanzo a librarla, prometo que este fue el último pique; si no, también. No se culpe al automóvil ni al conductor de mi muerte. Tampoco me pongan bicicleta blanca. Desde que me subí a la rila por la mañana sabía a lo que iba. La muerte es mi copiloto. Lo último que recuerdo haber visto en la camilla antes del black out son mis piernas, flacas y mágicas. Esas dos piernas con cicatrices y tatuajes que me han llevado a pedalear tan lejos por diversas ciudades, montañas, pueblos y carreteras. Por playas, selvas, bosques, desiertos y volcanes. Bajo el sol, la luna y las estrellas. En la lluvia, en medio de tormentas, ventiscas, nortes y tolvaneras. A través de caminos, ríos y senderos. En la nieve, en el lodo, en la arena y las piedras. Sobrio, intoxicado, perdido y enfermo. En otros estados, países y continentes. Solo, acompañado y en grupos de toda calaña. Perseguido por mis demonios, perros de rancho y ciudad, toros, vacas, enjambres de abejas, taladores armados, soldados y policías. Y, siempre fieles, levantándome tras cada caída.
Vivo en un viaje con subidas y bajadas, vueltas y caídas. No existe pasión sin dolor. Por eso, cada vez que hace frío, las lesiones en la espalda, las rodillas, el hombro derecho me recuerdan qué buen viaje ha sido este rol.
*Crónica incluida en el libro Bicicletas y otras drogas, rilas, roles y rolas de un cletómano, publicado este 2020 por el sello editorial Producciones El Salario del Miedo.