Fémina carnicería

Entro a un baño del que destacan mingitorios de acero y un picante olor a naftalina con orines. Mientras intento no salpicarme las manos, un hombre a mi costado me hace la plática. Dice que su nombre es Bernardo, pero que le puedo decir Bernie, pues estamos en confianza. “Soy Bernardo Esquinca. ¿Tú cómo te llamas?, ¿también eres escritor?”, me pregunta mientras seca sus manos bajo el cálido aire de una escandalosa máquina. 

El ruido hace que mi respuesta no sea nítida para él. “Yo no soy escritor”, le comento en corto, pero no alcanza a escucharme. Le repito mi respuesta dos o tres veces mientras me acomodo los calzones. “No, no. Yo no soy escritor, soy periodista”. Es evidente que Bernie no escuchó muy claramente, pero responde con un amable “muy bien”, antes de alzar su pulgar en señal de aprobación y emprender camino fuera del baño.

Afuera hay una sala circular enorme. Los ostentosos sillones están ocupados por personajes renombrados de la literatura mexicana. Reconozco a algunos de ellos: por un lado Rafael Perez-Gay, Leonardo Tarifeño y Carlos Martínez Rentería levantan ostentosos sus copas de vino tinto. Por otro lado J.M. Servín, Carlos Velázquez y Luigi Amara discuten acaloradamente sobre un partido de las Chivas rayadas del Guadalajara contra el Santos de Torreón Laguna. Al fondo distingo a Jorge Herralde y Sergio González Rodríguez. Ambos tratan de convencer a Juan Villoro de que el Necaxa es una basura. En otra de las esquinas, Taibo, Antonio Ortuño y Yuri Herrera tratan de deliberar en qué región del norte del país crece la mejor “sin semilla” mexicana. Por último, en uno de los pasillos observo que Enrique Krauze pone en práctica su mejor rutina de chistes y ocurrencias ante un inexpresivo Mauricio Bares.

“Qué locura. ¿Yo qué diablos hago aquí?”, me pregunto mientras busco algo para beber. 

La reunión está en su mejor momento. Pequeños frascos llenos de cocaína, con palitas de plata para su cómodo suministro, son repartidos entre los asistentes. Un impecable sistema de sonido emite música tropical; el audio es tan nítido que me dan ganas de llorar y bailar al mismo tiempo. Noto que hay cuatro barras repartidas por todo el cuarto, en donde se sirven sin recato cócteles, cerveza y toda clase de bebidas espirituosas. Pierdo el tiempo tratando de descifrar quiénes son todas las personas aquí reunidas y qué demonios hago yo en este lugar.

Aún desconcertado decido hacerme un espacio entre los asistentes. Me sirvo un mezcal y me siento junto a una hermosa mujer que platica con Guillermo Fadanelli. A ambos les digo “salud” con el caballito, cuyo contenido me sabe a gloria. Ella hace un gesto afable y toma delicadamente un encendedor dorado, muy sofisticado. Con el fuego enciende un joint enorme que presume es de sabor a mango y menta. El aroma del humo es hipnotizante. Fadanelli sonríe y no puede evitar probar aquel tentador cigarro. 

Ambos se envuelven en una nube de humo y charlan. Hablan de filosofía, literatura, poesía y otros tópicos interesantes, pero apenas perceptibles para mis oídos. Siento algo de envidia por lo cerca que están sus rostros mientras continúan la conversación. Imposible no perderse en los carnosos labios de esa morena mientras habla.

Tras sumergirme algunos instantes en la escena, regreso a observar el resto de la fiesta. Baile, comida, bebida y charlas de todo tipo continúan en la sala. Es la fiesta más chingona a la que he asistido en años.

Cuando mi mirada se vuelve a detener en la pareja que platica a mi lado, noto que la morena inserta uno a uno pequeños alfileres alrededor de la cabeza del escritor, al borde de su sombrero. Él parece estar cómodo con eso y no le doy importancia. “Debe ser acupuntura”, pienso. Continúa hablando mientras termina de colocar las diminutas estacas alrededor de la cabeza de Guillermo. 

Una vez que acaba su bizarra hazaña, reluce en su rostro una sonrisa apacible y dulce… perturbadora. Desprende cautelosamente el Fedora de su interlocutor, quien se mantiene inexpresivo, en total estado de hipnosis. Una vez retirado el sombrero, aparecen los sesos del escritor, mismos que son extraídos con tiento por la morena. Ya en sus manos, los trata con la delicadeza con la que una madre arrulla a su recién nacido y se levanta del sillón para darles un par de buenas mordidas. Camina meneando las caderas deliciosamente mientras se aleja. La sangre escurre por su barbilla cuando mastica. Aún puedo ver cómo palpita el cerebro de Fadanelli en las manos de esa hermosa muchacha. Estoy inmóvil. Impresionado.

Vuelvo en mí para darme cuenta que el resto de los sillones está atascado de mujeres igual de hermosas haciendo gangster shit con una parsimonia impactante. Los movimientos de todas son como ver un ballet en acción. Están matando a los escritores como si aquello fuera La bayadera. Estamos rodeados, indefensos.

De reojo veo un cuchillo cebollero saliendo de la caja toráxica de otro de los asistentes. Alguien más es degollado con un cutter gigante. Uno más está siendo ahorcado por la espalda con un cable de acero. Todas las asesinas son mujeres hermosas. Por fin me doy cuenta: estoy en una emboscada, las féminas han reunido a todos en este lugar para acabar con nuestras vidas en una matanza de intelectuales. De lo que soy testigo es de una carnicería sin precedentes. Debo salir de ahí a toda costa, pero el terror me tiene inmovilizado. ¿Cómo no lo vi venir? 

Agitado y sudando, como si hubiera corrido el maratón de la Ciudad de México en pleno verano, despierto repentinamente de mi pesadilla. Reconozco el techo de mi cuarto. Toco todo mi cuerpo. Me aseguro de que mis órganos sigan intactos. Confirmo que el charco de mi cama es de sudor y no de sangre. “Tranquilo, yo no soy escritor, soy periodista. Debo evitar los tacos de tripa después de la media noche”, digo en voz baja. 

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