Arte: Eduardo Ramón / @eduardo_ramon_t
I
M. y yo siempre estábamos pensando en la muerte. En la forma en la que esta nos alcanzaría. Nos tumbamos en el pasto marchito de su casa a imaginar cómo íbamos a morir. Yo siempre decía que lo mejor era morir ahogada, en agua dulce; el mar me desquiciaba.
M. pensaba que no importaba cómo, pero era esencial morir sufriendo. Porque morir dormido y sin dolor era una salida demasiado fácil. Me pedía que pensara un momento en todo lo que le habíamos provocado a los demás para poder llegar a este mundo, en los calambres que jodieron a nuestras madres. “T., nosotros no hicimos nada, absolutamente nada. Sería muy cínico irnos así de fácil como llegamos”, me dijo un día de agosto. Cuando cumplimos catorce años, decidimos morir juntos, pero nunca logramos dar con una opción que nos satisficiera.
Él quería balazos o tierra; yo prefería fuego o asfixia. “Un revólver, quiero saber qué se siente tener un revólver caliente en mi mano”, decía. Yo me burlaba, porque ni siquiera sabíamos si un revólver en la mano se sentía caliente o frío. Pero M. se obsesionó tanto con la idea que decidió robarle uno a su padrastro, un hombre menudo y pestilente que nos preguntaba con frecuencia si teníamos drogas.
Nunca tuvimos el valor de accionarlo. Una mañana corrí hasta la casa de M. para decirle que podíamos hacer una huelga de hambre por cualquier cosa, por el rock o por el cambio climático, y así morir dignamente.
Pero M. no estaba, había ido a bañarse al puerto. M. se ahogó en el mar. En el puto mar. En el funeral, le dije a su madre que yo le había amenazado, pero que al final me había traicionado, pues morir en agua salada era el peor de los destinos. Su abuelo, un marinero que pescaba sardinas, murió ahogado en una tormenta bestial.
Durante los cinco o seis años siguientes, cuando llegaba a pensar en la muerte, una imagen me perseguía todas las veces: M. echado boca abajo en un barco mientras yo lo esperaba en la arena con un revólver de oro. Pero bueno, eso sucede muy poco. Ya casi no pienso en la muerte. Sin M. no tiene mucho sentido.
II
S. me gustó desde el día que me quemó la mano con un cigarro en la cena de Navidad. Cuando íbamos a Cuernavaca, lo veía de lejos, mientras leía su cómic de One piece. Pensaba que era como una especie de hikikomori porque sólo salía un fin de semana al mes. Para mí era un freak.
Su barba me parecía un remolino de polillas negras. La primera vez que lo soñé, su barba me rozaba los pechos, su pelo espeso y negrísimo se convertía en arañas panteoneras. Dos de las cosas que más me dan miedo: la intimidad y las tarántulas. Cuando S. se emborrachaba, me decía “señora” con una voz rasposa y erótica.
Me encendía todas las velas del cuerpo. Una vez lo espié bañándose. Lo vi desnudo y sólo se me ocurrió untarle Vaselina por todo el cuerpo para después subirme en él. Y cuando yo estaba borracha, juro que le veía la piel dorada. No, no era amarilla, era dorada. Como la cadena con mi nombre que me regaló mi hija, la mejor amiga de S.
III
“Creo que me lo quebré”, dijo H. con una mueca de terror. Él y F. llevaban tres días naufragando en una de esas borracheras traicioneras que no distinguen ni tiempo ni espacios. F. se retorcía de la risa, su melena china parecía un panal de abejas (a veces, cuando se metía mucha mierda, ella misma decía que era la abeja reina) y de su nariz salía un líquido viscoso; miel tóxica, blanca por la droga.
H. no compartía el éxtasis; los puños le sangraban y su mirada era digna de un demente, ojos de psicópata, un retrato salido de esos documentales sobre asesinos seriales. F. cayó en cuenta de eso y se lo dijo: “eres un maldito asesino”. El hombre que pensaban muerto estaba tirado sobre un charco de sangre y orines, su silueta rodeada de botellas y latas de cerveza, como si H. hubiera armado la escena a propósito; una suerte de ritual satánico. “No se mueve”, sollozó H.
El letargo del alcohol se estaba esfumando para dar paso a breves instantes de lucidez. F. logró sacarlo de ahí: se acercó al pecho de la víctima y le mintió a H: “sí respira, vámonos ya, antes de que despierte”. F. siempre mentía y H. siempre le creía todo con inocencia pueril. Entonces salieron de ahí. Corrieron cinco o seis cuadras hasta que pudieron parar un taxi.
H. no supo jamás si en verdad había dejado vivo al barrendero. Ahora, una que otra noche de borrachera traicionera, se convence a sí mismo de que así había sido. “Maté al barrendero, sí lo maté”. En los peores casos, repite esa frase hasta quedarse dormido.
IV
M. sólo compra cartones de leche en la tienda de la esquina de su casa. Así lo hace religiosamente todos los domingos. Se tarda dos minutos, ni uno más, en agarrarlos. Si al llegar a la caja hay más perosonas, M. finge haber olvidado algo y espera a que los intrusos paguen y se larguen de allí. Y si no hay nadie más, se dirige con paso firme, que nunca deja ver su ansiedad, hasta el final, donde lo espera su único objetivo de la semana: estar a solas con A., quien advierte la presencia de M. desde que él cruza el umbral.
Durante esos cinco o siete minutos, ambos se ven el cabello, los ojos y las bocas. M. deja el dinero en el mostrador y sujeta el rostro de A. mientras ella mete su dedo índice en la boca de M. Él desliza su mano dentro de la blusa y estruja pechos y vientre por igual. Pero no se besan, nunca se han besado. Después se turnan para lamerse las orejas y el cuello. Todo esto en ese meticuloso orden. Cuando M. está lo suficientemente excitado, toma la leche y se retira.
Le manda un beso a A. desde la entrada de la tienda y sale apresurado para llegar a casa y hacerle el amor a su esposa.
Porque M. y su esposa sólo lo hacen los domingos.