Frikis around the secundaria

Frikis around the secundaria

Poco antes de mudarse a Estados Unidos, A. me convenció de cortarme la mano para hacer un pacto de sangre. No sé por qué se le clavó esa idea en la cabeza tan repentinamente. Abrió el cajón del escritorio, movió algunas cosas y finalmente sacó un abrecartas viejísimo (suerte que no nos dio gangrena). Cortó la palma de mi mano con total calma, como quien rebana una cebolla, y después se rajó la suya hasta que brotó un poco de sangre. Nos dimos la mano para cerrar el trato de nuestras vidas: ser amigos hasta el fin del mundo, en cualquier latitud, sin importar el huso horario que nos rigiera. 

A. y yo compartíamos manías y obsesiones. Sufríamos de las mismas carencias emocionales, así que tenía sentido que no quisiéramos vivir el uno sin el otro. Nuestras sangres mezcladas, pensé mientras sentía su mano caliente y sus dedos huesudos al momento del pacto, nos salvarían de la soledad una y otra vez. La soledad que antes de conocernos nos resultaba tan familiar. Pero, como buenos perdedores, no la armamos. Nunca nos volvimos a ver. 

Los frikis se reconocen entre ellos, pero los frikis adolescentes son otra cosa. Si no encuentran a uno o más de su calaña, se van deshojando como una revista vieja en un consultorio dental. Eso pasó conmigo y con A., dos rechazados que se encontraron en la gloriosa Greengates School para no hundirse en esa mierda llamada secundaria. 

Comíamos juntos, leíamos juntos en la biblioteca, montábamos coreografías de S Club 7, como buenos ñoñazos, y juntos recibíamos los putazos del bullying. A él lo hostigaban porque pensaban que era gay (suposición fortalecida por dos sucesos: cuando regresó con trencitas tras un viaje a Acapulco y cuando se hizo rayitos rosas en sus cabellos güeros) y porque parecía estar todo el tiempo en otro planeta. A mí me atacaban por mi sobrepeso, mi bigote, mi peinado de Betty la fea y por ser una matadita hecha y derecha.

Por si fuera poco, A. era epiléptico. Yo sospechaba que algo andaba mal con su cabeza cuando me dejó una nota en el casillero de la escuela: “Las pastillas me tienen como zombi. No quiero hablar con nadie. Aquí está tu regalo de cumpleaños”. Se refería a siete boletos del cine para una película del Cinépolis de Plaza Satélite que ya ni siquiera estaba en cartelera. Claro, se le había olvidado dármelos a tiempo por las pinches medicinas. Sentí un hueco en el estómago; por eso mi pobre A. estaba siempre tan apendejado. 

Frikis around the secundaria

Foto: Modo de Olhar

Su padre, un gringo demasiado serio y noble, el vivo retrato de Ned Flanders, y su mamá, una gringa que leía la mano y el tarot, estaban encantados con nuestra amistad. Tanto que a veces se olvidaban de recogerlo en mi casa los viernes, así que pasaban por él tardísimo. Nosotros aprovechábamos para perfeccionar pasos de baile. Sí, éramos outsiders pero bailábamos muy bien. Ganamos el tercer lugar de un concurso y hasta nos invitaron a participar en una coreografía grupal de “Rock around the clock”.

Qué curioso: fuera de la escuela, A. era un galanazo; mis amigas babeaban por él y era la pareja de baile más cotizada en las fiestas, pero dentro no era más que un bicho raro. Como yo. 

Cuando se fue, las cosas cambiaron por completo. Hablábamos ocasionalmente, aunque no tan seguido como prometimos. De pronto las llamadas eran más cortas y frías. Ya no había mucho qué compartir. Al parecer su escuela en Texas era mucho menos cruel que la que había dejado atrás, en la que yo me había quedado sola, otra vez. 

Un buen día me mandó un mensaje contundente y demoledor: no podía hablar más conmigo, quería olvidarse de todo su pasado en México y eso, inevitablemente, me incluía a mí. Tenía que seguir adelante conmigo o sin mí, y como en ese momento no estaba con él, no tenía sentido que me esperara, tal como habíamos pactado. Me desterró de su vida sin más y además rompió nuestro acuerdo. Desgraciado. Esa noche lloré hasta vomitar. 

Poco después experimenté un cuadro de ansiedad brutal. Tenía que tomar un menjurje para poder dormir y respiraba en una bolsa de papel cuando el pánico se volvía más intenso. Fuera del consultorio de la psicóloga de la escuela, yo era solo un ente en total desventaja, en riesgo permanente de caer en la melancolía profunda o la histeria. Yo era la zombi. Ahora sé que si A. se hubiera quedado, jamás habría pasado por ese desorden emocional y mental que una persona de 13 años no debería conocer. 

Hace un par de años, cuando lo volví a ver en redes sociales, enfundado en un traje del ejército de Estados Unidos, comprometido con su ahora esposo y con un canal de reseñas de libros con decenas de miles de reproducciones en YouTube, comprendí perfectamente que, como yo, tenía que dejar ir esos años de bromas crueles. Para él, toda la basura que nos echaron importaba más que los buenos momentos, la coreografía de S Club 7 y nuestras lecturas de Una serie de eventos desafortunados. Ahora entiendo que tenía que cerrarme la puerta en la cara para poder salir del clóset y empezar la vida que tanto le habría costado en un ambiente tan ojete como el nuestro.

Quería olvidarse de mí porque yo siempre representaría una época peor para él. No me gusta pensar si eso fue valiente o cobarde de su parte, pero lo que realmente importa es que durante el tiempo en que fuimos amigos, A. me salvó de volarme los sesos. Y yo a él.

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