Luis Carlos Meyer, traficante de cumbias

Tus últimos días sólo poseen el ritmo despiadado de la melancolía. Nadie parece recordarte. Quienes lo hacen, creen que estás muerto desde hace mucho. A pesar de todas las desgracias y enfermedades que han pasado sobre ti en los recientes años, eres reconocible por la soberbia de tu piel negra. Tú, su majestad. La nostalgia y la tristeza flotan en tus acuosos ojos azules. El hombre que llenó ciudades enteras de ritmos, el Rey del Porro. Un jerarca que ahora sólo tiene como únicas pertenencias tres maletas repletas de discos que nadie valora, cartas personales, documentos viejos y partituras que no recuerda si se han grabado o no. Y recortes viejos de periódico.

Aquí en el Laconia Nursing Home del Bronx, hay un piano de cola. No puedes tocarlo, y lo que se nota en tus pupilas reventadas no es tristeza, sino coraje. ¿Cómo puede ser que tus manos ya no te obedezcan, que no tengan fuerza?

Aunque a veces miras a un punto indefinido del tiempo y del espacio, y lo haces durante periodos largos, todavía puedes recordar que tu madre nació en Martinica y se llamó Julia Castandet. A veces recuerdas el aroma de tu padre, pero siempre sabes que llegó de Trinidad y Tobago, cargando con su nombre: Isaac Meyer. Él era mecánico automotriz; tu madre vendía confeti. Tuviste dos hermanos más, un hombre y una mujer. También recuerdas claramente que naciste en Barranquilla, el 21 de septiembre de 1916.

Ahora estás obligado a vestir estas batas horribles que no dicen nada de ti. Las enfermeras, Elba Medina y Julia Gutiérrez, te han ayudado a vestirte. Hoy viene el periodista Javier Castaño, a quien ellas mismas contactaron para hablarle de ti. Tu vestir es sobrio, vas bien combinado, corbata, saco y sombrero. Como cuando salías a los mejores escenarios, el teatro Rex, el Hotel Regina, el Monteblanco, en el Covadonga Night Club. En Panamá, en Venezuela, La Habana, en la Ciudad de México, París, Miami, Los Ángeles, incluso en esta ciudad, Nueva York, en el Carnegie Hall con la Orquesta de Xavier Cugat y en Canadá. Cantabas: “Oye, Rosita, vente para acá; esta es la noche para parrandear. Que es noche buena para bailar. Que es noche buena para gozar. Sirvan el trago, no demoren más, que esta es la noche para parrandear”. Eres elegante e irreverente.

Era muy fácil que traficaras cumbias, porque la cumbia está en tu sangre. Nadie podrá quitártela. La cumbia y el porro. Por eso pudiste llegar con tu cargamento a Bogotá. Tu sueño era que toda Colombia bailara esos ritmos, no sólo la costa, también en la zona andina. Y llevaste tu sueño por todo el continente, y en donde mejor te fue, fue en la Ciudad de México.

Hoy deberías escuchar a los chilangos. Hay cumbias a todas horas y por todas partes; cumbias con techno, norteño y punk. Sobre todo en las zonas marginales, en los paraderos, en los mercados, en Tepito, pero también en los antros jípsters de la colonia Doctores, Satélite, en las calles de Tultitlán, Chalco, en las fiestas fresas de la Roma, la Condesa y Polanco, en la Meche y en el Mercado de Sonora, en Neza. El chilango es cumbia; marginal y festivo. Sin ti, Luis Carlos Meyer, esta ciudad sonaría a otra cosa.

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Es la década de los cuarenta y se graba cumbia por primera vez fuera de Colombia. Ocurre en la Ciudad de México. En adelante, el romance crecerá hasta superar la segunda década del siglo XXI. La de 1940 es una década en la que muchos aspectos de la cultura mexicana se definen o al menos comienzan a tomar forma.

1940, último año del sexenio de Lázaro Cárdenas. La Ciudad de México está aprendiendo a mezclar la vida indígena y campesina con la barbarie de lo cosmopolita. El ejército ha dejado de pertenecer al partido oficial y comienza a ser una secretaría de Estado. Este año también se funda la cooperativa Pascual. Además, el presidente Cárdenas promulga el Reglamento Federal de Toxicomanías, que ayuda a descriminalizar a los adictos, proveyéndolos de droga a un precio muy bajo. Una nota de la BBC dirá: “La morfina del gobierno se vendía a 3,20 pesos el gramo. En la calle, la misma cantidad de heroína costaba entre 45 y 50 pesos. Además estaba muy diluida con lactosa, carbonato de sodio y quinina. Un gramo puro probablemente costaba cerca de 500 pesos.”

Esta iniciativa se fundamenta en un artículo publicado en 1938, “El mito de la marihuana”, que aparece en Criminalia, una revista especializada en medicina. El texto viene firmado por el doctor Leopoldo Salazar Viniegra, un hombre que ha realizado estudios profundos con los cuales pretende acabar de una buena vez con los prejuicios que existen contra las drogas.

Su estrategia no sólo radica en que el Estado venda la droga a un precio que sea tan bajo que reviente a los dílers y los narcos; además existe un programa de reinserción social en el que se trata a los adictos como pacientes y no como delincuentes. Tratamiento, educación y apoyo psiquiátrico, son los pilares en los que fundamenta su teoría.

Salazar Viniegra es un gran defensor del uso de la mota, incluso le da a fumar a su colegas para acabar con los mitos que exageran los efectos. A sus colegas y hasta a su sobrino de 9 años. Considera que el alcohol es un agente más peligroso en nuestra sociedad que el cannabis. Está seguro que ni la criminalidad, la locura, las alucinaciones, o los delirios se encuentran ligados a la yerba. Las políticas que él busca injertar en la sociedad están basadas en conocimientos científicos, en su experiencia y sus observaciones, en el trabajo de otros colegas, y no en mitos y suposiciones. Sobre todo, Leopoldo mira con malicia y escruta los negocios negros que hay detrás de la prohibición.

El 17 de febrero de 1940 se publica en el Diario Oficial de la Federación la ley que promulga el Reglamento de Toxicomanías. Cinco meses después será suspendida. La versión oficial dirá que fue culpa de la guerra. La verdad es que se trata de un embargo a la exportación de todo tipo de fármacos y drogas. Se prohíbe la entrada de heroína, cocaína, morfina, por considerar que el uso que les da el gobierno mexicano no es médico ni científico. Para el gobierno gringo las drogas fomentan la criminalidad. Así lo dirá su doble discurso hasta el siglo XXI.

Para Salazar Viniegra existe una diferencia sustancial entre que la droga la venda un díler y que el médico te surta el material: “El traficante se la proporciona sin más limitación que las posibilidades de pago, y es su interés que el consumo sea lo más copioso. El médico, por el contrario, se la administra en la medida conveniente o necesaria para el paciente.” No sólo ve al adicto como víctima de los vendedores, sabe que también es abusado por la policía.

El primer dispensario que se abre es en la calle de Sevilla #33, que al principio recibe entre 200 y 500 pacientes al día. Son tres las formas en las que se clasifica a los enfermos: incipiente, innato e incurable. También existe un dispensario dentro de la cárcel de Lecumberri. Se dice que a Agustín Lara y otros consumidores de alta alcurnia, las dosis les llegan a las puertas de su casa, con todo y enfermera. En un país con 20 millones de habitantes, 10 mil eran adictos, 6 mil de ellos vivían en la Ciudad de México.

 

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Desde 1925, Salazar Viniegra comenzó a trabajar en la Castañeda. Venía regresando de haber cursado estudios de psiquiatría en España y Francia. Desde el inicio, su forma de trabajar resultaba inquietante para sus colegas. Para conocer mejor a los pacientes, con el propósito de fomentar un trato más humanitario, comía con ellos, los escuchaba, los invitaba a su casa, realizaba extensas guardias para avanzar en sus estudios. Salazar sabe y repite que la ignorancia es la principal precursora de la prohibición. Sesenta años antes de que Portugal despenalice todas las drogas, México lo hace. Aunque el sueño sólo dura unos cuantos días, hasta el 7 de junio de 1940.

Además de intentar regularizar las drogas, Leopoldo Salazar realiza estudios sobre epilepsia y criminalidad, funda una casa donde recibe a jóvenes que han delinquido. Es un proyecto de puertas abiertas. Durante los pocos meses que dura el romance de la ciudad y las drogas, el romance formal, los arrestos en la ciudad van a la baja y se libera a personas que estaban presas por consumir drogas.

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En 1941 Agustín Lara compone la canción “María Bonita”. La vida nocturna de la ciudad genera una amalgama en la que el capitalino se comienza a volver ciudadano del mundo. Todos quieren reventar. Se llena El Colonia, se atiborra Los Ángeles, El Salón México siempre está hasta la madre. En todos ellos orquestas de músicos mexicanos y cubanos hacen bailar al público al ritmo de mambo, son, rumbas, danzones y chachachá. La cumbia llega de la mano de Luis Carlos Meyer, pero acompañada de su hermano, el porro.

Manuel Perea León, el hombre detrás de Sonido Fascinación, asegura en una entrevista en YouTube que esta música fue más popular que la misma cumbia. Lo mismo sucede en Colombia, donde hay cumbias populares, pero el porro domina el gusto de la gente durante años. El porro, el mambo, el chachachá, el danzón, la gente no puede estar sin bailar.
Son años en los que en la Ciudad de México muchas colonias comienzan a surgir a partir de paracaidistas, personas que ocupan terrenos lejanos al centro de la ciudad. Al mismo tiempo comienza la era del consumismo, con productos industrializados que todos quieren poseer. En 1943 se cuentan, tan sólo en la Ciudad de México, cuatro mil cantinas, cuatro mil cabarets y doscientos prostíbulos. Eso también sugiere una amplia oferta clandestina, que no entra en el conteo oficial. En las calles hay marihuana, heroína, opio, cocaína, y su principal vendedora es una mujer: Lola la Chata.

luis carlos meyer cumbia

Lola es fea y atiende en la Merced. Su público los compone mayoritariamente el pueblo. Eso me lo confirma el maestro Gonzalo Martré una tarde en su casa. Lola tiene como frente un puesto de tacos de barbacoa. La especialidad es barbacoa con morfina. A ella le dedica Salazar Viniegra una carta abierta, en la que le deja claro que bien sabe que, dentro del negocio de las drogas, el papel de ella es muy bajo. Durante los cinco meses que dura el abasto de drogas por parte del Estado, hay más de mil pacientes que asisten a diario a los seis dispensarios. Se calcula que la legalización hace perder ocho mil pesos diarios a los vendedores y los adictos dicen sentirse agradecidos.

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A veces recuerdas cuando debutaste a los 17 años en la Chancleta de Barrio Abajo. Fue la primera noche que te pagaron por tocar, estabas en Barranquilla. A tu alrededor percibiste esa atmósfera inenarrable que poseen los sueños cumplidos: tú rodeado de otros músicos concentrados en tocar su instrumento. Frente a ustedes la gente bailaba. Tuviste la certeza de que la música te llevaría lejos. Esa noche sentiste en las tripas el miedo y el placer que sienten los que se lanzan al abismo. La noche suave, cálida, como gotas de sudor cayendo en medio de un escote floreado.

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La colonia Obrera es, acaso, el punto de reunión de los mejores salones de la Ciudad de México en la década de los cuarenta: La Burbuja, El Barba azul, El Quinto Patio, Balalaika, El Ratón, Mocambo, Club Habana, Savoy, El Adelita, el Babalú, Dragón Rojo, El Chinito, Las horas felices, Los Chocolates, el Eso, La Mucura, El Infierno, el Príncipe, Tahonys y el Caballo Loco, lugares repletos de prostitutas, artistas de medio pelo, homosexuales, travestis, cabareteras, del pueblo. Seguro, muchos de estos actores nocturnos viven en los hoteluchos de los alrededores. Comienza la efervescencia de la ciudad donde inicia el Eje Central, pero sobre todo revientan las luces y el entusiasmo en la Plaza Garibaldi, que de algún modo representa el borde de la ciudad, aunque no el fin. Seguro Tlatelolco tiene tugurios y antros que pocos se atreven a visitar.

 

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El 6 de marzo de 1942 tiene lugar la primera represión policíaca a un grupo de estudiantes en este país. Son estudiantes del Instituto Politécnico Nacional, que exigen validación de sus títulos profesionales de parte de la SEP. Al momento de llegar al encuentro de la calle de Madero con Palma los esperan un grupo de policías judiciales y bomberos. Hay seis muertos en total, entre ellos una mujer joven que cae a consecuencia de los golpes de un hacha de bomberos.

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Son las once con cincuenta y cinco minutos de la noche del 13 de mayo de 1942. Reinhard “Teddy” Suhren, al mando de un submarino U-564, ataca al Potrero de Llano, un buque petrolero mexicano que navegaba en las costas del Pacífico. Llamado así en honor de uno de los pozos petroleros más generosos de las costas veracruzanas. De los 35 hombres que van a bordo de la nave mexicana, 14 pierden la vida. Es el primer buque de seis que los alemanes hunden. Faja de Oro, Tuxpan, Las Choapas, Oaxaca y Amatlán serán los otros.

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Ahora estás cantando en la Atlántico Jazz Band, una de esas bandas que son consideradas de gente rica, y son exigentes para contratar. Pero tú, Luis Carlos Meyer, te quedas. Quizá estás al mando del piano, con los ojos cerrados, y tu natural elegancia de príncipe de la noche. Estas bandas, y Discos Fuentes, serán indispensables para que en la zona andina de Colombia se conozca la música de la costa. Hoy tocas en el Hotel San Roque, la vida es generosa contigo. Haces lo que quieres, lo que más te gusta, tienes mujeres distintas en tu cama a cada rato y cantas con una orquesta. La gente y tus compañeros te aplauden, te admiran, llevas dinero en la bolsa. ¿Qué más podrías pedir?

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Es 20 de febrero de 1943. Dionisio Pulido camina por sus maizales, va preparando la tierra. Son alrededor de las tres de la tarde en San Juan, un pueblo de Michoacán. Dionisio siente que a sus pies la tierra se sacude, como si se tratara de un animal, una bestia de dimensiones bíblicas que comienza a despertar. Gruñe.

La tierra se abre, escupe una cosa parecida al vapor, pero con ceniza. Sube el humo y ennegrece el cielo. Este hombre, Dionisio, dedicado al campo, cuyas únicas pertenencias son una mula y dos burros, además de esta parcela, no entiende qué está sucediendo. La tierra se eleva unos cuantos metros. Un volcán está naciendo.

Este año también se crea el Colegio Nacional y el río Consulado provoca una inundación en la Ciudad de México.

Durante las siguientes horas, Parangaricutiro y San Juan Viejo quedarán sepultados por la lava. Sus habitantes saldrán apresurados, abandonando sus hogares. Unos van llorando de miedo y otros dejan caer lágrimas por perderlo todo, por no tener un rumbo preciso. No se perderá ni una sola vida humana, gracias a la parsimonia que posee la lava para devorarlo todo.

Durante los días previos se registraron temblores desde Jalisco hasta Veracruz. El volcán se llama Paricutín, es el más joven del continente americano. Comienza a emerger en forma de remolino. Y crece. A las ocho de la noche el espectáculo continúa. Luces incandescentes son lanzadas hacia el cielo. Piedras gigantes vuelan encendidas, rojas, ardientes, color fuego. Lumbre viva volando y luego cayendo. En 24 horas el volcán crece hasta alcanzar siete metros de altura. Al pasar una semana, alcanzará los 50 metros.

Son atraídos los geólogos gringos, artistas de todas las nacionalidades, periodistas, camarógrafos. Todos quieren ver un volcán naciendo. Cinco o seis meses después seguirá aventando lava. Y en años se podrá ver la lava corriendo, sentir el calor de la tierra. La lava no sólo arrasa con los pueblos, además sepulta bosques, parcelas, tierras de cultivo.

luis carlos meyer cumbia porro

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En 1943 grabaste “Micaela” y la “Cumbia cienaguera”, ambos con Rafael de Paz. Nadie más había grabado ni mezclado la cumbia fuera de Colombia. El porro es el ritmo que les gusta a los chilangos. La cumbia pegará fuerte hasta después, con la Sonora Dinamita, y luego Carmen Rivero, Mike Laure y Rigo Tovar. Es importante recordar que tú fuiste el primero. Traficante y alquimista.

Muchos años después, en 1996, cuando el periodista Javier Castaño entre por la puerta de tu dormitorio, no le será posible esconder la sorpresa de encontrarte con vida. No querrás morir en el olvido, en esta especie de destierro al que te condenaste.

Quieres probar de nuevo las arepas, el pescado, estar bajo la lluvia de tu tierra, ser parte del particular estruendo callejero, sentir eso que sólo se siente estando en Barranquilla. Has logrado que tanta gente sonría y baile con tus canciones, durante tantas y tantas noches, que claro que lo mereces. Convenciste a las enfermeras, una cubana y la otra de Perú, de que eras alguien importante y ellas te ayudaron a contactar a un periodista que pudiera ayudarte; escribir de ti, dar a conocer tu situación y buscar ayuda de parte del gobierno colombiano. Javier Castaño es un periodista importante dentro de la comunidad latina en Nueva York, desde allá manda crónicas al diario colombiano El Tiempo. Así vuelven a saber de ti en tu tierra.

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Es 1944 y la noticia más dolorosa del año es la muerte de Lucha Reyes. Se encerró durante días a beber. Eran como las doce del día en el momento que decide el ritmo que tendría su final: un trago de tequila y un barbitúrico; un buche y una pastilla, así hasta sumar 25.

Una botella como las que bebía en los escenarios de cabarets de mala muerte y en las carpas sin prestigio donde terminó cantando, cuando ya nadie la contrataba, porque se desmayaba de borracha. No terminaba el show, canturreaba dos o tres canciones, y frente al público seguía bebiendo, porque el dolor era tanto que ni cantar la aliviaba. Muere a los 38 años, luego de perderse durante noches y noches. Deseaba lo mismo a hombres y mujeres que a la muerte.

En 1920 Lucha viajó a Los Ángeles a estudiar ópera. A los 13 o los 14 debutó en una carpa. Manoteaba y se movía provocadora a la hora de cantar, encaraba a los hombres, los retaba con ademanes de cantante de pulquería, de mujer brava. Era de esos poetas que escriben con la vida misma.

La determinación de una soldadera armada, voz rasposa y mirada de punk encima del escenario. Lucha se encorvaba a la hora de fumar. En el hospital le practican cuatro lavados de estómago. Nada la salvará. Ni la transfusión de sangre y menos la mascarilla de oxígeno. Lucha es de esos animales que tienen la facultad de soltar la vida cuando quieren.

En 1927, acompañada del Cuarteto Anáhuac, fueron a Alemania. Estando allá, y después de tocar, se enteraron que el productor no les pagaría. La leyenda cuenta que Lucha, enfurecida, y debajo de una tormenta de nieve, le grita y lo insulta, contrayendo una infección que no sólo la dejará fuera de los escenarios por un año, además cambiará la textura de su voz. Si a finales del siglo XX nos emocionará Chavela Vargas, quizá será porque no conocimos a Lucha Reyes: una bórder de las más extremas.

A veces parecía tragarse el dolor de su primer matrimonio malogrado, no dice nada. No deja de sentir culpa, quizá si no hubiera abortado. Pero ni qué hacer, no fue culpa suya. A ratos, conforme la noche avanza, parece que los tragos lo que diluyen es el dolor de no haber conocido ni el nombre de su padre. A veces es claro que le duele que su segundo matrimonio también terminó mal. A algunos el amor no se les da. A pesar de lo trágico de su vida, la mujer bailaba y zapateaba, se reía. Y seguro sus buenos momentos eran tan intensos y hermosos, como oscuros los otros. La gente que es muy trágica, también es muy festiva. La vida generalmente está a mano con ellos.

Al funeral asisten Jorge Negrete, Cantinflas, Dolores del Río, Diego Rivera, Siqueiros, quien dice que Lucha era la patria cantando, Pedro Infante y un chingo más de gente. Ninguno entiende el dolor que corroía su alma, su voz, pero la admiraban y querían. Lucha muere el 23 de mayo de 1944.

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Es 1945, mi querido Luis Carlos Meyer. Tienes 29 años, es 26 de enero, y rodeado de la prensa local avanzas por la sala del aeropuerto declarando que quieres dejar atrás tus días negros en esta ciudad, Bogotá. Por eso te vas. Conoces bien tu destino: Caracas, La Habana, Ciudad de México. No vas a parar hasta conocer Canadá y vas a pasar por los Estados Unidos. ¿Qué te atormenta, de qué escapas? ¿Qué te obliga a moverte?

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Filipinas fue una isla conquistada por los españoles. Sus principales aliados fueron los tlaxcaltecas.

La inmensa nave en la que viajan los integrantes del Escuadrón 201 debe desviarse y cambiar el rumbo cada diez minutos, por motivos de seguridad. Llegan a Filipinas el 1 de mayo de 1945, luego de 38 días de viaje. Los recibe un paisaje poco menos que apocalíptico: barcos hundidos, explosiones de bombas, un ejército japonés que no piensa rendirse, una ciudad devastada, llena de edificios que son guerreros caídos. Al descender del anfibio, la delegación mexicana encuentra una orquesta norteamericana tocando en medio del desastre, trompetas y tambores entusiastas. Esa es la bienvenida del Escuadrón 201 a la Segunda Guerra Mundial. Son recibidos por un cónsul honorario que lleva a sus dos hijas vestidas de algo parecido a las chinas poblanas.

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Es 1997. Te encuentras en Nueva York, acompañado de tu único amigo, Javier Castaño. Vas vestido con tu frac blanco con solapas negras, tu sombrero voltiao. Ríes, volverás a probar la comida colombiana, y te harán un homenaje en Barranquilla, en el teatro Amira de la Rosa. Quizá esta es la racha de suerte que te hace falta. Al final de tus días, pero llega. Quizá te tengan una sorpresa, una casa, un dinero suficiente para pasarla bien. Seguro asistirá gente importante a verte, y el pueblo se volcará para recibirte. El regreso del hijo pródigo, el Ulises de la música que ha vuelto para ser un gran rey en su tierra. Finalmente deben de reconocer quién eres y lo que hiciste por la música colombiana. Cierras los ojos, agradeces. Sí, que así sea.

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La convocatoria para pertenecer al Escuadrón de Pelea 201 de la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana sale publicada en los diarios de circulación nacional. 299 valientes, entre forajidos, es decir, población civil, chóferes, mecánicos, armeros y los pilotos más destacados del ejército mexicano, muchos de ellos pertenecientes al Grupo de Perfeccionamiento Aéreo, son entrenados en territorio gringo, en Greenville y Pocatello. Sólo son seleccionados 30, el 10% de los hombres que reciben adiestramiento avanzado.

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Estás sentado en la sala de espera del Aeropuerto Internacional Ernesto Cortissoz, de Barranquilla. Tratas de disimular por momentos para no hacer sentir incómodo a tu amigo, para que no sienta que te parece poco esto que él logró casi solo. Pero esperabas que de menos te recibieran en un hospital del Seguro Social, y te dejaran morir en tu tierra, pero ni eso. El teatro estaba casi vacío el día de tu homenaje. Te emocionó escuchar tus creaciones en vivo, otra vez los instrumentos haciéndote compañía en el escenario. Eso estuvo bien, eso es vivir. Ahora vas de regreso a Nueva York, para no perder tu lugar en el ancianato. Otra vez a viajar, a morir lejos. Cavafis tiene razón, Ítaca no tiene nada que ofrecer, toda se encuentra contenida en el viaje. Ítaca es la cumbia, los porros, el cuerpo de todas las mujeres con las que compartiste besos y risas.

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Se autonombran Águilas Aztecas. En el conflicto bélico suman dos mil 842 horas de vuelo. La misión: rescatar a Filipinas de los japoneses. Los mexicanos participan en más de 95 misiones, 53 misiones en apoyo directo por tierra. La mayoría de aviones que formaban parte de la tropa eran modelo Thunderbolt B -47. Un modelo de motor grande, diseñado para la acrobacia. Con frecuencia se les incendian, pero son resistentes. El Escuadrón 201 cumple 4 misiones de las llamadas barrido/patrulla aérea sobre la isla de Formosa. Según la SEDENA, este escuadrón mexicano cumple una vez la orden de llevar a cabo un bombardeo puntual sobre el puerto de Karenko, perteneciente a la misma isla, que tiempo después cambiaría su nombre por el de Hong-Kong. Una vez también sirven como escolta naval al norte de Filipinas. Suman mil 996 horas con 15 minutos de combate, 281 horas de despliegue y precombate. Estuvieron en la isla de Luzón. Quizá la cifra es exagerada, pero se les atribuye haber dejado fuera de combate a 30,000 soldados japoneses, además de la destrucción de edificios enemigos, vehículos, tanques, y cañones antiaéreos.

luis carlos meyer cumbia porro

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Te encuentras sentado en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez. Es 1956 o 1958. Aquí en México todo está bien, pero todo te aburre. Y tu sueño es llegar hasta lo más alto del continente. A los gringos también les va a gustar el porro y la cumbia, los harás bailar.

Es la una de la tarde del 7 de noviembre de 1998, te encuentras en el hospital de Nuestra señora de la Misericordia. Al final sólo cuenta el presente. Casi mueres en un incendio en Canadá, gozaste las noches en el Copacabana, en el Fantasy. Grabaste cine con Tin Tán, viviste en Los Ángeles. Tus rolas las grabó Pedro Infante, la Sonora Matancera, Beny Moré, Juan García Esquivel. También te toca lamentar la flebitis, maldecir el derrame cerebral, y dar gracias por seguir vivo luego del cáncer que terminó por invadir tus huesos. ¿Cuántas grabaciones tendrás por todo el mundo?

En este momento dejas de respirar.

Al fondo de una de tus maletas se encuentran varios recortes de periódico. La mayoría de ellos del día que murió un hombre al que admiraste mucho, Cresencio Salcedo. El indio que andaba descalzo. Murió en la indigencia, sin un peso en la bolsa luego de haber compuesto tanta música hermosa. Te gustaba comparar la vida de ambos. Y recordabas que un día, en Medellín, le compraste una de esas flautas que él fabricaba.

Es lunes 9 de noviembre de 1998 en el aeropuerto John F. Kenedy, tu féretro se encuentra en ese avión que no ha logrado salir, el vuelo número 21 de Avianca. A las nueve de la mañana estaba programada su salida oficial, pero algunas fallas mecánicas lo impidieron. Postergan la salida hasta la una de la tarde. A las doce 45 suena el teléfono de la aerolínea para avisar que a bordo hay una bomba. Por eso lo rodean autos de bomberos, ambulancias y patrullas. Por eso le piden a los 78 pasajeros que desciendan y los perros suben y olfatean, y cada uno de los pasajeros debe reconocer sus pertenencias.

A ti el tiempo ya no te importa.

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