El tiempo en casa me ha permitido incursionar en el mundo culinario, explorar los sabores, aprender a encender el horno, echarle imaginación a lo que se va a deglutir tranquilamente. Claro, si se hace home office y, sobre todo, si no hay una emergencia. Las fritangas, los tacos y las tortas permanecen ahí, legal o clandestinamente, dispuestos para aquellos que viven al día sin el tiempo necesario, o para quienes hacen guardia afuera de algún hospital, esperando noticias de su familiar contagiado por el bicho apocalíptico o por cualquier otra razón. La panza no da tregua, aún cuando a muchos la ansiedad o el miedo les quite el hambre.
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Desperté no tan temprano, somnoliento al grado de entrecerrar los ojos cuando salí a pasear a Elpidio, mi amigo peludo, a quien dos meses atrás tomé de su cadena mugrienta mientras buscaba agua cerca del Metro Constitución de 1917. Ingenuo, aquella noche de febrero pensé que encontraría a sus dueños. Hasta hoy continúa en mi casa.
Aunque dormí muy entrada la madrugada, no sentía preocupación alguna pues esto se había convertido en rutina: platicar hasta tarde sobre el virus, el Apocalipsis, los buenos recuerdos, las frases que denotaban un “te extraño” lejano por el distanciamiento (social, pero ante todo geográfico). Sin embargo, un zancudo jodió lo suficiente con su bzzz bzzz bzzz para dormir apenas tres horas, hasta que Elpidio exigió su vuelta matutina. Una rápida y de regreso a la cama, pensé, por lo menos hasta las dos de la tarde.
Alrededor de las 10 de la mañana un mensaje apareció en la pantalla del celular:
—Oye Mario, ¿tú vives cerca de la clínica 47 del Seguro Social?
—Sí, no me queda lejos, ¿por?
—Ahhh, es que te quiero pedir un favor enorme. Una amiga tiene a su mamá internada ahí por sospecha de covid-19. No ha comido nada. Dice que sólo hay fritangas cerca y no tiene hambre para eso. ¿Podrías preparar algo y lo mandamos en UBER? Yo pago lo de la comida, sólo tírame paro en prepararla.
Aunque en el fondo sólo pensaba en llegar a la cama y hacer la dormición hasta roncar sin que importara si se despertaban los vecinos. Luego, un recuerdo de la primera adolescencia, ya lejana, cimbró mi cabeza, me llenó de angustia la panza y la respuesta salió sin más. “Claro, sin pedos. Ahorita veo qué improviso. ¿Tu amiga come carne o es vegetariana? Hay tianguis hoy [para entonces todavía no los mandaban a sus casas], paso por algo y cuando esté todo preparado te llamo. ¿Va?”
Casualmente, una pieza de pollo en adobo estilo navideño aguardaba en la estufa a que un estómago le diera asilo. Dos días antes había salido del horno junto a sus compañeras que saciaron los estómagos de la familia mientras celebrábamos el primer año de mi sobrina, una bebé risueña que mi hermana esperó por mucho tiempo hasta que por fin apareció en nuestras vidas. Nadie imaginó que Susana Distancia sería la invitada de honor en su primer cumpleaños.
Aunque las otras piezas del ave habitaron nuestra mesa hasta la noche anterior, aquella piernita aguardó el momento indicado para que alguien la disfrutara (incluso quizá más que nosotros). Pese a su buen estado, le hacia falta adobo. Pensé en lo triste que es un pollo en adobo seco. Lo más conveniente sería hacer una nueva salsa para ella sola, que la humedeciera lo suficiente con tal de que el arroz también se impregnara con el sabor de la naranja y los chiles.
En estado de vigilia me lancé al tianguis, donde la sana distancia no existía, a buscar una guarnición de verduras y de paso un poco de despensa para la semana. Cuando regresé a casa comenzó el rito: exprimir naranjas, cocer los chiles, moler, poner al fuego, corregir sal y pimienta, probar… También iniciaron las preguntas: “Muy aguado/muy espeso, ¿Cómo le gustarán las verduras: muy cocidas o crocantes? ¿Será de las personas que no comen lo del día anterior? ¿En qué condición estará su mamá? ¿Habrá dormido algo anoche? ¿Alguien más en su familia se sentirá mal? ¿Desde cuándo aguarda noticias? ¿Por qué It no me escribió antes para que le mandáramos comida a su amiga?”
Aún con todas las preguntas que rondaban en mi cabeza, más la falta de sueño, una constante me guiaba: que sepa rico, que dé cariño al estómago, que sea un respiro, por lo menos de unos minutos.
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Desde hace años guisar me ha parecido un acto de reflexión en sí mismo: es importante prestarle mucha atención a los ingredientes, a los tiempos, a los condimentos, a su frescura, a sus texturas antes, durante y después de la preparación. Todo para que la panza lo agradezca.
Además, representa un vínculo con el cuerpo: si prestamos el tiempo necesario para cocinar, seguramente la comida sabrá mejor, nos saciará lo suficiente o nos llevará a repetir hasta conseguir que el mal del puerco nos invada. Nos alegra. En cambio, si se hace al aventón, al “ahí se va”, lo más seguro es que ni la disfrutemos, termine sepultada al fondo del refrigerador o, en el mejor de los casos, en el tazón del amigo peludo (quien puede ser que tampoco la coma).
La primera vez que dediqué tiempo y cariño suficiente a la cocina fue cuando iba en primero o segundo de secundaria. No recuerdo bien las fechas, pero sí el día: domingo. Mamá había regresado del Hospital de Zona 47 del IMSS, en Iztapalapa, después de que mi hermana llegó para suplirla en la guardia. Papá estaba internado porque su vesícula no aguantó el estrés laboral ni unos tacos de carnitas que se echó en el mercado de Jamaica.
Ese mediodía mamá llegó directo a la cama. Entre el sonido de ambulancias, camillas y los medidores de signos cardíacos de la sala de urgencias había dormido muy poco los últimos días. Esa tarde le inquietaba que no hubiera comida preparada. No sé por qué —quizá por su semblante afligido— le dije que no se preocupara, que algo haría. No tenía idea de qué preparar. Al final, se me antojaron unas pechugas empanizadas y un arroz rojo, así que fui al mercado por los ingredientes.
No existían tutoriales de YouTube y aunque el menú era bastante sencillo, en ese momento no tenía idea de cómo preparar arroz, así que le pregunté a mamá los pasos, tratando de guardarlos en mi memoria para no interrumpir de nuevo su sueño. Al final no supe si fue su hambre o si de verdad quedó bien, lo cierto es que esa tarde la comida fue sabrosa. Quedó en mi memoria.
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Al ver el mensaje, saber de qué clínica se trataba, de las veces que llegamos a esperar afuera de sus rejas noticias de papá (dos veces internado, ambas por estrés laboral), la falta de sueño causada por el zancudo pasó a segundo plano.
Recordé que mi primer guiso real, el arroz, fue motivado por una emergencia. Vino a mi mente la cara de mi madre preocupada y hambrienta, diciéndonos que nada se le antojaba porque todo eran garnachas, que no tenía el valor de comer porque otras personas no habían probado bocado por la preocupación o la falta de recursos, que a veces compartía lo poco que llevaba para menguar el hambre, que se dormían en cualquier rinconcito para estar cerca de su enfermo.
Listo el adobo, el arroz, las verduras y un par de frutas como postre, los coloqué en una bolsa de papel rotulada con un escueto mensaje de ánimo. Se embarcó en un auto color gris. Llegó a su destino.
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Horas después me enteré de que la señora, por quien esperaban fuera de las rejas, se encontraba entubada; dos días atrás la habían subido inconsciente a una ambulancia. La familia estaba en aislamiento y en observación para evitar otros contagios. Al paso de los días fue cambiada de hospital a uno más alejado de mi casa. Una semana más tarde partió.
Su esposo también enfermó, lo internaron en otra clínica por una falla renal derivada del coronavirus. Ese mismo día escuché un mensaje de su hija, en el que relataba el estado de salud de su padre: delicado pero estable, un término que me parece una tomadura de pelo. Del audio me sorprendió lo ecuánime de su voz, la entereza ante ese momento. “Todo va a estar bien”, escribí sobre aquella bolsa de papel estraza. Cuando me enteré del deceso me sentí pésimo por mis palabras.
Dos semanas más tarde el señor fue operado. Hoy se recupera, todavía, en casa con su familia. Su hija le acompaña, nunca les dejó solos. ¿Qué habrá comido todo ese tiempo que esperó a sus papás? ¿Cómo sortean el hambre las personas que hacen guardia afuera de los hospitales? La cocina siempre debe permanecer abierta para compartir la comida. Ojalá pueda conocerla algún día, decirle que de corazón esperaba que todo estuviera bien. Y que aquel guiso fue la forma de transmitirlo.