Intento hablar pero mis labios están pegados. Tengo la boca tan reseca que ni dos litros de agua tomados directamente del garrafón calmarían mi sed. En mi mente no puedo más que recrear la imagen de un manantial de agua cristalina. Fría y cristalina. ¡Maldita pandemia, tenía que venir con los calores!
El único líquido que recibo es un hilillo de baba tibia que proviene de la boca de mi novia. Yace dormida sobre mi pecho. Ha de estar crudísima, igual que yo. Me limpio la saliva del hombro y muevo su cuerpo con cautela para asomarme a la sala.
Pienso de inmediato en todas las latas de cerveza que destapamos irresponsablemente la noche anterior. Hoy, todo ese parque, que nos acabamos con bochornoso dispendio, podría sacarnos de pobres. Pero ya no existe. Qué chingados íbamos a saber que una semana después, el preciado líquido habría de desaparecer completamente de la faz de la tierra.
¿¡Qué es esto, un monstruo!? Salgo a la estancia y lo primero que veo es a un ente con la cara maltrecha y el pelo hecho mierda. El degenerado hace a un lado una lata de Tecate que le estorba y se levanta con trabajos de mi sillón. Algo musita. No logro entender.
Entonces comprendo que todos en esta casa necesitamos urgentemente una intervención, recuperar el aliento, renovar el alma, volver de la muerte. Curarla.
Me asomo al refri. No hay más que media barra de mantequilla y una cebolla que quizá ya debería desechar. Los tres nos ponemos trabajosamente los zapatos para salir a la calle a buscar qué comer y con suerte encontrar lo necesario para armarnos unos clamatos bien helados. ¿Acaso es eso demasiado pedir?
Quien nos viera caminando en procesión pensaría que efectivamente el covid-19 nos está convirtiendo a todos en zombis. Por un momento olvidamos que hay cuarentena. Cuando finalmente llegamos a la tierra prometida, notamos que la marisquería tiene las sillas y mesas levantadas. Un letrero color verde fluorescente resplandece con la leyenda: “solo para llevar”.
No hay esperanza. Debemos ordenar y emprender el largo camino de regreso. Esperar todavía un rato caminando bajo los rayos del sol para poder revertir nuestra muerte paulatina a punta de caldo de camarón y tostadas de pulpo. Pero un momento antes de partir, con los arrestos que sólo puede tener una persona en perfecto estado de crudefacción, le pregunto a quien parece ser el dueño si definitivamente no hay manera de que reciban en su restaurante a este pobre trío de zombis urgidos de cerveza.
De reojo veo cómo el marlín dibujado en la pared del local me guiña un ojo con complicidad. Tengo un pájaro-piedra*. Zombi y en mariscos, pero experimento el pájaro-piedra. Estoy alucinando. Me duele la cabeza. ¡Ayuda por favor!
El señor alza la mano y nos señala la cortina del local contiguo. No comprendemos bien. El local está cerrado. El monstruo que despertó en mi sala toca la puerta y de ella sale un ángel con gorra y un mandil color azul cielo. Nos pide que entremos. Debemos estar soñando.
El paraíso dispone de solo cuatro mesas. Una de ellas la ocupa una pareja. Comen algo que perfectamente puede caber en mi estómago. En otra mesa están sentadas una señora de edad avanzada y su hija. Nosotros llegamos y nos sentamos con parsimonia en la mesa del centro. Nadie dice nada. Así es el edén. Todos saben que afuera el infierno comienza a arder, pero en este pequeño pedazo de cielo, la felicidad transcurre con naturalidad.
Disparamos la primera orden. Ronda de cerveza para todos y un chingo de camarones. Al ajillo, en cóctel, al mango, en caldo. Usté póngale creatividad. Con cada bocado el color regresa a nuestras caras. La felicidad, cuando es compartida, puede convertirse en un reto a muerte sin retorno.
La señora y su hija se lo toman en serio. También piden una ronda de mariscos. Los platos van y vienen. A discreción, ordenan la segunda ronda. Respondemos parejo. Misma dosis. Ya recuperados, nos comprometemos con la causa. No todos los días te abren las puertas del cielo en plena pandemia.
Para la tercera ronda todo es un cagadero. Una guerra sin cuartel. Se pueden ver las cabezas de camarón rodando sin piedad en nuestros platos. La conectamos. Comilona y peda en tiempos de pandemia.
A un lado la señora y su hija hacen lo propio. No hay tregua. La pareja simplemente se limita a observar la masacre con disimulo.
Ocasionalmente se besan. Piden la cuenta y se retiran azorados por el espectáculo.
Comienzan las carcajadas, los “salud”, el lenguaje barriobajero de cantina. En medio de un bacanal uno no puede más que comportarse como un verdadero barbaján. La tele nos muestra un partido virtual de futbol. Las bocinas escupen canciones de Emmanuel.
Todo fluye de maravilla. De acuerdo con nuestros estándares, claro. Hasta que tengo que buscar el baño. Las mejores tardes siempre pueden ser interrumpidas por el maldito calambre. La venganza de Baco. Estabas por morir, ¿no? Ya comiste, ya bebiste… ahora va la mía.
Para hacer lo propio hay que salir porque el baño está en otro local. Maldita suerte. El infierno son los rayos del sol cayendo salvajemente sobre tu cara. En el purgatorio la gente juzga tu felicidad con una mueca de desdén debajo de sus cubrebocas.
Regreso a la mesa avergonzado, temeroso. Escucho los gritos, majaderías y carcajadas insolentes de mis acompañantes. Debo pedirles que nos larguemos del lugar. Algo me dice que ser demasiado feliz en estos tiempos es malsano.
Pedimos la cuenta. ¡Qué barato sale visitar el cielo! Disculpe señora, somos unos majaderos de lo peor, alcanzamos a decir antes de salir. No se apure joven, nos contesta morbosamente. Estamos en la clandestinidad, dice con gesto retorcido, al tiempo que hace la seña para que le sirvan otro plato de camarones.
¡Descarada!
*Efecto que experimentan los crudos cuando voltean al cielo y creen que está cayendo una piedra directamente hacia ellos, pero en realidad es solo un pájaro.