Cruzazulear es un estilo de vida

Soy de los que vio campeón al Cruz Azul en el Torneo Invierno de 1997. Tenía 10 años cuando ocurrió aquella mítica jugada en la que David Ángel Comizzo, el portero del León, se volvió loco y tumbó en el área al delantero Carlos Hermosillo con un patadón en el rostro que lo hizo sangrar. Se marcó penalti —existía la regla del gol oro—, el árbitro Arturo Brizio pitó, el balón tocó la red y mi equipo salió victorioso en aquella final, de visita en el estadio Nou Camp. Gritando como loco, tomé mi bandera de la Máquina Celeste y di varias vueltas en la cuadra pedaleando mi bicicleta; entre las calles Oriente 81, Norte 94, Oriente 83 y Norte 92 de la colonia La Malinche al norte de la Ciudad de México.

Años después traicioné al equipo que me inculcó mi padre: jugué en una filial de las Águilas del América conocidas como VC. Entrenaba en el Parque Calles de la Delegación Venustiano Carranza, cerca de las colonias Valle Gómez y Morelos; a unos diez minutos de mi hogar, a las afueras del Metro Eduardo Molina. Antes de eso tuve un paso poco interesante en las canchas llaneras del Deportivo Oceanía. Para que no anduviera de vago, mi jefes me inscribieron en una escuelita del conjunto que entrena en La Noria.

En el América VC quise llevar el número 58, que estaba de moda en la Liga Mexicana, pero me dieron el 5, del defensa y puñetas Duilio Davino, quien lo portaba en el América. Jugando de enganche, repartiendo la bola detrás de los delanteros, me convencía que jugaría como Zinedine Zidane. Pero para eso tuve que entender el rol de mediocampista, viendo el desempeño de dioses del balompié como Alessandro del Piero.

Los domingos por la mañana jugábamos en un torneo del Deportivo Hermanos Galeana, en la séptima sección de Aragón. Los partidos eran en las canchas empastadas, recién regadas con agua. Abajo de mi playera del América VC llevaba puesta una del Cruz Azul, la que me habían dado en la escuelita del Deportivo Oceanía. Me la ponía porque a mi tío, el Sr. Matanza, quien también apoyaba a la Máquina Celeste, le prometí que en cada gol que metiera enseñaría el escudo de mi verdadero amor futbolero. 

Había crecido con el Sr. Matanza, él me cuidó en las calles de La Malinche. Y no es por guaguarear, pero yo anotaba uno o dos goles por partido, pero nunca me atreví a mostrar mi playera del Cruz Azul porque el director, Jorge, un señor corpulento que presumía ser amigo del ídolo del futbol mexicano Cuauhtémoc Blanco, era demasiado aguilucho para permitirme algo así. Además, me arriesgaba a perder la beca del 50% que le habían otorgado a mis jefes, “por las cualidades que tenía con el balón”, como les dijeron después de un partido que jugué en contra de esa filial, el día que reforcé al equipo que formó en mi barrio Martín, un árbitro que pitaba en la Tercera División.

Aquella tarde perdimos 11–2. Aún así, firmé un papel para comenzar a entrenar lunes, miércoles y viernes después de mis clases en la Secundaria Técnica 99, donde odiaba que el maestro de español apodado el Taca, me pusiera a leer poemas de Federico García Lorca.

***

Me la vivía en la calle, como la mayoría de los niños que crecieron en la década de los noventa y principios de los dosmiles. Saliendo de la secundaria, mi abuela me mandaba por las tortillas. Siempre compraba un varo menos del kilo para jugar The king of fighters en una de las cuatro maquinitas de una farmacia que quedaba de camino. En una ocasión reté a un güey como cinco años mayor que yo. Sabía que le decían el Horrible. Vivía en la Norte 90, una de las partes más ñeras de La Malinche. Me lo chingué y echó una moneda para vengarse, pero otra vez lo paré de culo. “¡Cámara, pinche chamaco pendejo!”, me dijo mientras me propinaba un zape. “¡Cámara qué! Mejor ten, juégale, se me enfrían las tortillas y mi abuelita se va a encabronar”, le respondí. Le di una palmada en su espalda y le dejé mi tercia.

Estar en la calle desde temprana edad me dio un aprendizaje para desenvolverme. También tuvo que ver el Sr. Matanza y sus valedores, con quienes pasaba mucho tiempo haciendo absolutamente nada afuera de la casa del Perrón, en la del Willy-Man o en la tienda de Carmelita, donde tomaba sangría en bolsa y jugaba Darkstalkers con el Bando Grande, como llamaban a mi tío sus amigos. Aunque mi apodo siempre fue el Seco, ellos algunas veces me llamaban Lord Raptor, como la calaca rockera de esa maquinita.

Cuando entré a la primaria que quedaba a dos cuadras de mi hogar, reconocí a mis vecinos en el recreo. Y los veía por la tarde, cuando iba a comprar una coca para comer o mientras pedaleaba mi bici. El Tanque y Hugo cursaban segundo año. Carlos (hermano mayor de Hugo) ya estaba en quinto. Un día, de camino a la tienda de Don Panchito para comprarme unas papas, vi a los tres gorditos y me invitaron a echar la cáscara. Desde entonces el cruce de la calle Norte 94 con la Oriente 83 se convirtió en nuestro territorio. Ahí comentábamos los goles y cualquier cosa de las Chivas, América o Cruz Azul.

Por entonces, la canchita donde me enamoré del futbol todavía era un monte lleno de perros muertos, monosos, condones usados, cartas de baraja española y cosas relacionadas a la santería. Durante muchos años tuvimos que jugar en medio de la Norte 94. Poníamos piedras para armar las porterías, gritábamos “COCHE” para no ser atropellados, nos trepábamos a los árboles cuando era necesario bajar un balón, corríamos si rompíamos un vidrio y también soportábamos los gritos de doña Lupe; siempre nos reclamaba porque le decíamos de cosas a su nieto mayor Chuchín, quien no aguantaba la carrilla.

Con el tiempo nuestra calle se llenó de chamacos de la misma cuadra. Tranquilino, el Choripapas, Pablo, el Abuelo, Xipatzin, el Huevas, Fausto, el Muecas, Arón, el Dormilón, Alfredito, Chuchín, Hugo, el Picas, Carlos, el Moco, Gerar, el Pájaro, Omar, el Tanque, Leonardo, el Loco, Briam y yo jugábamos hasta que la oscuridad nos lo permitía. De hecho, varios balones se poncharon al llegar a Río Consulado. Por eso, todos protagonizamos la broma del balón repleto de piedras. Si habías ido a comer, hacer la tarea o cualquier cosa que involucrara ir a tu hogar y abandonar la cascarita, te convertías en el hazmerreír de la banda, y en cuanto volvías a chutar un penal te podías fisurar un hueso o enterrar alguna uña del pie pateando el balón ponchado relleno de rocas.

***

En una parte del monte que se ubica entre un Centro de Salud, un DIF, unas bombas de agua y el Gran Canal, construyeron una canasta de basquetbol. Esto mientras seguíamos pamboleando a mitad de la calle. El tamaño de esa media cancha era suficiente para echar retas de tres contra tres, con portero ambulante y porterías de un paso grande. Los partidos se jugaban a dos goles y apostábamos chescos o tortas de muerte lenta que vendían en el cruce de la Oriente 83 y Norte 84. En la nueva construcción aprendí a dar pases precisos, moverme y desmarcarme, tomar técnica por jugar en un espacio reducido y, por supuesto, a calentarme por los encuentros.

A la canchita llegaron personajes de distintas partes de la colonia. Los primeros en hacerlo fueron unos de la Norte 88 que se presentaban con un balón Adidas, ropa deportiva, zapatos de futbol rápido, chingos de ganas y un perrote Rottweiler llamado Kraken que encadenaban a la reja de las bombas de agua. Tanto a Carlos, el Tanque, Gerar, el Pájaro, Chuchín y a mí no nos gustaba enfrentarnos al señor Carlos, sus hijos el Cejas y el Pony, el Visco, y los hermanos Panchito y Ricardo. Jugaban chido, pero eran mañosos; al final eso resultó ser motivante. Entre todos se armaban cuatro retas. Las tardes volaban intentando saber quiénes eran los más cabrones, sin importar que lloviera o hiciera frío.

Varias ocasiones, el Kraken logró desencadenarse y apantallaba a todos. En una de esas, cuando el Tanque corría tras el balón en la misma dirección donde estaba el Rottweiler se zafó, le brincó encima, lo tiró y quedaron cara a cara. El canino de raza alemana estaba bien entrenado y al primer grito del señor Carlos se quitó de encima. Igualmente, uno de esos días que terminamos de jugar y la reta de la Norte 88 se retiraba a su calle, el dueño del perro me invitó al Milán, equipo que dirigía y peleaba un torneo llanero. Los partidos eran los sábados por la mañana, en una cancha ubicada sobre el Gran Canal, a la altura de la Unidad Morelos, rumbo a la San Felipe de Jesús. Acepté y me presenté con mis tachones Manriquez que me compraron mis jefes en Circunvalación, espinilleras, short negro, playera roja, dinero para el arbitraje y una copia de mi acta de nacimiento.

En el Milán estaban el largucho de   Ricardo, quien se desempeñaba como un guardameta difícil de vencer. Su hermano menor Panchito, quien se parecía al niño de los Thundercats, era el goleador, driblador y un burlón con los rivales. Y el Pony, a quien casi nunca metían por su pequeña complexión. El Cejón ya cursaba la prepa y andaba en otro pedo. Mientras que el Visco, a quien se le apodaba así porque se le iba un ojo cuando platicabas con él, ya estaba huevudo y chambeaba; algunas ocasiones se lanzaba a ver los partidos y hacía de Técnico Auxiliar del bigotón y parecido al “Tuca” Ferreti.

El uniforme estaba verga. Era el del Milán, de la marca Lotto (versión pirata), cuando en ese conjunto italiano jugaba Leonardo, un delantero carioca. En mi primer partido me metieron todo el segundo tiempo. Entré de delantero y no metí ningún gol. Pero el equipo me aceptó y tras comentarle al señor Carlos que me sentía mejor en la media cancha, decidió alinearme como extremo. Comencé a jugar en la misma posición que mi ídolo, Mauro Camoranesi. Me gané el número 4 y todas esas mañanas frías en el llano, antes de iniciar a jugar, saludando al equipo, chingándome un café con leche, veía mi registro en la tierra. Era titular.

***

Antes de integrarme al Milán, y en lo que terminaban la construcción de la canchita con dos canastas y dos porterías, un trabajador social del DIF organizó un torneo. Al equipo que formamos en nuestra cuadra le pusimos M de CH: Mazacotes de Chicontepec. El nombre lo tomamos de un gag del comediante Andrés Bustamante. Se jugaba los sábados por la mañana, justo atrás de la primaria a la que iba, donde había otra cancha muy extensa, con unas porterías desproporcionadas. Participaron varios equipos de la Malinche, Nueva Tenochtitlán, Gertrudis Sánchez, La Joya, 20 de Noviembre, Cerro Prieto y otras colonias de alrededor. Entre patadas y mentadas de madre llegamos a la final. Jugamos en contra del equipo que dirigía el árbitro que me invitó al partido con la filial del América. La mayoría de los rivales eran conocidos, también iban a la misma primaria y pertenecían a la calle Norte 94, sólo que su cuadra estaba entre la Oriente 85, Oriente 87 y Norte 92. Su cancha era la misma donde se disputó el torneo. Desgraciadamente perdimos.

Poco después la canchita de nuestra calle se terminó de construir. Inició mi época favorita del pambol. También había entrado a la secundaria y por las tardes entrenaba con el América VC. El terreno de juego era el más nuevo de la zona y se popularizó. Llegaba banda de distintas partes. De la misma calle de donde eran mis valedores del Milán le cayeron otros vagos que formaban como tres retas. Tendrían entre 13 y 20 años; unos ya estaban más rucos. Los partidos seguimos jugándolos igual, a dos goles, pero con portero fijo. Moy, Isa, George, el U.S.A., el Bocazas, el Bola, Chucho, los carnales Tolines, el Tetos, Yiyo, el Che y hasta el Horrible hicieron que las tardes se pusieran bien perras. Eran bien faroles y se metían en pedos. Recuerdo que mientras jugaba futbolitos con los de mi cuadra cuando llegó la feria de San Cayetano a la colonia, vimos cómo a varios de ellos les dieron una putiza, a la altura del juego mecánico conocido como dragón. Andaban de faltosos con una morra que seguro era la pompi de alguien verguero o cabrón de La Malinche. Fue gracioso porque el Bola nos relató un día después lo que había pasado; hasta presumió su quemada por un elotazo que le dieron en la jeta. Para jugar futbol también guaguareaban un chingo. Aparte negaban goles claros, nos hacían emputar y los partidos se tornaban recios, con más orgullo para defender la cuadra.

Llegaron más retas. La que venía de la Norte 90 y estaba formada por chiapanecos era entrona. Su mejor jugador se llamaba Kiko. Entre semana chambeaba y para desestresarse caía a la canchita todas las tardes. No recuerdo a toda la reta, pero su portero era el mejor de todos lo que se atrevían a tomar la posición debajo de los tres palos. Al chile paraba más chido que Ricardo; volaba, achicaba y se arrastraba sin problema alguno, a pesar de que tenía poliomielitis.

Había una reta especial que venía de la 20 de Noviembre. Luego me enteré que uno de sus jugadores era el cantante de reggae, Fidel Nadal. Llegaba a la canchita con otros tipos igual de barbones que él. Usaban turbantes y traían botas de casquillo. Eran relajados, fumaban mota y su acento argentino le daba el toque internacional a los partidos. Supe que se trataba del ex vocalista de Todos Tus Muertos y Mano Negra cuando, tiempo después, entrevisté a Miguel Tajobase, una eminencia del ska y punk en la Ciudad de México. Él me dijo que quien se popularizó con la canción “International love”, en aquel tiempo vivía en la colonia que está enfrente de La Malinche, cruzando Río Consulado.

Los del Mocambo también llegaron. Eran un chingo y en ese tiempo me parecían los más ñeros de todos los que se juntaban en la canchita. Entre sus jugadores y porra había personajes bien cagados. Se la pasaban diciendo puras mamadas, entre una y otra caguama que se chingaban bajita la baisa. Cuando te hacían túnel se burlaban de ti y te gritaban: “¡PAPI, PONTE SOTANA PARA VENIR A JUGAR, NO MAMES!”. Si le pegabas al balón y no iba dirigido a la portería, refiriéndose a tus tenis se aventaban el alarido de “¡NOMA, VETE A QUITAR LOS DE LA OBRA!”. Eso le ponía sabor y te contagiaba para no andar cagándola. Estaba el Chispa, el Changuito (tío del Tanque) y un señor parecido a Chespirito (físicamente y en edad), a quien le decían el Sheriff. Varios de ellos vestían como chakas: bermudas anchas de cuadros, tenis Jordan piratas, camisas interiores sin mangas, cejas depiladas, narices respingadas con cinta adhesiva, un chingo de escapularios alrededor de sus cuellos y cabello decolorado como el del luchador Shocker. De hecho, en una de las porterías, algunas veces llegaba el tufo a mona; uno de esos cábulas se subía al tablero de básquetbol y desde ahí veía los partidos.

También estaba la reta de los bicitaxistas del mercado 10 de Mayo. Era cabrona. El Ballo, el Mundo y el Chiquis eran sus mejores jugadores; los tres eran rápidos y le pegaban con un tubo al balón. Una vez el Ballo voló de un patadón a Panchito, por lo que casi se arman los putazos; no aguantó que se burlara de él. Mientras que el Mudo era un puto mago; hacia las jugadas que salían en los comerciales de Pepsi y Nike. Y el Chiquis, quien estaba chavo y muchos decían que tenía futuro en el futbol, un día se metió en unos pedos, lo balaceó un judicial y la canchita perdió uno de sus mejores elementos.

En esa época de verdadero futbol colmillo cada reta defendía el honor de su cuadra. Por lo mismo llevé orgullo al América VC, donde los viernes, al finalizar cada entrenamiento, el director nos pedía que ya no jugáramos en la calle porque debíamos cuidarnos. Pero eso era algo imposible: la mayor parte de los güeyes que conformaban el equipo eran de Tepito, Valle Gómez, Bondojito, Peralvillo y otros barrios del norte de la ciudad.

Llegué al América VC junto a Ulises y Alfredo, con quienes perdí el torneo del DIF; jugaban en el equipo que dirigía el árbitro. Adaptarnos a la filial estuvo cabrón. Nadie nos hablaba y solían ser culeros. Distinto a la posición que jugaba en el Milán, el entrenador —que se parecía a Tin Tan— me alineó como defensa central por mi altura en unos partidos jugados en el Deportivo Reynosa, en Azcapotzalco. Hice coraje viendo la portería contraria desde tan lejos. Quise dejar el equipo ante las golizas que nos metían, pero mis jefes no dejaron que tirara la Barbie igual que Ulises y Alfredo, quienes jamás regresaron a los entrenamientos.

Con el tiempo fui aceptado por Diana, la capitana, estrella del equipo e hija del director; Jorge, el mini Cuauhtémoc Blanco, que igualmente era de Tepito; Tiba, el lateral sube y baja que ponía los centros; Gibran, el defensa líbero que nos organizaba a gritos; Alfredo, el portero que paraba todo, y quien tenía la beca del 100% porque su papá recogía basura en alguna zona del Estado de México; Moneda, el suplente más pinche maleta que a güevo metían a jugar porque era hijo de un judicial; Juanito, el defensa central que seguía los pasos de su jefe, quien jugó con mi papá y unos tíos en el Deportivo Oceanía; Alonso, el medio por izquierda, y el único que aún cursaba la primaria; César, el cazagoles que tenía un resorte bien cabrón para rematar de cabeza; y Marcos, el medio de contención que nunca se cansaba y que jugaba con tacos de fierro…

Algunas veces nos organizabamos para ir a jugar a las canchitas de nuestros barrios. Jorge fue quien tuvo la brillante idea de invitarnos a la Morelos, donde cascareamos en un terreno de futbol rápido. Era muy similar a La Malinche, no obstante, cuando nos metieron el gol gana, por primera vez sentí miedo pateando un balón. No sabía que estábamos apostando varo, sólo recuerdo que un güey como de 18 años nos sacó una punta y Jorge gritó “¡CÓRRANLE!”.

En otra ocasión, César nos invitó al Deportivo Bondojito. Igual que en la Morelos, echamos la cascara en una cancha de fucho rápido. Alonso traía unos zapatos Nike Tiempo que estaban de moda. Por lo llamativo de su calzado de nueva cuenta tuvimos que salir corriendo: un par de güeyes que estaban viendo los partidos se nos acercaron e intentaron quitárselos.

La canchita que seguía era la de mi barrio, pero por las experiencias que habíamos vivido ya no nos organizamos. Estaba seguro que no pasaría nada culero; en cambio, mis valedores del América VC iban a querer regresar por el nivel de juego que se vivía ahí.

***

El cambio de técnico favoreció al equipo. Una tarde, el director nos presentó al profe Porfirio Jiménez, que había jugado en el América en los años ochenta. Saber que nos entrenaría alguien que pisó el estadio Azteca era emocionante. Pero me motivé más cuando mi tío Roy, quien vivía en Tijuana, me regaló unos zapatos Nike Tiempo 500. Éramos de colonias populares, pero traer puestos unos tachones que estaban de moda era reconfortante. Diana y Jorge usaban unos Concord. Gibran, tenía unos Joma plateados. Los de Marco, que tenían tachones de fierro, eran Puma. Para mis papás era complicado darme unos originales, modernos y llamativos. Por eso cuando mi tío llegó con esos Nike que compró en el gabacho, los cuidaba tanto que jamás los usé con el Milán.

No recuerdo los detalles, pero en un torneo delegacional representamos a la Gustavo A. Madero. Los partidos eran entre semana o algunas veces los sábados por la mañana. Jugamos en contra de distintas filiales, muchas de ellas conformadas por junior’s del sur de la ciudad, que veían nuestros tachones con cara de fuchi; la mayoría de ellos traían los que utilizó Ronaldo en la Copa del Mundo de Francia 98.

Como nos acostumbramos a entrenar en tierra y la cancha empastada del Deportivo Hermanos Galeana no era la mejor, los terrenos de juego que pisamos en esa competencia nos hacían sentirnos en la Champions League. Fuimos a CU, donde perdimos con la cantera de los Pumas. En las instalaciones del Atlante salimos con la victoria de 1–0 con un penalti que me cometieron; tomé el balón, lo coloqué abajo y del lado derecho de la portería. En Coapa empatamos 2–2 con el América, en tiempo de compensación, con un tiro libre que cobré fuerte y le dobló las manos al portero. También estuvimos en el Centro de Alto Rendimiento, donde la Selección Sub-12 nos humilló. Lo que nunca olvidaré es el sábado que jugamos en La Noria. Si la cancha de Coapa y el CAR estaban impecables, la Oscar el “Conejo” Pérez parecía una alfombra. Ahí entrenaba el equipo de mis amores y lo primero que hicimos cuando llegamos fue revolcarnos, mientras algunos papás del equipo contrario nos veían feo por esa acción.

Fue el mejor partido que he jugado. De ir perdiendo 2–0, el marcador final fue 2–5 con un gol mío: me quedó un balón suelto de frente a la portería contraria, burlé a tres cruzazuliños, después al portero e hice el tanto. Después Jorge hizo un golazo que nos motivó para hacer tres más. Fue tanta mi emoción que olvidé unos tenis Converse de basquetbol que me dieron mis jefes de Reyes Magos. Para que no se emputara de más, le dije a mi mamá que se los había robado Mauro Camoranesi.

***

Cuanto metí ese gol en La Noria sentí que era el momento para levantarme la camisa del América VC y dejar ver mi playera del Cruz Azul. Pero ahora que recapitulo todo mi pasado pambolero, tal vez por traerla puesta es que nunca salí campeón. Jugando el torneo en el Deportivo Hermanos Galeana disputamos dos finales. Las dos ocasiones, de hecho, llegamos como líderes, sin ninguna derrota. La primera que perdimos me dolió tanto que hasta lloré. En la segunda de plano tiré la Barbie; íbamos perdiendo por un gol, desobedecí al director y entrenador, no quise cobrar un tiro libre desde media cancha, me fui al área a buscar el balón y a la siguiente jugada me sustituyeron por Moneda.

Después de eso ya no quise pertenecer al América VC, aun cuando a varios de nuestros papás el director les decía que algunos de nosotros teníamos la posibilidad de comenzar a entrenar en Coapa. Seguí por un tiempo con el Milán y tampoco se me dio un campeonato. Una ocasión en la canchita de la Malinche se me atoró la pierna izquierda y me lesioné, esto al tiempo que mis valedores me decían que era bien puto, que se me había subido, que ya casi no salía. 

Desde entonces jugar futbol dejó de ser lo principal. Ya no soñé con comprarles una casa a mis jefes, debutar con el Cruz Azul, irme al Inter de Milán y jugar un Mundial. Mis gustos se inclinaron por la música y la literatura. Los zapatos Nike Tiempo 500 que me había regalado mi tío y que tenía pensado guardar para toda la eternidad, los usó mi primo Briam y jugaba con ellos en el barrio. La playera de la escuelita del Deportivo Oceanía se hizo vieja y la tiré a la basura. Mi jefe se fue por chamba a Monterrey. Meses después mi jefa, mi carnala y yo nos fuimos también. En la Sultana del Norte me negué a entrar a alguna filial de Rayados o Tigres, y comencé a pegarle a la batería. Desde entonces, cada vez más ciego por la miopía, tocando en bandas de hardcore y comenzando a escribir mis primeros textos en fanzines, cruzazulear se convirtió en mi estilo de vida.

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