A Karen no le gusta que la llamen prostituta. Escort, Carlitos. ¿Hay diferencias, sabes?, me dice y parpadea encantadoramente agitando sus enormes pestañas. Ha gastado más en implantes y cirugías de lo que invierten cien estudiantes de la UNAM en toda su carrera y jamás ha leído un libro completo pero se atreve a opinar sobre cualquier tema. Esto, además de ser un signo de nuestros tiempos, es un rasgo agradable de su personalidad. Pocas cosas me divierten más que escucharla discutir acaloradamente sobre políticas laborales o estrategias económicas gubernamentales.
Unos años atrás, en la preparatoria, fuimos compañeros de aula y de vez en cuando nos vemos para coger, charlar y drogarnos un poco. Jorge también fue miembro de aquel grupo de amigos y es el único al que seguimos frecuentando. Ahora es escritor y ha alcanzado cierta notoriedad con su primera novela, pero en el fondo sigue siendo el mismo putito modoso y taimado de siempre.
Yo vivo con una mujer llamada Sofía y soy un vago que se las arregla para ir sobreviviendo. Después de la Universidad escribí en algunos periódicos y revistas. Era joven e ingenuo y creía que era posible cambiar algo en este país de mierda. Pero me cansé muy pronto de la pantomima. El periodismo, aun el supuestamente combativo e inteligente, sólo sirve para apuntalar el sistema. Cuando lo descubrí me pareció una tragedia. Pero ya no. También dejé de hacer dramas por asuntos semejantes. Las cosas son así y punto.
Esa tarde había recibido un mensaje de Karen en el que me invitaba a una reunión de trabajo. “También va a ir el puto de Jorge”, decía al final. Sabía de qué estaba hablando. Ya antes había asistido a ese tipo de reuniones con ella. Unas cuantas zorras más, políticos pervertidos y corruptos, delincuentes de medio pelo, actores de televisión y cantantes pop y todo el alcohol y la cocaína que pudieras atiborrarte. Gratis. Todo a cuenta del erario público. Una oferta imposible de rechazar. Así que ahí estábamos, en la sala de Hugo Mauleón —un sujeto cuyo rostro se repetía en miles de carteles con marco azul esparcidos por la ciudad con la leyenda “Nuestros hijos son primero”— bebiendo vodka helado finlandés y escuchando cumbias esparcidas en el aire por un sistema de audio high-end Marantz que con seguridad costaba más de 40 mil pesos.
Ilustración: Apolloniasaintclair
“¿Qué esperas de la vida, Karen?”, le pregunté antes de esnifar una de las rayas gigantes que quedaban sobre el vidrio de la mesa de centro. Me miró fijamente y sonrió con su hermosa boca de silicón. “Me gustaría conocer a un hombre verdaderamente especial, diferente, que me haga conocer un amor como los de las películas”, contestó exhalando el humo de su cigarro. Después estiró los brazos y se recostó lánguidamente sobre el sillón.
El deseo de Karen era conmovedor. Lástima que hoy no se haría realidad. Nadie de los que andábamos por aquí parecía demasiado especial: todos éramos, en sentido estricto, aunque pretendiéramos ignorarlo, unos sacos de mierda profiriendo palabras sin sentido, bailando esa música infame y destrozándonos las neuronas con diversas sustancias. Es decir, unos pobres infelices tratando de hacer más llevaderos sus caminos a la tumba.
Carajo —me pregunté—, ¿por qué será tan difícil hacer realidad nuestros sueños?
Entonces, un gordo asqueroso que desbordaba un traje Armani se acercó tambaleándose y sonriendo obscenamente dijo, dirigiéndose a Karen: “¿acaso piensas que yo no soy diferente a toda esta bola de nacos?” Ella lo miró un segundo con indiferencia, se levantó sin responder y se alejó por el oscuro pasillo meneando exquisitamente su culo perfecto, irreal. Obviamente, Porky no era el hombre que esperaba. “¿Qué le pasa? Tengo un Mercedes”, me preguntó mientras se limpiaba los restos de cocaína de sus horrendas fosas nasales y después se retiró bailando de manera patética. Me serví otro vodka y encendí un cigarrillo. Una de las putas, una castaña de piernas espléndidas, vino hacía mí, se sentó en mi regazo y me dijo con un inconfundible acento argentino: “si querés te la puedo chupar, sólo serían seiscientos pesos más”.
—Vengo con Karen, querida. No traigo ni un clavo. Aunque siempre me ha intrigado saber cómo maman las porteñas —le respondí tratando de parecer simpático.
—Ah —gruñó y se pasó a las piernas de un vejete que cabeceaba en un sillón cercano.
Había visto tantas veces los rostros de la mayoría de los invitados en periódicos y televisión que de repente me asaltaban unas ganas locas de pedirles un autógrafo: casi todas las mujeres combinaban su trabajo de prostitutas con el de edecanes en programas televisivos de variedades, los maricas actuaban o cantaban baladitas insulsas y los hombres, como ya dije antes, eran políticos o delincuentes famosos. O ambas cosas a la vez. Con uno de ellos justamente, un diputado recientemente acusado de nexos con el narcotráfico, vi a Jorge cuando lo busqué con la mirada. Platicaban animadamente, vaso en mano, y reían desmadrados tocándose el pecho y echando la cabeza hacia atrás con jotísima coquetería. Eran un par de locas poniéndose de acuerdo para ver a quién le tocaba primero soplar nuca y a quién morder almohada.
Todo aquello era un espectáculo curioso, por decir lo menos, pero después de dos tragos más empecé a aburrirme. En ese momento me hubiera marchado, pero previamente había quedado de esperar a mi amiga Karen, la golfa, para irnos juntos. Sin embargo, si no hacía algo de inmediato, terminaría abandonándola. Y yo soy un caballero incapaz de semejante descortesía. Me levanté y comencé a buscarla. Para mi desgracia la casa era muy grande. Recorrí habitaciones y estancias que rebosaban lujo sin encontrarla. Los impuestos del pueblo se habían invertido provechosamente y con excelente gusto en la casa del diputado Mauleón. Robé algunas baratijas —discos y películas— antes de darme por vencido y regresar a la sala principal donde se desarrollaba esta especie de fiesta. No vi a ninguno de mis dos conocidos: la puta seguía sin aparecer y mi amigo el escritor se había esfumado. Tal vez buscaba vivir nuevas experiencias para relatarlas en futuras novelas. Inhalé dos rayas gordas como gusanos de seda y me serví otro trago. Esta vez un whisky.
El entumecimiento de la garganta, humedecida con el escocés, me produjo un efecto de bienestar absoluto. Tenía un cohete metido en el pecho capaz de llevarme más allá de la exósfera tres vueltas y de regreso. Desafortunadamente, la sensación desapareció en menos de cinco minutos, así que decidí buscar por última vez a Karen. Si no la encontraba, tendría que largarme solo hacia cualquier lugar lejos de esa jodida mansión a la que cada vez tenía más ganas de vandalizar aunque fuera un poquito. Pero esta vez tuve éxito. Me bastó seguir el rastro de unos chillidos masculinos, como de puerco degollado, que provenían de una recámara.
Al abrir la puerta me topé con un tierno espectáculo: Karen, metida en una tanga negra adaptada con un gran falo al frente, le daba por el culo con furia al señor diputado, quien en sus discursos prometía acabar con la corrupción y los giros negros en su distrito. Al mismo tiempo, Mauleón, haciendo las veces de puente, le mamaba golosamente la verga a un galán de telenovelas. Sólo interrumpía su hábil juego de garganta para emitir sus chillidos de cerdo agonizante. El diputado me invitó a unirme a su pequeña celebración pero decliné amablemente y me senté a esperar a la perra en un cómodo sofá que tenía enfrente una verdadera minipantalla de cine.
Como sus actos no me interesaban demasiado, encendí la madre ésa y me impresioné sinceramente con la calidad de las imágenes. Se proyectaba una película de guerra y el ruido de los helicópteros y las ametralladoras parecía proceder del fragor de una batalla real. De cualquier forma, en determinado momento, los llantos porcinos aumentaron y la respiración de la estrella de TV se volvió dificultosa. Sabía lo que estaba a punto de suceder y aunque no quería verlo, por una razón inexplicable giré la cabeza y observé cómo el representante popular recibía entre hocico y jeta cuatro abundantes descargas de mecos que el actor le obsequió con generosidad; por su parte, el político eyaculó miserablemente unas cuantas gotas blancuzcas que escurrieron perezosas de su diminuto pene negro y lastimoso. Enseguida ambos se rodaron hacia un costado y enredaron sus lenguas en un beso feroz. Karen se despojó de la tanga con pito y caminó desnuda hacia una mesita cubierta casi en su totalidad por una fina película de nieve. La lamió con deleite y después me metió la lengua hasta la garganta. En cualquier otra circunstancia la hubiera jodido en ese mismo instante pero el espectáculo de aquellos maricas era capaz de intimidar hasta a un tipo como yo. “Ahora no me apetece, querida. ¿Podemos irnos?”, le pedí, mustio.
—Pinche Carlos, eres un mamón güey. Ya deja nada más me cambio y nos vamos —me respondió con suavidad.
Antes de salir, en la sala todavía atestada de zombis, echamos un último vistazo buscando a Jorge pero no se veía por ningún lado. “Lástima”, dijo ella y salimos tomados de la mano.
Afuera, ya en su auto último modelo, le pregunté, sabiendo de antemano la respuesta: “¿encontraste esta noche a alguien que te hiciera conocer un amor como los de las películas, Karen?” Me miró con sus ojos tiernos, falsamente azules, y sin decir nada me acarició el cabello atrayéndome hacia su regazo. Le hice a un lado la carísima blusa y dejé al descubierto una de sus preciosas tetas de cera que lucía lustrosa en la semi oscuridad parda de la aurora. Con mi lengua recorrí lentamente su pezón y succioné con suavidad. Ella ni se inmutó. Arrancó el auto y nos perdimos entre las aceras arboladas de Bosques de las Lomas.
Amanecía.