Distrito de Chamberí, Madrid: Día Cero

Hoy no sales a la calle: entras en ella. Es dos de mayo y cuesta imaginar que después de 52 días tu destino no sea el supermercado, no sea la farmacia, no sea la frutería de Fidel. Cuesta imaginar, de hecho, que hoy no necesites un sitio objetivo para argumentar tu bocanada de aire puro por si un policía te pilla despistada en medio de la calle sin una bolsa del súper con la que explicarte. Hoy empieza la desescalada y, de 20 a 23 horas, puedes pasear por pasear. Ese lujo.

La primavera que no pudo ser está siendo bastante atípica en Madrid, no solo por la inexistencia de terrazas, y de chotis, y de besos guarros a la salida de las discotecas. Está siendo atípica también porque entre el 15 de marzo y el 23 de abril, España, esa península al norte de Marruecos que inyecta vitamina D en las pieles blanquitas, pieles rositas de alemanes e ingleses, fue el país de Europa con menos horas de sol. Te gusta pensar que el cielo de Madrid, tan venerado por ser tan azul a pesar de la boina de dióxido de carbono que lleva siempre puesta, se alió con vosotros, madrileños de Madrid o madrileños de acogida, para que no echéis tanto de menos, digamos, la idea de vivir.

Hoy entras en la calle y por tu acera, que pisas con tiento y consciente de cada paso, tres vecinos pasean guardando bien las distancias. Dos de ellos te saludan con la timidez propia de no tener un balcón de por medio que implante seguridad; el tercero te ignora: ha vuelto al humor pre pandemia, cuando nadie en Madrid conocía a su vecino ni lo hubiera identificado nunca en una rueda de reconocimiento a punta de pistola. Avanzas. Bajas Alonso Cano y te topas con dos zarigüeyas. Reconoces de inmediato en las caras de las zarigüeyas las caras de Eugenio y Mari Carmen, vecinos del Bloque Siete. Van cabizbajos, pero van. Se saben zarigüeyas, pero van. Conservan la alianza de casados, solo que ahora la llevan de brazalete y sus brazaletes se chocan porque llevan las manos entrelazadas y hacen un ruidito metálico mitad simpático, mitad siniestro. La situación te impresiona un poco y decides chequear Wikipedia rezando para que ningún coronavirus se quede pegado a la pantalla de tu móvil, al parecer cobijo de preferencia para este virus infernal. Lees: “las zarigüeyas son un mamífero marsupial…” Bla bla blá “…Pasan las horas de luz solar refugiadas en cavidades entre las rocas, en el interior de troncos huecos, al amparo de arbustos o material vegetal muerto e incluso en el interior de madrigueras, en muchas ocasiones excavadas por ellos mismos”. Ya lo entiendes. Te cuadra lo de las madrigueras. 52 días no pasan en balde. Eh, Mari Carmen; eh, Eugenio. Tragas saliva antes de seguir caminando y guardas el móvil, que cuanto menos tiempo fuera, mejor. La escena se te queda grabada en el cogote y solo esperas no convertirte tú también en zarigüeya después de todo. En comadreja, vale. En mono araña, vale. Pero en zarigüeya no, por favor. En zarigüeya no.

Al girar la esquina, un mundo nuevo cuyo creador podría llamarse Christopher, de apellido Nolan, se despliega ante ti. Lo aceptas como llega. Después de 52 días encerrada viendo dinosaurios bajando a tirar la basura, hombrecitos paseando cabras, abuelas aguardando a la puerta de su casa “porque estoy esperando a mi nieta para pasarle el speed que llevo debajo de la falda, señor policía”, ya no necesitas frotarte los ojos cuando tu cabeza emite señales de “estás soñando, estás soñando, estás soñando”. Desde el 12 de marzo ya nada es un sueño, no estás soñando, no estás soñando. Y lo que ves, de cualquier modo, te gusta. Ves que la calle Santa Engracia, espina dorsal del distrito de Chamberí, se ha convertido estos meses en un vergel de sóforas y abedules. De repente, todo es de colores. Petirrojos y agapornis comparten espacio con ardillas y comadrejas. En los quicios de la ventanas, los gatos que hacen malabares son ahora monteses. Comparten estos gatos espacio con linces ibéricos que esperas que no se coman a Eugenio y Mari Carmen cuando los vean tan apetitosos con su barriguita humana embutida en un cuerpecito de zarigüeya. Mucha suerte, vecinos, susurras esperando que un ser superior se apiade de sus almas y sus barriguitas apetitosas. Al fondo, una familia de quetzales recién llegada de México conversa con un búho. La madre de familia pregunta al búho dónde pueden encontrar aguacates salvajes para alimentar a sus crías. El búho le responde que, sintiéndolo mucho, Madrid se ha llenado de frambuesas, de grosellas, de zarzamoras; “pero justamente aguacates, no tenemos, señora quetzal”. “Puedes llamarme Guadalupe”, le contesta ella con acento lacandón mientras picotea un racimo de arándanos.

No todo es malo en la nueva normalidad después de todo, piensas mientras ves a un grupo de lagartijas dirigirse en fila india al estanque del parque de Canal. Se nos viene crisis, se nos viene distancia social sin fecha de caducidad, se nos viene decir más veces test PCR que te quiero, Rosita, te quiero. Más allá de esto, recapacitas, está bien que al menos la naturaleza haya brotado libre y alegrado las calles y que un grupo de ranas hayan organizado una colecta de alimentos para abastecer a los animales domésticos que, con la crisis, muchos humanitos han echado de sus casas. “Todo con tal de que no nos coman a nosotras”, le dice una rana a otra mientras ordenan los víveres en un recodo de lo que antes era una acera.

De pronto, un fuerte golpe de aire brotado de la nada te tira al suelo. Ha sido un pterodáctilo con el batir de sus alas. La caída ha sido brusca, por inesperada, pero no te haces ni un rasguño porque el asfalto ya no existe o está oculto bajo el musgo acolchado que se ha apoderado de la calle Bravo Murillo. Desde esta perspectiva, más propia de una hormiga león, distingues un micromundo plagado de duendes, plagado de gnomos, plagado de hadas. Trabajan a destajo almacenando plantas, bayas, flores. Las trituran y las mezclan y las untan y las prueban y vuelven a triturarlas y a mezclarlas y a untarlas y a probarlas. 

“Estamos llevando a cabo nuestra propia investigación para encontrar una vacuna”, te explica un duende mientras se sienta frente a ti, sobre un pedrusco. Incapaz de responderle nada más allá de “gracias por la información, duende”, observas al levantarte que el parque de Canal ha borrado sus fronteras. ¿Vallas? Para qué. El horizonte lo desbordan las astas de tres ciervos robustos como robles, robles bajo los que sus crías descansan. En medio de la escena, un escalofrío te parte en dos y te recuerda que existes. Te miras las manos, las escudriñas más bien, y estimas al ver unas cuantas plumas apoderarse de tus dedos que en quince minutos podrás volar. Te acuerdas de la mala pata de Eugenio y Mari Carmen, pobres zarigüeyas. Tú has tenido buena suerte al fin y al cabo. Christopher, cualquier animal menos una zarigüeya.

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