Domingo nació en las entrañas del fuego. En el epicentro de las llamas que, según su mamá, no eran destructivas sino dadoras de vida. Ella solía decir que lo que sobrevivía se merecía un lugar en la tierra. Lo demás, sobraba. Era como una depuración.
Pero cuando Domingo fue apodado ‘El niño de fuego’ tras sobrevivir al primer gran incendio del pueblo, tampoco se desvivieron por desmentir lo que muchos dijeron: que él había nacido “de la tierra”.
El relato final, tras pasar por varias bocas, apuntó a que Domingo había quedado enterrado, respirando bajo el suelo como un superhumano, mientras las llamas consumían todo a su paso. Pero eso no era cierto, en realidad la mamá de Domingo lo había puesto a salvo, colocándolo dentro de un círculo de arena.
Solo ella recordaría eso y cómo minutos antes de la catástrofe, su casa empezó a retumbar con el sonido de tambores. Pam, pam, pam. Un sonido tan fuerte que la ensordeció por algunos segundos.
Pam, pam, pam. El piso se cimbró hasta derribar el altar de los santos. Una de esas velas cayó y encendió las telas con las que la familia de Domingo confeccionaba prendas.
Ella sabía que la vela había provocado todo, pero lo que nunca se explicó fue el sismo previo, pues el resto de la gente que vivía en esa casa no lo había sentido. En el pueblo tampoco. Entonces tomó eso como una señal divina: el temblor y la llamarada marcaban la formación de un destino.
Desde entonces y hasta el final de sus días, se calló y siguió con el cuento; su hijo, efectivamente, había sobrevivido por sí solo, impermeable al fuego, mientras todo lo demás quedó hecho cenizas.
“Un milagro”, dijo una vecina. “Un santo que vino a salvarnos”, sentenció otra cuando lo hallaron ileso.
Y desde entonces todos se encomendaron a él: un santo con muchos más defectos que virtudes.
Su infancia transcurrió entre visitas a la iglesia y falsos ritos en los que debía colocar sus manos en partes del cuerpo de extraños enfermos para “curarlos” y, otras veces, sanar a los drogadictos con su vaho cálido.
Cuando cumplió catorce, Domingo se aficionó por escupir flamas en el único semáforo que lograron inaugurar cerca de su casa.
A los diecisiete, ya era adicto a la gasolina, pues le hacía sentirse invencible.
A los diecinueve no dejaba de tomar aguardiente. Podía tragar galones entrenos: su garganta se cubrió de una costra inmensa que le impedía saborear el alcohol, pero el efecto era el mismo. Borracheras eternas llenas de melancolía, perdición y añoranza de años mejores.
Domingo siempre volvía a las hogueras. Se quemaba las yemas de los dedos con la estufa o el encendedor; los cabellos cuando estaba lo suficientemente largos; las pestañas. Otras más, armaba una pequeña fogata para caminar sobre ella. “Soy el hombre fuego”, gritaba. Los vecinos, en lugar de ayudarlo, solo atinaban a callarlo y mandarlo a dormir. “Cállese pinche borracho”.
Algunas noches, se incineraba el alma llorando y poniendo canciones de otras épocas, pensando en lo que nunca pudo ser.
A los veintiuno, su alcoholismo lo privó de ser bombero en la ciudad, pues, le dijeron, no daba la talla. Entonces la cosa se puso peor, su única virtud le había dado la espalda. Tampoco podía ser domador del fuego.
Tomaba, dormía, vomitaba. Y así sucesivamente.
Con los amores sucedía algo similar. No podía concretar la relación sexual si no había de por medio algo de calor. Una vela, una lámpara de alcohol.
Fue rechazado por casi todas las mujeres que accedieron a acostarse con él, una vez habían logrado torear el sentimiento de desprecio y lástima que inspiraba en casi todas las personas que conocía por más de un par de días.
Nadie lograba recordar que era el niño santo, a quien muchos le rezaron en aquel primer desastre.
Consciente de su mal augurio, decidió ponerle fin. Compró un poco de combustible y, tras una noche de locura, lo roció por el diminuto cuarto que habitaba y lo encendió con un cerillo.
Mientras su casa se incineraba, pensó en lo hermoso que era el sonido de las cosas al quemarse; ese chisporroteo incesante, esos aullidos silenciosos que no se callaban… nunca.
La madera, la tela y el plástico desprendían un olor verdaderamente delicioso. Cerró los ojos y se dejó consumir. O al menos eso pretendió.
Cuando reaccionó seguía ahí, íntegro, en medio de cenizas. Nunca supo si eso fue ‘el verdadero milagro’, pero se dio cuenta de que el fuego, como todo lo demás en su vida, nunca lo consumiría.
Su destino era vivir, presenciar su propia miseria y sentir, siempre, el calor de la tierra que, finalmente, era lo que le había traído a este maldito mundo.