Caballo le dan sabana /y tiene el tiempo contao / y se va por la mañana / con su pasito apurao. /A verse con su potranca /que lo tiene embarbascao. Simón Díaz.
A Pedro de Alvarado le dicen el Sol, Tonatiuh. Por ser rubio y alto. A pesar de su apodo siempre se sintió menos que Cortés o Pizarro. Como casi todos los soldados de aquella invasión, se sentirá mal correspondido al final de sus días. Habrá peleado en varias batallas por distintas latitudes del continente que recién han descubierto los europeos. Siempre en nombre de la corona española. El mundo le parecerá un lugar muy grande pero nada justo. Corren los días del mes de xócatl, exactamente es 22 de mayo. Él es Pedro de Alvarado, quien camina entre los que danzan al ritmo del baile de la serpiente, el más importante de esta ceremonia, la del Tóxcatl. Él es Pedro de Alvarado, quien ya ha peleado en Yucatán y Tabasco al lado de Juan de Grijalva. Pedro de Alvarado, capitán y encomendero de Cuba. Fundará Santiago de los Caballos en Guatemala, será gobernador, capitán y adelantado en esas tierras. Fracasará en su intento por conquistar Perú.
El ruido de las palmas que se baten alrededor de los que bailan podría acallar cualquier música en el mundo. Sonando al unísono, las palmas son el latido de un corazón gigante y agitado. Y los tambores son la sangre. Y esos enloquecidos cuerpos que bailan sin decoro, seguro son, cada uno de ellos, la representación de esos raros seres que adoran.
Pedro viste su armadura, lleva escudo y espada. Está convencido de que están conspirando en su contra estos perros. Quizá escupe. Nadie le hace mucho caso. Los mira con rencor. Sabe, la vida se lo ha enseñado, que siempre es mejor adelantarse a los hechos. Pegar primero. No dejarse sorprender por nadie. Ya luego hablará con el señor Malinche. Aunque quizá es cierto lo que se rumora, lo derrotaron, y a estas horas ya está muerto.
Alvarado ha dejado a sus hombres cubriendo las entradas de este templo. Ninguno de los mexicas tiene armas. Debe haber dos mil o tres mil de estas malas almas. Recuerda las estacas que vio en la mañana, y la voz del tlaxcalteca que le dijo que los tenochcas pensaban clavarlo a él, a Pedro de Alvarado, en la más grande de las estacas, la que estaba en la cúspide del templo. El baile de la serpiente es para pedir paz, abundancia, hijos, salud, sabiduría.
Para esta ceremonia, los mexicas preparan el cuerpo de Huitzilopochtli; lo amasan con amaranto y sangre de sus enemigos indígenas, lo recrean con orejeras y adornos de oro y jade, y luego lo comen entre todos. Sahagún dirá que Huitzilopochtli es otro Hércules, el cual fue robustísimo y muy fuerte; bélico, destructor de pueblos y matador de gentes.
La mitad de los hombres con los que contaba Alvarado se quedaron a cuidar a Moctezuma. Si las cosas se ponen mal, tienen orden de matar a toda esa gente que siempre rodea al tlatoani para servirle. El ritual de hoy también representa la fragilidad del amor, lo efímero de la belleza y la rapidez con que se desvanece la grandeza.
Los españoles y tlaxcaltecas bloquean las entradas; la del Águila, la de Punta de caña y la que se llama Serpiente de espejos. Versiones dicen que son diez españoles armados en cada entrada, todos armados, acompañados de muchos tlaxcaltecas.
Al menos hay 400 personas bailando. Visten mantas de animales, adornadas con plumas de aves, y piedras. Algunos danzantes bebieron pulque o tomaron hongos. Deber ser parecido a estar en un rave. Los hombres que sacrificaron en la tarde, en la casa de Axayácatl, dijeron que los tenochcas planeaban un levantamiento. Álvaro López escuchó que los quieren cocinar con ajo, a ellos, a todos los españoles. Pedro los mira, y sabe que el momento ha llegado, desenvaina la espada, mira alrededor, como si con la mirada lanzara a sus perros al ataque. Un grito se escucha, siniestro, entre todo el bullicio del baile, la música y la fiesta: ¡Mueran!
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En el momento en que subimos las escaleras, y luego cruzamos la entrada a la pista, el Salón Caribe se encuentra lleno. Es martes de sonideros. La luz de la tarde no acaba de ennegrecerse. Aquí no hay ventanas, pero de algún modo, la luz del sol les arruina esta falsa noche con luces de discoteca. A Elianne la conocí en Tlatelolco. No sé qué fue lo primero que me gustó, si su risa, su pelo o sus redondos senos. Es la tercera vez que nos vemos fuera del salón de clases. Nunca me latió ese pedo de que los maestros salieran con sus alumnas, y siempre lo señalé. Pero yo nunca había sido el maestro.
El compás de los timbales se cuelga del aire que se respira en esta pista. Todos aquí parecemos marginales; los que limpian, los de los sueldos más bajos, los que hacen bisnes, los de la piel prieta, los que cuidan lo de otros, los que venden a la orilla de las avenidas, o entre los autos, afuera del Metro o adentro, los que han estado en cana o en granjas para adictos, los choferes, los que viven lejos de la opulencia, los que saben cómo chingados se le hace para sacarle brillo a la pista y al mismo tiempo decir: “este soy yo, y así me muevo cuando escucho cumbia, y así le doy vueltas a mi chava y la detengo, y sin moverme, logro que ella de vueltas otra vez. Porque yo sé treparme al ritmo de los metales con mi propio estilo, con mi andar de ñero, con mi meneadito muy chilango, y mi genial brinquito a cada rato. Porque aquí, con tanta mugre y sangre que todos respiramos, con tanto pinche miedo, y estrés, y neurosis, y falta de cariño, con tantas ruinas debajo de nosotros, con tanto futuro que nos amenaza, la cumbia se escucha distinto. Acá tenemos un modo particular de treparnos a la rola, de medirla, y darle lo que necesita. Paso largo, el compás abierto, y los brazos extendidos a todo lo que dan, pero sin soltarla, y luego te avientas unas de las de acá, una chula, con unos pasitos detrás, y haciendo como ochos, y luego le bajas el ritmo y le das una vuelta despacito y sin dejar de tener en cuenta la indispensable presencia del brinquito.
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Los españoles matan a los que bailan. Algunos ni cuenta se dieron de su muerte, otros quisieron correr. A los que querían escapar los mataban los tlaxcaltecas que esperaban en las entradas. Hay muerte y sangre. No todos los bailes tienen buen final.
A Huitzilopochtli lo cubren con una manta que lleva pintados calaveras y huesos. Luego le ponen otra prenda que está adornada con pedacería de órganos humanos: huesos, intestinos, orejas, corazones, manos, pies, tripas, vísceras, piernas. El maxtle está adornado del mismo modo.
Algunos de los que bailan hicieron ayuno de veinte días. Otros casi de un año. A los que dejan de bailar o se muestran indiferentes, los sacan a empujones o los jalan de las orejas y los conducen fuera del templo y los lanzan de bruces contra el suelo.
Ningún mexica tiene armas para defenderse. Los españoles matan a los que bailan y cantan. Los escudos de los hispanos son de madera y otros de metal. Los españoles también matan a los que tocan el tambor. La cabeza de uno de los músicos vuela lejos del cuerpo luego del tremendo corte de una espada. Por acá salen chorros de sangre, allá caen vísceras, y más allá un hombro es tajado por el rencor de otra espada. Los adornos de la ropa de Huitzilopochtli regados por el suelo. Algunos cráneos caen rotos y sin remedio.
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Treinta pesos la entrada. Cinco el guardarropa y cada vez que saques algo de tu mochila, cinco más. Las cervezas Bohemia a treinta, las mesas sólo son para los que piden cubetas de chelas o botellas. Algunos bailan en la pista, otros hacen su rueda. Cortes de pelo hechos a máquina, casi siempre con la peineta del uno o del cero, pantalones de mezclilla pegados, chamarras de marcas deportivas, camisas, pantalones de godínez, vestidos pegaditos, tenis, zapatos, botas de policía, colas de caballo. Todos son clase baja y aun así hay alguien que tiene menos, y se nota por cómo viste. Pero aquí eso no importa. Aquí lo que hay que traer es ritmo y estilo, unos pasos bien machines.
Al principio Paletita pensó que yo sabía bailar. Porque tuve la confianza de repetir los pasos de mi profesor de Plaza Montero. Al inicio no estuvo mal. Me movía yo, y se movía su hermoso cuerpo, su pelo chino, y dábamos vueltas, entre todas las parejas. Por fin estaba en una pista con una mujer hermosa bailando cumbia.
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Pareciera que los españoles están castigando a esta gente por bailar. La música ha cesado, sólo se escuchan los lamentos de los moribundos, los gritos de los que no quieren perder la vida, el tajante sonido de las armas, y la sangre brotando, haciendo su río. Algunos se fingen muertos con tal de salvar la vida; se esconden entre los cuerpos inertes que hace un instante bailaban. Otros, más valientes, gritan que hay que defenderse, pero lo único que encuentran para hacer frente a las espadas y a las armas de los tlaxcaltecas, de los europeos, son palos, que no les sirven de mucho.
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Bailé con Elianne (Bailé con Elianne y comenzó a llover café aromático que caía en gotas pequeñas que apenas si sentían, y los colibríes fueron a las ventanas de los que no bailan nunca, por ningún motivo ni ritmo, y bailé con Elianne y todos los árboles de la ciudad tenían fruta y otra vez las calles eran de agua, y estaban llenas de acallis, era como un dibujo de las portadas de la revista que reparten los testigos de Jehová, donde todos son tan felices y las señoras acarician a mansos tigres que no necesitan cadenas ni jaulas porque Dios está presente).
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Cortés es astuto y piensa que todo le saldrá bien. Diego de Velázquez es su jefe y le habla de una expedición. Cortés compromete a trescientos hombres. Compra una carabela, un bergantín, artillería, armas, provisiones y seis caballos. En Trinidad compra otra nave, tres caballos más, quinientas cargas de grano, embarca a doscientos hombres y vuelve a la Habana, donde reúne dos mil tocinos y cargas de maíz. Zarpa el 10 de febrero al mando de 11 barcos. Ha logrado reunir 508 soldados, además de doscientos hombres entre nativos y negros. Llevan 16 caballos y yeguas. Su bandera es azul y blanco con una leyenda que reza: “Hermanos y compañeros: sigamos la señal de la Santa Cruz con fe verdadera, que con ella venceremos”.
Cuando llega a las costas mexicanas no es otra cosa que un forajido que engaña a los chalcas, los texcocanos, los de Cholula, los tenochcas y a cualquier líder que se le pone enfrente. Miente en nombre de dios y del rey. Hernán Cortés no tiene licencia para realizar una conquista. Habla en nombre de su rey, quien es el consentido de Dios, el único Dios, y además gobierna sobre extensas tierras, y dice cosas para las que no se encuentra autorizado.
Diego Velázquez, gobernador de Cuba, ha mandado por Cortés. Debe ser castigado por su desobediencia. Él y su tropa de forajidos que se han atrevido a desobedecer las órdenes del rey.
Pánfilo de Narváez es el elegido. Un hombre que ya conquistó Jamaica. Parece el rival perfecto para Cortés. Los testimonios lo recordarán como cruel y ambicioso. El tiro está parejo. De hecho, Pánfilo llevaba ventaja, su tripulación triplica la tropa que acompaña a Cortés.
Cortés deja Tenochtitlan a cargo de Alvarado para ir atender su asunto.
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Las ruedas son escenarios espontáneos, dentro de la pista, que se hacen para que pasen los mejores bailadores, los que tienen algo que ofrecer al público, los que le ponen el ejemplo a los menos diestros, los que parecen elegidos para brillar esta noche. El círculo en el baile es ancestral. Unos sólo hacen eso, mirar; otros, echar desmadre, cabulearse entre ellos, mientras llega su turno de pasar, todos quieren alcanzar un pedacito de rola. Y que los demás los observen y admiren. Esto es el Caribe, el salón Caribe.
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Todos bailan en grandes círculos concéntricos. Uno de los hombres que será sacrificado le dice a Alvarado que los tenochcas piensan comenzar un levantamiento en sólo diez días. También se entera que quieren sustituir la imagen de la virgen católica por una de Huitzilopochtli.
Luego de la matanza sienten miedo y recurren a Moctezuma. Pedro de Alvarado habla con él y le pide que detenga a los tenochcas y a los tlatelolcas. Moctezuma nada puede hacer pues está en calidad de prisionero. Alvarado lo obliga a subir a la azotea para que les hable desde ahí a los indignados habitantes de la ciudad. La gente lo ataca, han dejado de creer en su palabra. Lo insultan, lo llaman mujercita, le recriminan sus pocos güevos, lo juzgan sin escucharlo.
Los pocos mexicas que logran escapar de la matanza del Templo Mayor convocan a la guerra. Gritan y piden ayuda por las calles, los tambores suenan llamando a la gente a que tome sus armas y venga a pelear contra los pinches españoles. Algunos salen de sus casas ululando, golpeándose la boca con la palma de la mano. Los capitanes tenochcas han sido asesinados y ni siquiera tuvieron chance de defenderse. Todos los otros mexicas, no importa si son de Tlatelolco o de Tenochtitlan, traen sus dardos, sus escudos, sienten rabia. Este es el momento que estaban esperando para romperle su madre a los tlaxcaltecas y planchar a los españoles. Otros caminan despacio, lloran por los que han caído.
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Bailar cumbia es una forma de rebeldía. Cada uno marca la fantasía de sus pasos de acuerdo con sus límites y con la forma en que la ciudad le ha enseñado a moverse. Y uno la baila, a la pareja, como le dictan sus calles, al ritmo de nuestra labia y nuestra particular historia. ¿Quihubole?
Quihubole con que tengo el entusiasmo necesario para salir rumbo a la pista. Dejamos las chelas en la mesa. Ayer, en casa de Luz, estuve practicando los pasos que me sé. Cachorroloco se comió todos los cables de las bocinas, y desmadró la cajita del Internet. Así que puse cumbias en mi teléfono. Recordé los pasos que me enseñó mi profesor de Plaza Montero. Y me invento unos que no había visto, pero que el ritmo de la música me marca, una vez ya embalado, y no me salen mal. Pero bailar solo es otra cosa. Si bailar en pareja es como coger, bailar solo es entregarse al onanismo.
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Alrededor de 120 hispanos acompañan a Pedro de Alvarado. Entre ellos, Francisco Álvarez Chico, Bernardino Vázquez de Tapia, fray Juan Díaz, quien no se entromete y al parecer ni siquiera intenta frenar al Sol, y el último de la lista, Alonso Escobar.
La tensión creció porque los tenochcas decidieron dejar de alimentar a los españoles. Juan Álvarez compraba los víveres de los hispanos a Tlatelolco. Pedro de Alvarado les negó el permiso de colocar a Huitzilopochtli en el Templo Mayor para el festejo. Tenía miedo de que eso les otorgara fuerzas y coraje para levantarse.
El pueblo mexica deja de reconocer a Moctezuma como tlatoani. Lo agreden cuando intenta decirles que no peleen, que se calmen. Algunas versiones dirán que la piedra que lo terminó de matar, salió de la mano de Cuauhtémoc, su sobrino. Los mexicas sitiaron a los españoles y a sus aliados por veinte días en la casa de Axayácatl. Eso sería el inicio de otra batalla, la de Tacuba.
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Salimos a la calzada México-Tacuba, la noche se deja sentir. Mañana todos los que estaban bailando deben ir a trabajar. Llevamos en el cuerpo el suave oleaje que producen unas cuantas chelas. Hay un silencio incómodo. Como cuando no coges bien con alguien. Yo fui quien falló. Me falta mucho por aprender encima de la pista. Sé que lo conseguiré. Abrazo a Eli, me sonríe, le prometo que seguiré practicando.