confesiones de un ladrón subterráneo
Foto: Agostino Toselli

Breve instructivo del ladrón subterráneo

Debo confesarlo. Soy un ladrón subterráneo. Uno compulsivo. No puedo parar. Soy un cleptómano. Robo sin conciencia ni intención. No lo hago adrede, pero lo hago a todas horas. Por las mañanas, por las tardes, por las noches; robo sentado y al caminar; robo distraído, lo mismo en ayunas que bien comido, en la biblioteca, en el autobús o en mis sueños —pero no sé si eso cuente—. El caso es que no puedo dejar de hacerlo. Yo robo.

En particular, sin embargo, me gusta robar en el Metro. Ahí es donde más lo hago. Cuento los segundos antes de poder bajar a los túneles y sumergirme en las entrañas de la ciudad para ir de un lugar a otro. Y de paso, robar.  Confieso también —ya que estoy en esto— que prefiero robarle a las lindas señoritas. Tiene cierto encanto quitarles eso que creen que les pertenece en su mismísima cara, en su malencarado rostro.

La técnica es relativamente sencilla, pero no cualquiera lo puede hacer con éxito; se necesitan años de práctica para perfeccionar este refinado arte. Yo aún soy un novato (otra confesión). Primero, apenas al entrar en un vagón, uno debe escoger a la víctima con total discreción. Una vez ubicada, es imprescindible encontrar la manera de colocarse cerca de ella, ya sea de pie o en un asiento.

Siempre es más emocionante acercarse sin saber de qué vamos a despojar a la víctima. La improvisación es el arte perdido que le otorga a esta enfermedad un nivel artístico sutil, pero generoso. La improvisación cubre al hurto con un manto tan seductor y provocativo como puede ser el jazz de John Coltrane o de Thelonious Monk, artistas conectados a un tiempo con el cielo y con la gente, que al tocar colgaban sus notas musicales de las nubes de Harlem con sus corchetes.

En este momento, tras ubicar a la víctima y reducir la distancia, hay que tomar una decisión importante para saber qué técnica se usará en la consecución del ilícito: colocarse de lado, de frente, por detrás o en posición sesgada (es decir, posición oblicua, para ponerlo en términos científicos), en relación con la víctima.

Foto: Rafael Carballo.

El verdadero arte está cuando se hace de frente. Exactamente en las narices, delante de los ojos de la linda señorita, había que decirlo. El robo por la espalda y el de posición oblicua son cosas de raterillo de poca monta. Un vulgar carterista. En esos hurtos uno puede ser pillado por otras personas, pero suelen guardar silencio para siempre. Acaso reprobarán el sucio acto del despojo con los ojos uno o dos segundos, antes de perder la mirada en otro sitio. El verdadero reto es correr el riesgo y encarar a la víctima.

Por su parte, el robo de lado es relativamente sencillo y, aunque se corre cierto riesgo de ser pillado, basta tener una vista aguda para superar el obstáculo. Es pan comido; como quitarle un dulce a un niño. Es como sorber un sorbete insípido.

Lo que vale, es ponerse de pie (o sentarse) delante de la víctima —¿dije que tengo preferencia por las lindas señoritas?— con los ojos a la misma altura para no tener ninguna ventaja. Hay que estar ahí, en el mismo lugar donde se posan los ojos de la linda señorita sin esfuerzo: ahí es donde se forjan las leyendas de la cleptomanía subterránea, del despojo, del hurto, del robo.

A mi me gusta tener puestos los audífonos porque la música te relaja. Tiene, además, cierta valía superior escuchar a los citados Coltrane o Monk. Quizá In a sentimental mood, Coltrane y Ellington; y para cerrar el círculo del robo perfecto y elegante, hay que hacerlo en el tren A, camino a Harlem.

Luego de haber escogido a la víctima y acercarse hasta establecer la posición delante de la linda señorita —y siempre con el objetivo de convertir un simple robo en arte—, hay que buscarle los ojos hasta que se topen los cuatro. Su par y el mío, el de uno. Ahí es, precisamente, donde se genera el peligro, cuando las miradas se enganchan, porque no es así de fácil como muchos creen.

Es necesario ponerle jiribilla a los ojos para que titilen; pero el centelleo debe ser moderado para captar la atención de las pupilas de la linda señorita. Si el tremor de los ojos propios es exagerado parecerá un caso de ambliopía y se perderá toda posibilidad de trabar las miradas y esa será la debacle del intento. Habrá entonces que buscar otra víctima y, a veces, dependiendo el momento del día, puede ser difícil encontrar otra linda señorita en el vagón.

El objetivo de que las miradas se enlacen es en realidad algo sencillo, pero fundamental: hay que distraer a la víctima. Con la mirada, ponerla nerviosa para que desvíe el rostro, para que su mirada busque refugio en la ventana, en otro pasajero, en el suelo, en el mapa de la ciudad con las líneas de colores que señalan las líneas del metro que dividen Manhattan. Los ojos de la linda señorita deben perderse en un anuncio, en lontananza, como si con ellos, con sus ojos, ella pudiese salir del carro, del túnel, para tomar algo de aire fresco en la superficie.

Después, es necesario repetir la acción dos o tres veces. Buscarle los ojos, engancharlos con el titileo, sumergirse en toda la profundidad de su iris para que el nerviosismo fuerce a la víctima a desviar la mirada cada vez más tiempo en busca de un poco de sosiego para su nerviosismo.

Entonces es cuando viene el ataque. A mí me gusta empezar robando la hora. Hay que buscarle la muñeca y con una mirada incisiva extirpar la hora de su reloj. Así nomás; rápido y limpio. Las ocho catorce de la noche. Con la práctica se va haciendo fácil ubicar las manecillas en el espacio para cruzar los ejes de acción sin perder el norte, y no leer un inexacto dieciocho para las tres. Práctica. Si uno ejecuta de manera correcta esta sustracción, ella, la víctima, la linda señorita, no se habrá percatado de nada, ni remotamente.

Los novatos suelen ser pillados cuando su mirada, cargada con la mercancía ajena, huye de la escena. El bandido avezado logra que el hurto pase totalmente desapercibido, evitando así un enfrentamiento, un agravio explícito de la víctima. Nadie debe enterarse. Es decir, ojos que no ven, corazón que no siente. Un robo inocuo, pero gratificante para uno, el ladrón. El ladrón subterráneo. 

Si el viaje a Harlem se prolonga y la linda señorita sigue sentada delante un hurto más sofisticado: palabras, por ejemplo. Hay que adentrarse en el libro que la víctima está leyendo —en ocasiones son revistas y no libros, pero sin duda es de mayor elegancia robar las palabras de un libro; T.S. Eliot, por ejemplo, sería un hermoso robo de guante blanco.

Foto: Rafael Carballo.

Lo que debe hacerse, es sumergir el ojo para pescar un sustantivo, un verbo y el escurridizo predicado, con objeto directo e indirecto. En la cabeza, como hace cualquier carterista, hay que limpiar el tesoro. Yo suelo deshacerme de todas las palabras salvo de los adjetivos: esos quizá puedan servirme después para empeñar o para invertir. Pero, seamos honestos, ¿para qué podría servir una triste preposición?

Ya con la hora y unas palabras uno podría darse por bien servido, pero qué sentido tiene dejar la hazaña empezada si no se va a cerrar con broche de oro. Claro que el siguiente nivel es sólo para especialistas. Los robos arriba mencionados se han hecho sin que la víctima se entere, distrayéndola con una miradilla titilante que, a pesar de su encanto, no deja de ser inofensiva, incluso aburrida por lo cándida. Ahora, el despojo será frente a la mirada de la linda señorita y el reto es salir ileso con el botín, sin disimulo ni subterfugios.

Sutil como un funámbulo; rápido como un malabarista; estético como un acróbata; osado como un trapecista, y tan serio como el trabajo de un payaso. Con los adjetivos robados aún revoloteando en la cabeza, el buen ladrón debe volver a buscar los ojos de la víctima y lograr fijarlos delante, con todo el peligro. En plan torero, citar de lejos y aguantar la embestida sin moverse, con serenidad, domeñando el temor que provoca el peligro inminente.

A pesar de la arremetida de la mirada punzante de la linda señorita, el ladrón de antología no debe separar su par de ojos, ni un solo momento, del par de ojos de la mujer. Y ahí, en sus narices, con la mirada titilante, hay que robarle una sonrisa a la víctima.

Con la hora, los adjetivos y la sonrisa en mi poder, envalentado, como si fuera yo un verdadero amo y señor de la cleptomanía, le quito una segunda sonrisa a la víctima. Y como la tercera es la vencida, cuando el vagón comienza a detenerse, sin que se hayan despegado nuestras miradas, la mía y la de la linda señorita, salgo del vagón al tiempo que me llevo la última sonrisa y me pierdo entre la gente del andén.

Dos o tres segundos después de que las miradas se desacloparon, ambos habremos seguido con nuestras vidas. Ella, recapacitando, saliendo del trance y entendiendo, hasta entonces, el ultraje que padeció y mientras el tren se pierde en el túnel —quizá bajo la 125, en el corazón de Harlem—  hará el recuento de lo perdido.

Yo, por mi parte, el gran ladrón, estaré ya en la calle, recibiendo el aire fresco en el rostro y saboreando el botín: la hora, unos adjetivos, una, dos, tres sonrisas y hasta el aliento de la linda señorita.

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