La “cuchillada de borrego” era inconfundible.
No sólo eso: el resto del método empleado por el asesino recordaba a los crímenes ocurridos veinte años atrás: una prostituta anciana con la cabeza casi desprendida, cuyo cadáver apareció en la calzada de la Villa de Guadalupe, a orillas del Río Consulado. No fue la policía la que se percató de las similitudes, sino un reporter del diario El Imparcial, una pluma anónima que el 28 de mayo de 1908 alertó a las autoridades y alarmó a la ciudad con el siguiente encabezado: “¿Vuelven los tiempos del Chalequero?” En teoría, eso parecía imposible, pues Francisco Guerrero, el zapatero que en 1888 mató a varias mujeres en Peralvillo estaba encerrado en el castillo de San Juan de Ulúa, donde debería seguir hundido, entre la humedad, la malaria y demás condiciones insalubres que reinaban en el legendario presidio. Y si no era él, tendría que ser un imitador, pues copiaba al pie de la letra el sello del temible “Barba Azul mexicano”.
La cacería inició entonces para la policía y la prensa.
Días más tarde, el periódico El Popular se acercaba a la verdad, tras entrevistar al Inspector General de Policía: “Reflexionó que muy bien podría ser precisamente el Chalequero el autor del crimen y esta sospecha se acrecentó cuando fue informado de que el asesino en cuestión había salido en libertad hace dos años”.
Las pesquisas se redoblaron. Francisco Guerrero fue localizado en una vecindad de la colonia Valle Gómez. Al principio dijo que su nombre era José Luis Prida; sin embargo, los agentes de la policía secreta contaban con un elemento a su favor: un retrato del asesino, que sacaron de los archivos. El Chalequero fue detenido, enjuiciado y condenado al paredón por segunda vez en su vida. En 1888 se había salvado porque, de manera inexplicable, Porfirio Díaz le condonó la pena por el encierro en San Juan de Ulúa. En esta ocasión, parecía que nada lo libraría de las balas.
La prensa de la época le dio gran cobertura al suceso. Guerrero era una celebridad desde hacía dos décadas. Había corridos en su honor e incluso José Guadalupe Posada realizó grabados recreando sus crímenes. En particular, El Imparcial, considerado el primer diario moderno de México, explotó el morbo que despertaba el personaje, y se dio vuelo en sus páginas con información detallada y escabrosa de sus delitos, dando nacimiento a lo que hoy conocemos como “nota roja”. Las noticias sobre el Chalequero se multiplicaban junto a anuncios como “el Específico del Doctor Hershey” (“cura el alcoholismo en pocos días, fácil de administrar sin que se sepa”), “el Jabón Kuro-Barros”, y “las Píldoras Nacionales contra calenturas”.
La reputación del primer asesino serial famoso de México se consolidaba junto con el desarrollo de la nueva prensa.
Su huella era indeleble, pues en 1888 había matado cerca de una decena de prostitutas, tomando como territorio el camino de la Villa de Guadalupe, entre el Río Consulado y la garita de Peralvillo. Ya desde entonces, la prensa se regodeaba en las cuestiones más siniestras del caso, con una prosa mezcla de periodismo y novela de folletín.
En El Diario del Hogar del 2 de agosto de 1888 se leía:
El Chalequero llevaba vivas a sus víctimas a lugares desiertos, extramuros de la ciudad, amenazándolas con tranchete filosísimo en mano, y allí, en el momento supremo del placer, les arrancaba la vida, gozando y gozando hasta el espasmo con las convulsiones de la muerte que las sentía, enlazando, estrechamente sus brazos y muslos entre los de su víctima.
Habría que imaginar la Ciudad de México en ese entonces. Como han descrito algunos cronistas del Porfiriato, era un muladar, la “máxima cloaca del país”: mal iluminada por farolas de gas —las cucarachas revoloteaban en torno a la flama—, con calles fangosas y polvorientas; rodeada de potreros, y atravesada por sonidos que ahora parecerían insólitos, como el tortuoso avance de las ruedas de los carruajes o el tintineo de los cascabeles de las mulas que arrastraban los tranvías.
En sus memorias, tituladas Panorama mexicano, Ciro B. Ceballos la describe como una ciudad “triste”:
Era una población cenicienta, de cuadradas casas viejas, mal empedrada en las calles donde empedrado había, sin limpieza alguna, maloliente, insalubre de todo punto, a las veces silenciosa como si deshabitada estuviese.
Y si la ciudad presentaba esa cara, más escalofriantes resultaban las “afueras”, los barrios bajos donde se hacinaba el populacho, como la Bolsa o Peralvillo: lodazales en los que se alzaban antros, los jacales de las prostitutas, casuchas y vecindades ruinosas habitadas por “bandidos y léperos”.
Las pulquerías eran frecuentadas por una fauna variopinta: indios, matones, músicos, cantantes, tahúres; era habitual que las borracheras acabaran en pleitos donde brillaban las navajas y salpicaba la sangre. Las prostitutas acudían a ellas para beberse un “sangre de tigre” (curado de tuna) y para buscar clientes; el Chalequero hacía lo propio: embriagarse y localizar víctimas. En esos arrabales, Guerrero se movía como piraña en el agua; su lugar estaba al lado de los miserables y pendencieros, le gustaba descender a los sótanos de la ciudad, de lo humano, por eso su libro favorito era, según relató Carlos Roumagnac —pionero de la criminalística en México, y quien tuvo oportunidad de entrevistarlo— Los misterios de París, de Eugenio Sue, donde se describen los bajos fondos parisinos.
Una vez que elegía a su víctima, generalmente una prostituta vieja y correosa, el Chalequero se la llevaba con algún pretexto a los tenebrosos márgenes del Río Consulado, donde no había alumbrado ni testigos. Ayudado por el reflejo de la luna en las pestilentes aguas, sometía sexualmente (a “chaleco”, una posible explicación a su mote) a la mujer, para luego sacar su cuchillo y degollarla hasta la tercera vértebra cervical —prácticamente una decapitación.
¿Quién era este hombre que mataba a sangre fría, y durante mucho tiempo con impunidad? Las imágenes de la época, incluidas algunas fotografías, lo muestran como un sujeto de mirada penetrante, bigote poblado, frente amplia, y vestir elegante: siempre de negro, y con chaleco —la otra explicación a su apodo—. Una prostituta que lo miró de frente y sobrevivió para contarlo, dijo que sus ojos eran “oscuros como carbones”. Nació en Guadalajara y después se trasladó a la Ciudad de México, donde trabajó como zapatero. Estaba casado y tenía varios hijos. Desde niño, la sangre fue su compañía, pues trabajó en un rastro, lugar donde aprendió a degollar. Se declaraba católico, ferviente admirador de la Virgen de Guadalupe. Se describía a sí mismo de carácter dócil, aunque “de repente me hallo con genio macizo”.
Cada época tiene un asesino que la sintetiza. Sin duda, Guerrero enmarca de manera representativa al Porfiriato, pues comenzó a matar durante el auge de este régimen y murió en 1910, durante su ocaso. Pero no fueron las balas del pelotón de fusilamiento las que terminaron con su vida: este “matador de mujeres” burló por segunda ocasión al paredón. Falleció en el hospital Juárez —hemorragia cerebral, dicen unos, tuberculosis, otros— a los 58 años de edad.
Poco tiempo después, el 26 de noviembre de 1911, El Imparcial publicaba una nota sobre “Un crimen espantoso cometido por delincuentes precoces”, y lanzaba una inquietante pregunta: “¿Ha hecho escuela el Chalequero?” El mal no descansa; el naciente siglo XX vería correr mucha sangre a manos de asesinos tan o más famosos que Francisco Guerrero. A él le corresponde el dudoso honor de haber sido el primero en convertirse en leyenda.