Dos mil 430 días embarazada

Desde que tengo memoria mi vida son cuatro paredes. Cuando era chamaca, mi mamá salía todos los días a ganarse el pan, así como el regaño de las vecinas por dejarnos solos. Y ni modo, tenía que quedarme a cuidar a otros dos chamacos: mis hermanos. 

Nos encerraba con candado y un palo que atoraba en la puerta de la casa, dizque pa’ que no nos saliéramos. Me chingué por haber sido la hermana mayor. Me convertí en madre de dos hijos que no eran míos. A lo mejor por eso después Dios me premió con más vida. Porque no bastó con hacerles la comida cuando eran pequeños, también los enterré en el panteón siendo viejos. Ingratos, siendo yo la mayor, ellos me tenían que sepultar a mí. 

Me pregunto si fui yo quién pidió que se fueran por fin. Que me dejaran sola. Para no cuidar de nadie. O al menos eso pensaba de chamaca.

***

A los 16 años, cuando por fin tuve edad para andar de novia y “salir”, conocí a Jerónimo. Digo “salir” porque en realidad me escapaba. Cuando cumplí los 15 mamá me dejó copia de la llave, pa´ cualquier emergencia. Terminaba el quehacer y salía a la calle a ver a Jerónimo. Ahí nos quedábamos, afuerita de la casa, cuidándonos, que no nos cachara mi madre.

Hasta que un día Jerónimo pidió mi mano y me llevó a otra casa. Me sacó de mi pueblo en Pachuca y nos venimos a la ciudad. Estaba enamorada. Tenía unos 17 años; él 26. 

Pronto nos casamos, así de tortolitos. Pero el gusto me duró poco porque ahora sí tuve que cuidar a mis propios hijos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. Pasé dos mil 430 días embarazada. Una no elige ser madre. Dios le manda a uno los hijos. Yo no sabía que iba a tener tanto chamaco, un día nomás me brotaba la panza. Antes qué iba a existir eso de cuidarse. ¿Cuidarse de qué? Si Jerónimo siempre quería verme panzona.

Y ahí estaba. Panzona y cocinando para todos, todos los días con la leña que nos traía el vecino. ¿Qué cómo le hacía para que me alcanzara? Ya ni sé cuántos kilos de frijoles con sopa de fideo hacía pa’ que rindiera la comida para tantas bocas. Siempre estuve corriendo, de aquí pa’ llá en estos cuartos. 

Limpiando mocos, cacas y haciendo remedios pa´ la gripa, la tos, las paperas y el chorro. Poniéndole parches a los uniformes de la escuela. Dándole de cenar a tu abuelo que llegaba cansado y de malas a exigir su plato caliente en la mesa.

Mis únicas salidas en esos días eran al mandado. Me entretenía hablando con el Chino, que siempre me dejaba escoger la verdura. Con doña Esperanza que siempre me regalaba un taquito de la comida que le sobraba. “Un gustito pa’ ti”, me decía. Y ahí andaba. Dándome hasta dos vueltas a la colonia y al mercado. Recorriendo las calles. Saludando a los vecinos, aunque Jerónimo me regañaba por andar aplanando las banquetas: qué hacía en la calle si tenía que estar en la casa. Ah, cómo eres terca y vaga, me decía.

Pero no le hacía caso. Era mi escape. Ah, eso, y mis plantas. Un día las conté, tengo más de doscientas. Me gusta verlas todos los días. Veo cómo crecen. Las riego. Les hablo. Les quito esas ramitas feas. 

***

Ana fue la primera de mis hijas que se fue de la casa. Una boca menos que atender, pensé. Después de ella, cada uno de estos, mis hijos, se fueron a tener sus propios hijos, en sus propias casas. Y yo me quedé aquí, con Boni. Mi Bonifacio. 

Ay, pobre Boni, el único soltero. Y borracho. Una muchacha que lo abandonó hizo que se tirara a ese vicio tan feo. Pachita, ya no voy a volver a tomar, me prometía siempre que se caía de las escaleras de lo briago que andaba. Y ahí estaba, a mis ochenta y tantos años levantando su cuerpo, con su bocota oliendo a alcohol.

Quién iba a decir que Boni se quedaría conmigo hasta que él también fuera viejo. Los dos enterramos juntos a mi otro viejo, mi Jerónimo, cuando se murió de un ataque al corazón.

Después de la muerte de mi viejo, Boni quedó tan traumado que siempre me decía que él se iba a ir primero porque no iba a soportar cargar mi ataúd. Así como yo no soporté su muerte, cuando hace tres años se tragó un hueso de pollo y se ahogó. Mi Boni cumplió su promesa. Pero nunca le dije que tampoco iba a aguantar enterrarlo. ¿Pus quién piensa que una va a enterrar a sus hijos, a sus hermanos?

***

¿Supiste que se murió Héctor Martínez? El de la radio. ¡Ay, Dios! Qué le habrá pasado. ¿Se habrá muerto de eso (coronavirus)? No dijeron nada. ¿Tú supiste algo? El otro día estaba escuchando que su mamá fue partera. Y que a su papá nunca lo conoció. Pobre. Pero tiene un hijo que también es periodista. Ay, no. Pero nadie como él. Fíjate, desde que estaba embarazada de tu tío Manuel lo escuchaba todas las mañanas. ¿Y ahora? Ya ni a él lo voy a escuchar.

Dicen tus tías que ya lo podía ver en la tele o en el internet. ¿Me lo enseñas? Ay, no me imagino cómo será. Su voz era igualita desde el primer día que lo escuché. Ay, Héctor. Fíjate, cómo todos se van yendo y de mí aún no se acuerda Dios.

Lo que más me gustaba de su programa era las canciones que cantaban, siempre había música en vivo. Muy tristes, siempre. Después nomás prendía la radio con Héctor y me quedaba dormida. La música me arrullaba. Ahora dice tu tía que me las puede poner en el internet para que siga escuchándolas, pero ya no es lo mismo. Héctor ya se fue.

Ayer le dije a tu mamá lo que le pasó a la vecina de Almita. ¿Te acuerdas de ella? Bueno, ves que está solita, como yo. Pero a ella ni sus hijas la venían a ver. Y me contaron que se murió de un paro cardíaco cuando estaba bañándose. Y nadie se dio cuenta hasta el otro día que la fueron a ver porque no contestaba el teléfono. Imagínate, por eso le digo a tus tías que me vengan a dar vueltecitas seguido. No me gustaría que me pase eso y que nadie se entere.

¿Por qué no quieres tener hijos? Ay, hija. Pero quién te va a cuidar cuando estés vieja y sola como yo, a ver. No te puedes quedar solita. Ahorita no piensas en eso, pero quién se va acordar de ti cuando tengas mi edad. ¿Quién te va a llamar? ¿Quién te va a ir a visitar? Para eso se friega una, para que después la cuiden.

***

Ahora con esto del encierro me acuerdo de cuando estaba embarazada. ¿Cuarentena? Cuarentena la que pasé con tanto chamaco. Yo ni loca vuelvo a quedarme en mi casa, si cuando se murió Jerónimo por fin pude salir. Que a Xochimilco, al Centro, a Guanajuato a Pachuca. A dónde quisiera. ¿Qué diría Jerónimo si me viera en la calle ahorita? Me río. También lloro.

Aquí está mi casa. Pero ahora está sola, todo este patiezote para mis plantas y para mí. Cuando me vaya, ya les dije a tus tías que quiero que todos vengan y se sigan juntando. Ya no por mí. Pero que cuiden mis plantas. Mis pájaros. 

Estas cuatro paredes me recuerdan a Jerónimo. A veces lo imagino sentado en el comedor esperando su café. Luego me siento en su lugar a platicar con él. Y si me voy a la sala me acuerdo del día más triste de mi vida: cuando aquí mismito velamos a Boni. 

La casa ya no está para fiestas. Aquí aún está el recuerdo de tu abuelo y tu tío. A veces siento que todavía están aquí, que ellos son los que me cuidan.

En mi cuarto se quedó el olor de la ropa de Jerónimo. Su almohada sigue aquí. Mi casa ha sido testigo de los días más feos. Cada pared es un recuerdo. Por eso me gusta estar de vaga, allá uno ve más cosas, más gentes. Ahora a las únicas que cuido son a mis plantitas. 

Hija, ¿cuándo me llevas a Xochimilco?

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