La chiquita, misterios y secreciones de la primera cantina gay de Torreón

Collage: Cecilia Suárez / @cecileesu

And I don’t think I’m gonna find

Jesus Christ So I’d rather spend my cash on vice

The twelve steps” – Spiritualized

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La familia es un vicio hereditario. Mi papá repudiaba actitudes de su padre. Con los años las repitió, al volverse responsable de una familia. Yo desprecio ser como él. Desconozco la vida de ese joven boliviano que abandonó su país cuando empezó la dictadura militar del coronel Hugo Banzer, no por resistencia o protección, sino por no tener nada mejor que hacer. ¿Qué mejor destino para un vago que la ciudad de Nueva York a finales de los setenta? Ahí comenzó mi historia. No mi concepción biológica. Yo fui un error: el primogénito. Mi historia que inició cuando mi papá abandonó sus sueños de dedicarse a la música al conocer, en el restaurante de un hotel mientras trabajaba de lavaplatos, a un hermano de mi mamá y, con los años, a quien sería su esposa.

Se conocieron en Nueva York. Un amor latino en la metrópoli de la vanguardia. Acabaron casados en Torreón después de una breve estancia en el entonces DF. Todos los caminos inician y terminan en misterios.

¿Cómo nace un bar? ¿Su origen esclarece su presente? ¿Un bar se nutre y se marchita como una persona?

Me pregunto esto cuando platico con Carlos Alberto Rosas, nuevo administrador de La Chiquita, cantina tradicional de ambiente. Apenas lleva seis años y medio en el negocio, pero su relación con los dueños del edificio donde se ubica la cantina le ha permitido conocer los pormenores de una historia familiar que dio origen, en 1935, a la primera cantina gay de La Laguna.

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En 2010 pisé La Chiquita por primera vez. Era apenas un cuarto pequeño con un mingitorio en un pasillo estrechísimo junto a la rocola. Era una piquera que conservaba sus puertas clásicas de vaivén y su aire decadente del primer tercio del siglo veinte: oscura, una barra despellejada, un canal en el piso que funcionaba como escupidera y basurero, paredes cacarizas y rayadas, piso pegajoso, olía a una mezcla de sope, orina, cerveza y perfume pirata. Una cantina no admite mujeres. La fachada no exhibía ningún signo de ambiente gay. Era una pared de ladrillo sin la bandera del arcoíris. Los clientes eran machos jóvenes con apariencia de cholos y albañiles; otros homosexuales de ceja depilada, pantalón aputarrado y ademanes de evidente jotería; otros viejitos abogados, médicos, licenciados de traje que sostenían una cuba en una mano y el fierro de su efebo en la otra; vaqueros, hombres casados y travestis: desde los operados que ostentaban tetas y culos descomunales, prendas entalladas y luminosas, zapatos de tacón y pelucas largas; hasta los flacos en pata de gallo que parecían tener más hambre de un lonche de que de un macho.

A los pocos días supe que La Chiquita era un punto medular de la jotería en La Laguna. Un lugar que existió antes que cualquier Marcha por el Orgullo Gay, antes que los antros para la comunidad LGBT+ como el Bananas, el Eclipse o el PlayGrand, antes de La Rueda y del Isis. Pero no antes de la Zona de Tolerancia donde algunas cantinas permitieron que travestis ficharan y levantaran a sus hombres. Lo que provocó el resentimiento de las prostitutas. La Zona Roja desapareció en 1991 durante la administración de Carlos Román Cepeda. La prostitución femenina, masculina, homosexual y transexual se diseminó por el Centro Histórico de la ciudad y en colonias marginadas a las orillas como el poniente y el sur.

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Un bar se planea. Nunca es un error. Por eso un bar es mejor que un hijo. Aunque el bar termine en la quiebra.

Pero el amor transforma. Quizá una madre conservadora pueda amar a su hijo torcido con el mismo fervor que le prodiga a la Coca-Cola light. “Hijo —me cuenta Maricot sobre la primera vez que su mamá habló con él acerca de la preferencia sexual del hijo menor—, tengo que decirte esto, no puedo callarlo, tengo que hacerlo aunque no lo quieras escuchar: ¡tengo un hijo h o m o s e x u a l!”. No dijo gay, no dijo joto, no dijo puto, no dijo marica. Lo dijo con el tecnicismo que se le dedica a una enfermedad. Algo abominable. O un temor que debe ser nombrado para quitarle el velo de lo desconocido. Pasaron casi treinta años para que la mamá pudiera afirmar que su hijo no sería el macho que una madre mexicana anhela.

¿Cuántas historias de amor y desprecio intrafamiliar caben en un pasillo de cantina? ¿Y por qué el alcohol y la música subliman el horror de la vida en arrebatos de gozo, en esperanza, obstinación u olvido?

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Mezclight —mi alma gemela y sampetrina, quien en la carrera nos introdujo al mundo de las aguas locas con Tonayán— y yo les presentamos La Chiquita a Maricot y Gin Tonic cuando la cantina era todavía una piquera con rocola en la que sonaban Paulina Rubio, Belinda, Juan Gabriel, pop de moda y cumbión feroz, el sello de la Comarca Lagunera. Ahora aprovechan cualquier momento para chiquitear: aterrizan en La Chiquita saliendo del trabajo, le meten un billete de cien pesos a la rocola, piden cervezas y tequilas en una mesa para dos un martes. No son los únicos que lo hacen. Es frecuente encontrar trabajadores de la Zona Centro que al terminar la jornada empinan sus caguamas bajo las luces de arcoíris y neón.

Algo tiene La Chiquita que nos ata. Ochenta años de trayectoria en un reducto minúsculo que alberga una diversidad apabullante. Es común ver a nuevas camadas de jóvenes homosexuales a lado de los jotos de la vieja escuela o la tercera edad. Cholos delgados y chaparros que ponen cumbias rasposas para bailar con un travesti alto y voluptuoso con implantes de silicón o inyecciones de aceite vegetal —sustancia legal que ha provocado la muerte por sobredosis de varios hombres de la comunidad gay.

He pasado días con etiqueta indeleble en este lugar. El Día del Amor, el 14 de febrero de 2015, lo pasé aquí junto al narrador Jack Daniel’s. Mi cumpleaños número treinta lo celebré aquí, sin planearlo, con los abogados Kloster y Heineken. La única vez que vino Bloody Mary a Torreón bailamos canciones de Belinda con Gin Tonic, Maricot y su entonces novio Cabrito. He venido con amigos homofóbicos a quienes parece que les escurre una gota por el glande nomás de ver a las vestidas al mismo tiempo que se les frunce el ano; y con morras a quienes les llevo más de diez años, como la espectacular y fisicoculturista Niña de las Caguamas.

Una noche Gin Tonic insistió en que teníamos que bailar en La Chiquita. Admiro a esa jota calva que también conocí en la universidad. Habla como canta Margarita “la Diosa de la Cumbia” en “El hombre que yo amo“: con la palabra de mil hombres juntos. A veces me pregunto qué les he entregado a mis amigos además de vicios. Maricot secundó la propuesta. Yo esperaba un mensaje o una llamada de una dama para escaparme de la jotería y cobijarme con la piel de una mujer. Bebimos. En mi corazón solitario sonaba “El rogón de Los Cadetes de Linares. Gin Tonic me quitó el celular: “Nazul, esta noche no vas a ver a una mujer”, dijo, se levantó y me trajo a un travesti flaco, chaparro y con una melena güera y sebosa. “Baila”, ordenó. Sonó “Amore mío, de Thalía.

Para ese entonces La Chiquita ya no era una bodeguita oscura. Luces giratorias y de colores salpicaban la pista de baile improvisada entre las mesas; estaba un pasillo abierto a lado de la barra, que funcionaba como una diminuta sala tipo lounge; existía ya otra entrada, estaba ampliado el pequeño cuarto y se construyó un baño para las damas. Las dos puertas de entrada tenían colgadas cortinas con los colores del arcoíris; los mismos colores que ahora decoraban el techo. Las paredes lucían fotografías de Marilyn Monroe y Madonna. La Chiquita dejó de ser una guarida de hombres homosexuales para cobijar a lesbianas, a todos los integrantes de la comunidad gay y a heterosexuales. Lo que en su momento causó conflicto con la administración municipal porque la cantina estaba dada de alta como “un lugar para hombres”; cuando entraron las lesbianas los multaron, por lo que cambiaron su registro a “bar”.

Lo que me explicaron en el Centro Municipal de Negocios de Torreón parece herencia de una moral conservadora: “si usted va a abrir un lugar donde sólo entran hombres, tiene que registrarse como cantina; si va a abrir un lugar donde sólo venden alcohol y productos embolsados, tiene que registrarse como bar; si va a abrir un lugar donde venden alcohol y comida o usted les prepara botana a sus clientes, tiene que registrarse como restaurant-bar”. “¿Y si quiero meseras y dar comida sólo a caballeros?”, pregunté. “Restaurant-bar”, contestó la encargada de informes. “¿O sea que las cantinas de antes, donde dan botana, y que ahora entran mujeres ya no se llaman cantinas, sino restaurantes-bares?”. “Sí”, sentenció. Y pensé en el miedo mocho e irracional que le tenemos como sociedad a la palabra cantina. En la prensa les llaman centros de vicio. Somos simples animales con límites y lenguaje. 

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Si creías que La Chiquita debía su nombre a un retorcido oxímoron de cantina homosexual, estabas equivocado. La Chiquita debe su nombre a sus límites, a su origen minúsculo.

En 1930, en la esquina que forman la avenida Juárez y la calle Leona Vicario, construyeron un edificio de adobe y ladrillo de dos plantas que buscaba emular la arquitectura colonial —registros que se pueden apreciar en ventanas, balcones, herrería y puertas—, pero Torreón nació como una ciudad porfirista con intenciones cosmopolitas, los rasgos coloniales se mezclaban con otros estilos arquitectónicos de moda o de influencias que recibían los maestros constructores. Ese edificio funcionaba como una casa y una vinatería y expendio con su bodega. Hoy, por la Juárez, en la fachada del expendio se anuncia la cerveza Corona extra con su típico color azul, blanco y dorado. Pero por la Leona Vicario es posible ver, sobre la marquesina que bautiza al bar, el antiguo nombre en la pared carcomida por el sol y los terregales durante más de ochenta años: Bodegas del Norte. En 2015 esa pared la cubría pintura rosa. Las remodelaciones que la actual administración realiza incluyeron quitar la pintura y devolverle el aspecto original —los administradores de La Chiquita aseguran que la construcción es parte del patrimonio cultural de la ciudad, aunque el ayuntamiento no maneje leyes claras que orienten al respecto—; es por eso que apenas se asoman, como sobrevivientes del primer tercio del siglo XX, esas letras mayúsculas de la vinatería que inaugurara el señor Pedro L. Vargas.

El expendio despachaba bebidas embotelladas, tequila, mezcal y sotol a granel. Algunos clientes se quedaban a echarse un trago y luego se iban. Los clientes aumentaron. Pedro L. Vargas abrió el cuarto trasero del expendio para los consumidores. La Chiquita empezó siendo un cuarto pequeño que funcionaba como bodega del “Expendio de bebidas alcohólicas por botella” —como señala el permiso expedido por el ayuntamiento de Torreón de 1954, enmarcado en una pared frente al mostrador del expendio, junto a fotografías del edificio antes de que las empresas cerveceras homogeneizaran los establecimientos del mismo giro—, de ahí viene el mote de La Chiquita, por tratarse de un cuarto donde apenas había una barra improvisada, un par de mesas y un mingitorio de aluminio en el fondo a la vista de todos.

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Mi tía Flor de Caña aseguró que prefería que uno de sus hermanos muriera a que fuera homosexual. Mi tía es una señora católica, tiene casi setenta años y se niega a ver que a un hermano menor de poco más de sesenta años le gustan los hombres.

Me pregunto cuántas familias viven así. ¿Qué provocaría que después de 1935 “la Madame”, hermano homosexual de Pedro L. Vargas, se hiciera cargo de La Chiquita y la transformara de simple cantina para caballeros en un punto de encuentro de hombres que gozaban los dones de otros hombres? El silencio en torno a “la Madame” lo convierte en figura mítica, en pionero de la trasgresión: en el primer tercio del siglo XX era inaceptable que un macho mexicano se vistiera con prendas femeninas. Y que se pavoneara en el interior de ese pequeño tugurio propiedad de su familia. Para entonces Torreón tenía casi treinta años como ciudad, ostentaba un crecimiento enloquecido, migrantes de diversos estados de México y de países como Estados Unidos, España, China, Francia, Alemania, Líbano, Grecia llegaban a trabajar y a invertir en una ciudad joven y próspera. Torreón contaba con bancos de capital internacional, edificios que mostraban el sincretismo cultural: construcciones erigidas bajo la influencia arabesca que inmigrantes españoles encargaron a maestros constructores —como al saltillense Cesáreo Lumbreras, uno de los constructores más importantes de inicios de la ciudad, quien edificó la “Casa Morisca” o “La Alhambra” en 1930 en la esquina de la calzada Colón y avenida Abasolo, el inmueble se volvió emblema local, incluso aparecía en las postales de los años cuarenta y cincuenta; fue demolida ilegalmente una noche de 1981— para emular a la Alhambra española, también edificios estilo art déco y  modernistas.

En una sola cuadra de 84.73 metros de largo del primer cuadro se pueden observar diversos estilos arquitectónicos de diferentes épocas de la ciudad: finales del siglo XIX, principios del XX y el primer tercio de un Torreón que había sobrevivido a la Revolución. Y sin embargo no había banquetas ni pavimento —todavía hay banquetas en la Zona Centro que tienen la firma de Cesáreo Lumbreras o de otros constructores que se encargaron de poner las primeras planchas de concreto sobre el polvo—. Era 1935, mexicanos y extranjeros caminaban sobre terregal salvaje. Existía una cantina de ambiente homosexual cuando la palabra gay no brotaba de labios nacionales. Y todavía no había ni una banqueta para caminar.

El corazón de Torreón creció a un ritmo salvaje.

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Torreón es una ciudad con 111 años que ha sobrevivido a guerras. La Revolución de 1910. La guerra contra el narcotráfico a principios del siglo XXI. Algo, algo más que vidas se ha perdido con los años.

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Soy de los hombres que en Torreón han sobrevivido la adolescencia sin la mamada de un travesti.

No hay estadísticas. Pero no es gratuito que el mote de la ciudad sea Putorreón.

Somos unos simples animales con límites y lenguaje que gozamos los dones del alcohol y el deseo. O simples prisioneros de miedos, ansiedades.

Es común encontrar cualquier cantina del Centro con obreros hasta la madre que le tiran el pedo a los travestis o que son agandallados por un joto avispado.

He perdido celulares, tarjetas, efectivo, horas, saliva, semen y la dignidad en manos de un travesti. Pero nunca ilusiones, nunca.

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“Amore mío/ en tres palabras quítame el frío”.

No veo a Gin Tonic ni a Maricot. Pero sé que no me han abandonado. Sé que observan cuando el joto de cabello teñido me pregunta si vengo seguido a La Chiquita, que le gusto, que no lo suelte, y después me besa el cuello y me agarra la entrepierna sobre los jeans. Uno es un hombre. Es decir, un pendejo, una bestia, un irracional. Por eso el travesti encuentra una erección que aprieta con sus manos de chaparro desnutrido. Me separo para ver que el pantalón de mi travesti está a media nalga y deja al descubierto una tanga delicada o correosa —la danza estroboscópica de colores que giran como luciérnagas en torno a nosotros me impide diferenciar un trozo de seda de un pedazo de cuero—. Ignoro si todavía suena Thalía cuando me besa. Un beso siempre enmudece.

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Gin Tonic y Maricot asienten como cómplices. “Nazul —dicen al unísono—, al fin estás del otro lado”. “No soy puto”, argumento una típica defensa de mayate. “No, nomás necesitas que te vuelen para que estés ahí”, dice Maricot. Gin Tonic es secuestrado por los besos de un joto que, lo sabremos después en el departamento del mismo Gin Tonic, canta horrible y llora porque su mamá está enferma de cáncer; pero ese no es motivo, desde mi punto de vista, para atracar con Cabrito, el novio de Maricot, en la misma sala donde bebemos. Ésas son puterías.

Siento la barbilla rasposa. El travesti insiste en irse conmigo o en que le pase mi celular. “¿Y por qué —regaño a Gin Tonic—, por qué tuviste que traerme al travelo más horrible de La Chiquita?”. “Ya sé —dice Maricot—, las demás vestidas de la barra estaban bufándose de ti por atracar con ese adefesio”. Dos travestis altos, piernudos, entaconados y con pelazo juzgaron mi desfiguro con el joto horrendo, pues, según ellas, habiendo vestidas de calidad —como ellas— me iba con la desnutrida robacelulares y robacarteras; “cuida a tu amigo”, le dijeron a Maricot. Ovidio lo advirtió hace más de dos mil años en El arte de amar: “No creas demasiado en la luz engañosa de las lámparas; la noche y el vino extravían el juicio sobre la belleza”. 

Escupo cuando salimos de la cantina a dos cuadras de la Presidencia municipal. Necesito un trago. Thalía palpita en mi cabeza todavía. Pienso en que debo dejar de beber.

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La Chiquita es un bar que se ha convertido en punto indiscutible del ambiente gay de La Laguna. La administración participa en la organización de la Marcha del Orgullo Gay, actividades para fomentar el respeto, la tolerancia; indagar en la identidad de la comunidad LGBT+; asimismo funciona como un punto de encuentro, apertura y tolerancia.

Por eso Carlos Alberto Rosas no entiende cuando un cliente le insiste por redes sociales en que por favor prohíba, aunque sea un día, la entrada a las vestidas. “Es que —argumenta el cliente— nos quitan a los hombres, uno se quiere llevar a un macho, pero con las vestidas no se puede, nos ganan el mandado”. “Bueno —dice Carlos—, quien viene por una vestida, se va a llevar a una vestida, quien viene por un hombre, se va con un hombre; no le puedo prohibir la entrada a nadie; es una lástima ser feo —me muestra su celular donde veo al hombre que mandó—, tal vez una noche le puedo ofrecer una promoción a él y a sus amigos, pero nada más”. Lo entiendo. Resultaría paradójico que un lugar que aboga por la diversidad y la tolerancia prohibiera la entrada a alguien de la misma comunidad.

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Levanto mi vaso de cerveza como si levantara una oreja encontrada en el campo como el protagonista de la película Blue velvet: un trago cualquiera puede precipitarnos a lo desconocido.

La Chiquita no es una cantina de escándalo y decadencia. Tampoco un idilio de armonía rosa. Para una ciudad pequeña y con poca oferta para la amplia diversidad de la minoría gay, La Chiquita se ha vuelto el epicentro de una intensa actividad de intercambios sexuales.

El mingitorio es como cualquier bufé. Siempre hay alguien que mira el paquete ajeno con avidez. No falta quien te quiere tocar o sacar plática o invitar un trago. Agradezco los cumplidos y rechazo la invitación. En una ocasión acudí con Gin Tonic, un día antes de visitar a Bloody Mary en Saltillo, y pusimos rock alternativo de los noventa en la rocola: desde Stone Temple Pilots, Radiohead, Smashing Pumpkins hasta Portishead; en el baño me abordó un gordito de cabello largo que, me confesó, le fascinó escuchar esa música en ese lugar que privilegia el single fácil y comercial; intentó tocarme mientras yo echaba un chisguete de orines; lo normal.

De no ser por amigos como Kloster desconocería lo que sucede en cuanto el protagonista ingenuo persigue el misterio que desencadena la oreja solitaria. En este caso una verga o una colita. Cuando lo conocí, Heineken me advirtió que Kloster me caería muy bien porque también era un alcohólico como yo; ellos estudiaron Leyes juntos.

Kloster no tiene reservas para contarme los encuentros sexuales que ha tenido gracias a páginas de internet, redes sociales, aplicaciones de celular, los dos o tres antros gay de Torreón, cantinas, supermercados y caminatas en la avenida Morelos. Algunas de esas ocasiones yo lo acompañaba hasta que el macho se lo llevaba —una vez nos topamos a su novio de 69 años en La Chiquita con otro hombre; oh, Torreón, qué pequeño eres y más pequeño para una minoría—. Torreón, desde sus inicios, ha sido una ciudad de paso; “es frecuente encontrar muchos hombres casados —me dice Kloster— que vienen por negocios y terminan encamados con jóvenes”, como él. Me manda fotos y me muestra videos en los que varones devoran el miembro de mi amigo o son sodomizados. Algunos de sus encuentros podrían catalogarse como prostitución. No importa la etiqueta, lo que importa es que la vida sexual fluye por corrientes subterráneas potentes; encuentra su cauce en, o gracias a, una sociedad conservadora y predominantemente católica.

Miro a las vestidas y recuerdo las conversaciones que Kloster ha sostenido con algunas de ellas que mencionan a un tal Diego, maestro feminizador de putitos, y los videos de enemas, juguetes y relaciones sexuales entre travestis. Me llama la atención el verbo que utilizan: f e m i n i z a r. Lo digo a cuenta gotas como las esferas anales que brotan del putito feminizado.

Bebo de manera salvaje e insaciable. Me pregunto si podría perderme, como otros hombres a quienes el alcohol invita a traspasar fronteras o a encarnar sus mañas o a calarse, en el silicón de un travesti, en su piel de sudor y brillantina, en su pelazo de fantasía, en su ano depilado y castigado con un enema de yogur, en su boca masculina que succionaría mis testículos y glande hasta exprimir un chorro espeso de mecos dementes.

“Me gusta esta morra —dice una tarde Jack Daniel’s y me muestra una fotografía en su celular—, está tan flaca que parece travesti, sólo le falta la pipí”. Asiento con la cabeza. “Ya me aburrí de la vagina —continúa—, ya no me dice nada una vagina; cógete a un travesti, mayate, cógete a un hombre —insiste Jack Daniel’s mientras bebemos—, hasta que no te lo cojas no podrás escribir tu mejor libro.

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Pienso en dejar de beber.

Un beso con lengua y barba y un culo como llama insaciable y efímera me obligan a pensar.

Camino por el Centro de Torreón y me encuentro una cantina en cada cuadra. A veces dos. Existen más de nueve mil establecimientos en el padrón de alcoholes del municipio para casi dos mil kilómetros cuadrados de ciudad y sus localidades. Tantos lugares, tantas promociones para guarecerse del sol, de la familia y de la misma ciudad que se cae a pedazos.

Pienso en dejar de beber. Pero recuerdo, como escribió el general Francisco L. Urquizo en su novela Fui soldado de levita de esos de caballería: “Siempre fue Torreón una ciudad de juerga desde los tiempos de las bonanzas algodoneras en que el dinero corría a manos llenas; con mucha más razón lo era con las tropas federales o revolucionarias que entraban y salían de aquella pieza”.

Quién soy yo para poner fin a una tradición alcohólica de una joven ciudad recientemente centenaria.

Hay que volver a los vicios que nos dieron fama.

*Esta crónica forma parte del volumen Cantinas que merecen ser amadas y personas que no (Producciones El Salario del Miedo, 2019).

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