Invade una exigencia del tiempo, un hacer constante entre el no hacer nada. Como si todo el sobrante se negara a detenerse.
Se han creado nuevas rutinas de cuatro paredes. Una cosa tras otra: ejercicio, tomar fotos, comer, escribir, editar, imaginar el cielo, escuchar el cielo, escribir sobre el cielo, la soledad y de todo aquello que queda muy a la distancia de nosotros.
Comer las frutas que no se pueden ir a escoger, analizar los sembradíos que nunca se han tocado, escuchar sobre los aumentos, las carencias, las preocupaciones.
Fotografiar las puertas, las ventanas, las camas vacías, los trastes sucios, el rayo de sol que se filtró sin querer por la ventana y que de forma desesperada busca cómo volver a salir.
Ejercitar las piernas, el cuello, el abdomen, la mente. Ejercitar la ansiedad de tirarte en el piso y sólo ver techo, cada día techo.
Editar fotos, videos, textos y en cada uno de ellos decir por qué es mejor el afuera que el adentro.
Hacer que el adentro se sienta mejor que el afuera, esforzarse porque parezca cierto.
Hacer.
Hacer.
Hacer.
Y cuando quede el momento de silencio y vacío, donde se siente la cabeza explotar, seguir haciendo o no. O escribir o no. O dibujar o no. O dormir aunque el sueño parezca lo más difícil de conseguir o no.
Seguir pensando o contemplando o detenerse o algo, lo que sea. Día a día, lo que sea hasta que llegue el momento en que se abran las puertas y podamos salir.