Cuando era niño me gustaba la aventura y el peligro: esa sensación de adrenalina y miedo recorriéndote el cuerpo. De hecho, una de mis cosas favoritas era la valentía de tragarse ese miedo para lanzarse al vacío. Sobra decir que amaba los toboganes y los juegos mecánicos estilo montaña rusa, pero me gustaban más los que tuvieran que ver con lo prohibido; con desobedecer o arriesgarse.
En casa de mi abuela, las aventuras que tenía con mi primo Alejandro eran del tamaño de nuestra imaginación de niños de 7 o 9 años de edad: infinitas. Como cuando tomábamos los brasieres de la abuela y nos perseguíamos con ellos convirtiéndolos en murciélagos que nos chuparían la sangre; o cuando hacíamos fuertes debajo de la mesa del comedor y nos preparábamos para la batalla final contra los adultos opresores que nos castigaban por jugar, evento que —desgraciadamente— nunca ocurrió.
Seguramente habríamos ganado.
Estaban también las inagotables cazas de caracoles que juntábamos en una cubeta en medio del jardín para después retarnos a comerlos argumentando que nos provocarían diarrea y nos permitirían faltar unos días a la escuela. Nunca los comimos y el juego se terminó definitivamente el día que Alejandro fue a parar al hospital porque era alérgico a esos babosos crustáceos.
Pero los juegos más atractivos eran los dos más prohibidos. Teníamos que hacerlos con mucho cuidado y a escondidas. Eran misiones fugaces que sólo permitían instantes de diversión, pero requerían horas de planeación para su ejecución y posterior huída. El primero de ellos ocurría en el jardín y tenía dos etapas: la recolección y la guerra.
El jardín era una zona a la que únicamente teníamos permitido el acceso en compañía de un adulto, la mayoría de las veces la abuela. La regla era innegociable, ya que cuando entrábamos solos terminábamos jugando futbol y arruinando los rosales: el tesoro de la casa. Nunca sabremos cuántas flores murieron por nuestra culpa y la abuela nunca sabrá cuántos balones perdimos por las espinas de esas flores, así que estamos a mano.
El jardín estaba rodeado por un arbusto alto llamado Piracanto, del cual emergían unos frutos rojos como jitomates chiquititos. Nos sentíamos atraídos por su color vivo, pero desde muy temprana edad recibimos la gran amenaza: son muy venenosas, si las tocan se pueden enfermar y si se las comen, morirán, nos decía la abuela con esa voz tenebrosa que usan los mayores para asustar a los niños. Pero más que asustarnos, quisimos averiguar el grado de toxicidad de la fruta. No al grado de comerlas puesto que no queríamos morir, pero sí estábamos dispuestos a arriesgarnos a contraer una enfermedad para comprobar la veracidad de las palabras de la abuela. Pero nunca nos pasó nada.
Cuando salíamos al jardín teníamos que ayudar a cuidar las plantas. La verdad no hacíamos mucho, porque nuestro objetivo era otro: recolectar a escondidas la mayor cantidad de bayas para el momento de la batalla, que ocurría cuando mi abuela nos dejaba unos segundos solos para entrar por la manguera para regar. Así, mientras a mi primo lo ponían a barrer las hojas secas de los árboles, yo recolectaba municiones coloradas y mientras a mí me ponían a quitar las hierbas alrededor de la menta, él juntaba su armamento. Siempre lográbamos armarnos muy bien y en cuanto la abuela cruzaba la puerta, bayas llovían por todas partes. Algunas se reventaban en la ropa y dejaban pequeñas manchas anaranjadas, pero la mayoría volaba por los cielos y llegaba a destinos incalculables sin dejar rastro alguno más que su figura redondita iluminando el pasto verde.
Nunca supe quién ganaba. De eso no se trataba el juego, el chiste estaba en la emoción que provocaba lanzar las frutas prohibidas lo más rápido posible antes de que llegara la abuela y nos cachara cargando el veneno. Ahora pienso que lo único que le preocupaba a nuestra cuidadora era que su arbusto querido perdiera los tonos coloridos que le dan su apodo de espino de fuego. Para nosotros hubiera sido aún más emocionante que aquellas peleas llevarán ese nombre: las batallas del espino de fuego.
El segundo juego era aún más arriesgado porque implicaba usar pelotas dentro de la casa, otra de las grandes prohibiciones (salvo cuando había invitados, porque durante las fiestas y reuniones todo se valía). Se trataba de tomar una pelota, correr hasta el centro de la sala y lanzarla con todas tus fuerzas contra el techo. Rebotaba y uno debía cacharla para lanzarla otra vez evitando que el tirol, esa textura escarchada que tienen algunos techos como decorado, se colara por nuestros ojos, una más de las amenazas de la abuela. Esto ocurría mientras ella cocinaba, ya que con la cocina no teníamos su completa atención y eso nos daba el tiempo justo para hacer un par de lanzamientos antes de que llegara el regaño y la posible confiscación. El aroma delicioso de la cocina era la señal para iniciar el juego. Salíamos del cuarto sigilosamente, cruzábamos el pasillo muy despacio para que no se escucharan nuestros pasos, nos asomábamos con cautela por la rendija de la puerta y cuando estuviera distraída con alguna fritura o algún cocido, corríamos y lanzábamos, apretando brevemente los ojos para evitar perder la vista por culpa del tirol cegador. De inmediato íbamos por la pelota para hacer el siguiente tiro. La abuela salía casi siempre al segundo lanzamiento y, por lo regular, nos daba tres llamadas de atención, un total de seis tiros antes de perder la pelota en las alturas de un closet. Ganaba el que lograra más tiros y no he conocido en mi vida una competencia más reñida como aquella que tenía con mi primo Alejandro por la caída del tirol cegador.
Ya no sé en qué día vamos de la cuarentena por el covid-19 y la sensación de domingo perpetuo ha provocado que cada vez pase más tiempo recostado en mi cama viendo el techo. Sin embargo, esta tarde ha sido especial porque he descubierto que los pequeños montículos de tirol que tiene la parte alta de mi cuarto forman algunas figuras. He logrado descubrir un murciélago que parece brasier, unos cuantos caracoles, un fuerte inquebrantable hecho de almohadas, una tremenda cantidad de bayas rojas y, lo más sorprendente; se ha soltado un exquisito aroma a la comida de mi abuela. Tras varias horas de encontrar figuras en el techo, he tomado la pelota y la he lanzado tantas veces que estoy seguro de haber roto algún récord mundial.