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Delirio en vagón: seis bajones al Metro chilango

Eduardo H.G. – @eduardoachege / Scarlett Lindero – @scarlettlco / Aída Quintanar – @distraida / Adán Ramírez – @adan_ramirez / Cecilia Suárez – @cecileesu / Regina Mendoza – @esaminegra

***

La primera vez que busqué a Kevin fue porque se había tragado un trozo de vidrio. Entró vomitando a la estación Hidalgo de la Línea 3 del Metro. Pidió ayuda, una ambulancia llegó, pero los paramédicos se negaron a trasladarlo a un hospital porque consideraron “no graves” sus dolores. La realidad es que Kevin era un niño de la calle. De esos que en bonche se instalan día y noche en las siete entradas de la estación para pedir una moneda, talonear, dormir, aniquilarse la cordura con solventes, fumarse una piedra o coger a sus anchas, en ese manicomio al aire libre que confirman las esquinas de Reforma, Av. Hidalgo, Zarco, Balderas y Basilio Badillo. Con sus putas, sus travelos y su San Judas Tadeo, el santo de las causas difíciles, flanqueando todo desde el templo de San Hipólito. 

Había dos versiones de aquella locura: el jefe de estación del último turno me contó que el mismo Kevin confesó que sus amigos le jugaron una pesada broma al colocar un pedazo de gotero de uso médico en una cerveza, la cual le ofrecieron en signo de camaradería. Por su parte, un policía que vigilaba los torniquetes cuando Kevin entró disparado vomitando las entrañas, escuchó cuando el muchacho confesó al paramédico que en realidad se había tragado un cacho del gotero en el que se desayunaba su crack.

Como si hablara del clima, el jefe de estación me detalló cómo el enjambre de mocosos zombis con los que Kevin se juntaba, bajaban a la estación por las noches, se colaban a los locales técnicos para dormir, drogarse y fornicar al calor del inframundo subterráneo, arriesgando el pellejo entre ratas, basura y cables o barras por las que a diario corre un voltaje de más de 750 volts.

“Me llamo José Luis González Bocanegra —me dijo Kevin el día que platicamos—. Voy a cumplir 30 años de edad el seis de octubre, vivo en la calle desde hace 14 años. Me vine a Ciudad de México desde Querétaro, de raite. Soy faquir, o sea que me acuesto sobre vidrios, afuera y dentro de la estación, lanzando fuego. A veces limpio parabrisas acá arriba. Ese día, loco… Lo poco que recuerdo es que había roto mis botellas, ¿no?, para chambear, pero no sé qué me dio por comerme unos cuantos cachos, aunque prefiero no acordarme, la neta; creo que todavía traigo algunos en la panza”.

Foto: Cuartoscuro

—¿Qué te dijeron los paramédicos?

—Que no había pedo, que se me iban a salir, por eso mismo ahorita ando de aquí pa´ acá.

—¿Así nomás?

—Ah, que tomara algo muy frío y que me comiera un plátano para que todo pasara más rápido.

—¿Dónde duermes?

—Allá abajo, en la estación, cuando hay chance. Le damos unas monedas al poli del torniquete para que no la haga de pedo y nos deje entrar.

—¿Y cuando no los deja?

—Acá arriba, en las bancas o donde se pueda. ¿Eres policía o qué?

—Nel, soy un cronista, uno de los últimos.

—¿Quiéres un monazo cronista?

—Va.

Tomé el mugroso papel remojado con pegamento para PVC que Kevin me extendió, sentado en la banca de la plaza donde las palomas cagan sobre una estatua de Francisco Zarco. Había preguntado a varios de su calaña por él, hasta que lo señalaron. Era flaco, correoso, con el pelo ondulado y grasiento. No vestía playera y sobre su abdomen y espalda se advertían rajadas en el cuero cicatrizadas y fulgurantes. Nos quedamos un rato en silencio, viendo caer la tarde. Inhalé varias ocasiones por la nariz, luego por la boca. Y sentí cómo el oxígeno que entró a mi cuerpo contenía lumbre. Las cosas se comenzaron a mover en cámara lenta, como si la mecánica que las sostenía de pronto avanzara despacio, al ritmo de mis propios pensamientos.

Sentí miedo, luego una tranquilidad pasmosa. Pasaron cinco minutos, giré la vista y Kevin había desaparecido. Me paré y comencé a caminar. Unos metros más adelante observé mi reflejo sobre el vidrio de un Metrobús y por un instante me vi semidesnudo, con cientos de pequeños cortes sobre mi abdomen y una mueca burlona reflejada en mi jeta. Entré al Metro, la gente apestaba a orines, mierda y sudor. Subí al convoy, me senté en el piso y dormí hasta Indios Verdes, cubriendo mi rostro. Soñé que un vidrio con forma humanoide habitaba mi estómago. Se llamaba Kevin y cuidaba de mis tripas con una actitud espartana.

En la terminal, antes de abordar la combi, compré un plátano en un puesto de verduras. Me lo comí para que todo pasara más rápido.

***

Entré ebria al Metro Chilpancingo. Lo recuerdo bien, fue un jueves por la mañana y el vagón estaba a reventar. Había bebido hasta la madrugada no sé cuántas copas de whisky, mezcal y cerveza, en una borrachera en la colonia Condesa. 

Traía puesto un vestido negro, medias, tacones y un abrigo beige que alguien me había prestado para disimular que venía de la fiesta. Tenía que llegar a la oficina más o menos decente y sobria, ja.

Mi destino era Barranca del Muerto. Tomé la ruta en dirección a Tacubaya. Todo bien hasta ahí, después de bailar unas cumbias y salsas toda la noche, mis piernas en tacones aún podían subir las infinitas escaleras del Metro y pisar a uno que otro que se cruzara en mi camino. ¡Ay! ¡Ups! Perdón, estoy tomada.

Cuando llegué a Tacubaya la trifulca estaba hasta la madre. Apenas logré salir viva entre los empujones y los jaloneos. No sé si fue el olor a cuerpos sudados y replegados, o mi peda, mi cruda, o todo junto, pero en cuanto salí del vagón sentí unas náuseas titánicas.

Seguí caminando. No podía parar. La marea de gente me arrastraba. ¡Respira, respira!, me decía para tranquilizarme. Ya casi llegamos, respira. Pero es difícil encontrar un poco de aire cuando el reloj marca la hora pico.

Foto: Cuartoscuro

Ese transbordo de la Línea Café a la Naranja fue el más largo de toda mi vida. Estaba salivando y repitiéndome que me tranquilizara. Traté de avanzar más rápido con mis tacones e intenté no pensar que mi estómago iba a hacer erupción en cualquier momento.

Cuando entré al vagón en Tacubaya lo supe: iba a guacarear. 

Pasó en dos segundos, puse mi mano en mi boca para tratar de detener el desastre, pero el vómito se escapó por mis dedos, ensuciando a más de uno.

Buaaaaaaaaag.

Expulsé todo, lo vi en el piso.

Buaaaaaaaaag.

Muchas personas se bajaron en la estación siguiente, San Pedro de los Pinos, después de verme con cara de asco y desprecio. Estoy segura que también arruiné el desayuno de varios. Afortunadamente nadie me grabó ni me llevé el título de #LadyVómitos.

Me puse a llorar en silencio por la vergüenza, pero no me bajé. Me daba pena dejar mi vómito atrás. Entonces un enfermero se acercó a mí, seguramente la única persona en ese tren a la que no le provocaba asco.

—¿Estás bien? ¿Te puedo ayudar? –me dijo.

—No, no. Lo que pasa es que estoy enferma del estómago, me siento mal.

—¿Dónde bajas? Te puedo revisar.

—En Barranca.

—Ok.

Cuando terminé de cruzar palabras con el enfermero, sentí todas las miradas sobre mí. En ese momento era La Apestada y nadie, más que aquel enfermero, se acercó a mí. 

Yo seguía ahí, parada a un lado de mi charco de emesis, en la escena del crimen. 

Cuando llegamos a Barranca sentí ganas de volver el estómago otra vez; estaba mareada por mi propio olor, guácala. Así que todavía solté algunas gotitas más cuando el tren se detuvo, pero afortunadamente todos nos bajamos ahí. Uf.

Salí del vagón acompañada del enfermero y le confesé la verdad: amigo, estoy peda, no estoy enferma del estómago. 

Se río, me regaló su agua y unos Kleenex que después utilicé para limpiar mis tacones y se fue. 

“¡Buen día!”, alcancé a oírlo cuando se despidió.

***

Tengo una afición por ver a la gente alcanzar el Metro. Mirar a los chilangos correr y poner todo su empeño para entrar al Gusano Naranja que advierte, con un tono chirriante, que pronto cerrará las puertas. Me quedo curioseando hasta descubrir si lo lograron. Es una competencia de atletismo con obstáculos improvisados. Suena cursi, pero me pone contenta que lo logren, aunque también me da una risita interna si no lo hacen. Esta manía se vuelve más emocionante cuando es medianoche y se trata del último Metro del día. A esas horas y en las estaciones donde lo amerita, los participantes tienen que correr todo el transbordo. En estos casos, para muchos, perder la carrera implicaría irse caminando a casa o peor, dormirse en la calle. Por eso y más, me emociona.

Me enternece cuando algún caballero detiene la puerta unos segundos para que el otro alcance a encajar. Son pequeños instantes de cordialidad en el abismo. Me ha tocado ser la que detiene la puerta. Antes temía meter el pie, pero luego descubrí que es mejor poner todo el peso del cuerpo. También he sido la que corre, la que triunfa y a la que se le cierran las puertas en las narices. 

Una vez entré a medias. Las puertas sujetaron el gorro de mi chamarra y una parte de mi cabellera. Me tuve que ir así todo el camino hasta llegar a la próxima estación. Fue incómodo, pero me preocupaba más pensar que los hilos de mi cabello podrían atorarse con algún cable del túnel. Suelo pensar en el peor de los escenarios, una costumbre heredada de mi madre. 

Foto: Cuartoscuro

¿Les cuento cuando las puertas del Metro me aplastaron la cabeza? Me dolió mucho, pero cuando lo cuento las personas se ríen. Aquella vez no pretendía entrar, sino salir. Había  llegado a la estación de mi destino, me levanté y me puse frente a la salida. Todo normal, el Metro se detuvo y abrió; sin embargo, apenas di un paso cuando las puertas volvieron a cerrarse con toda la fuerza. No sonó ninguna advertencia, simplemente la máquina perdió el control o el conductor apretó el botón incorrecto y ¡zas!, los metales prensaron mi cráneo. Justo a la mitad, delante de mis orejas.

Rápidamente me impulsé hacia atrás para liberarme. Cuando lo hice las puertas terminaron de azotarse. Me dolieron los huesos cigomáticos, pero padeció más mi orgullo y por eso no me sobé. Ya era tarde y no estaba lleno, pero sí había gente detrás de mí que lo había visto todo. No quise ni mirar atrás, me quedé viendo las condenadas puertas. Fueron segundos eternos de un silencio incómodo, solo quería salir para sobetear mis huesos y llorar tranquila.

Esas canijas puertas del abismo, nunca sabes cuándo van a cerrarse. 

***

—Chingue su madre — me dijo el Vic mientras me armaba de valor para lanzarnos a la fiesta por Metro Potrero. La neta es que no sabía dónde quedaba, sonaba lejos.  

—Vamos, no seas puto Confitón.

—Deja le digo a mi jefa que estaremos en casa del Gus y que regresamos antes de las dos, ¿va?

—Ya cumpliste 17, solo avisa. No tienes que decir a dónde vas siempre.

—No mames, ¿qué tal si nos pasa algo? Por lo menos que sepan por dónde ando.

—No te pongas trágico, mejor deja voy en chinga a mi casa por unos pomos que tengo, tú también saca algo. 

Mis papás estaban echados viendo el noticiero de la noche. Mascaban pepitas de las gordas y habas enchiladas cuando les dije que no tardaba. A lo lejos escuché a mi mami decir “¿a esta hora?, ya van a dar las once”. Me hice bien pendejo, como que no escuché, y salí de casa, no sin antes asaltar la cantina del cantón. Me chingue un Presidente a medio pelo que seguro nadie iba a extrañar.

El Vic salió armado hasta los dientes. En un pepsilindro traía “bacacho” con Coca y un chingo de hielos. Un Oso Negro casi lleno, un “Antihumano” completito y un Malibú, para invitarle a las puras viejas; según él, para verse bien “pashá”.

Iban a dar las once y no había nadie en la calle. Pensé que no iba a ver peseros para Taxqueña, porque a esa hora, la mayoría sólo llegaba hasta Galerías Coapa.  

—Ya es bien tarde, sino hay que abortar la misión.

—No mames güey, saqué varios pompines y andas de chillón. Ahorita pasa un Taxgreña y nos vamos tendidos.

—Esperamos dos más, la neta, sino me abro.

—Ya ves Confitón, te pones bien reina. Ahí viene uno vacío, ya chingamos.

Nos trepamos al pesero. El microbusero era el Fer, primo de Michel, un compa con el que jugamos pambol en la Plazuela de Tlacoapa. El Fer era cagado, se sentía bien rostro. Siempre traía una morra distinta cobrando, su asiento hasta atrás con sus gafas oscuras en la frente. Yo no sé cómo alcanzaba los pedales, es un misterio porque estaba bien chaparro.     

Lo del Fer fue pura actitud, apagó las luces y su Microbus se convirtió en un antro. En el techo luces neón moradas; en las ventanas, naranjas. Su estéreo traía un carrusel de ocho CD´s, un buffer Alpine y un cajón en la banca de hasta atrás donde los tórax de los pasajeros vibraban al ritmo de PolyMarch.

Sacamos el pepsilindro a escondidas para no darle a Fer y le dimos unos sorbotes para ponernos pedos rápido. Era el micro de mis sueños con un salvaje al volante, un piloto infernal que nunca supe de qué vivía porque no levantaba casi pasaje. En veinte minutos llegamos a Taxqueña, cuando generalmente demoraba media hora.

—Cámara Fer, gracias le dijimos y nos bajamos en chinga por la puerta de atrás.   

—Córrele pinche Confi, nos van a cerrar el Metro. Nos tenemos que ir hasta Chabacano para transbordar.

Atravesamos el paradero de Taxqueña hasta las taquillas. Saqué una moneda de diez lanas y me dieron cinco boletos. Ya chingamos, pensé mientras la doña me los daba de mala gana. Los polis nos observaron detenidamente, pero no dijeron ni madres. No sospecharon que llevamos el cargamento en la bolsa de Liverpool.

Son nueve estaciones de Taxqueña a Chabacano, después transbordamos dirección Observatorio, nos bajamos en Centro Médico y nos fuimos otras nueve hasta Potrero, dirección Indios Verdes.

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Era casi medianoche, los vagones iban casi vacíos. El Vic ya estaba bien pedo porque nos chingamos el pepsilindro con el bacacho. Se nos calentó el hocico.  

—Chingue su madre, hay que abrir el Malibú, esa madre se puede chupar sola.  

—¿Y a las viejas qué les vamos a dar?

—Ya vemos allá, igual hay una vinata por la fiesta y compro otro.  

Los vagones eran como privados en un table dance. Me latían sus asientos verdes; podíamos estirar las patotas y desparramarnos. Cuando el Vic vació el Malibú en el pepsilindro sentí mis cachetes calientes.

En Nativitas se subieron un par de polis, venían en la pendeja platicando entre ellos. Se bajaron en Villa de Cortés, pero uno volteó antes de llegar a la estación y se nos quedó viendo. Le dimos un bajón al Malibú, iba casi hasta la mitad y aún no llegábamos a Potrero, Ya andaba bien pedo. Pasamos Xola, pero en Viaducto se volvieron a subir los polis que venían pendejeando.

—Buenas noches jóvenes, bajen las piernas y siéntense bien. Los asientos son para que los usuarios lo ocupen, no para subir los pies. Les voy a pedir por favor que traten bien las instalaciones. ¿No están pintando o ingiriendo bebidas alcohólicas verdad?    

—No oficial, cómo cree, ya vamos a nuestras casas.

—Venimos de trabajar, estamos bien cansados.  

Uno de los polis estaba en la puerta, mientras el otro nos pidió que le sopláramos la jeta. Se nos fue la sangre al culo, pero mágicamente en ese momento llegamos a Chabacano, sonó la alarma y un flacucho pasó corriendo hacia las escaleras eléctricas; en chinga, los polis lo persiguieron y se olvidaron de nosotros.

Nos cagamos. Transbordamos dirección Observatorio, nos bajamos en Centro Médico y por fin estábamos en la Línea 3 hacia Indios Verdes. “Ojalá esté chida la fiesta o por lo menos haya viejas —pensé—, luego hay puro tornillo y nada de tuercas”.  

El Malibú está a punto de morir, pero no importaba, ya estábamos en Balderas. En Guerrero se subió una ñora como de unos treinta años. Tenía unas tremendas curvas peligrosas. No era bonita, pero está bien hot. De lejos se veía que traía un par de tremendos misiles.  

Pasando Tlatelolco se nos acercó tambaleándose, iba hasta el pito de drogada. Estaba sucia, desaliñada, pero no dejaba de ser hot. En su mano derecha traía una estopa, con la izquierda se agarraba del pasamanos.   

—Veinte pesos la chupada, cincuenta la cogida.     

—¿Por los dos?

—Cien pesos, pero vamos a su casa, ¿dónde viven?   

—Sino vamos a un hotel.

—Pero apúrense porque ahí viene el del taxi. 

En La Raza se bajó en chinga, como si hubiera visto un muerto.  

—Te la voy a traer pinche Confi, para que te estrenes, yo te la disparo. Deja voy por ella.

—No mames Vic, está toda drogada y sucia.

—Ahorita vas a ver pendejo, voy por ella. Te veo en Potrero.

—¿Neta te vas a bajar? Se me hace que te la quieres coger tú.  

—No mames, ya te dije que es para ti. Te veo ahorita en Potrero.

El Vic se fue tras la doña. El timbre sonó, se cerraron las puertas y el convoy avanzó hasta llegar a Potrero. Esperé al Vic hasta que cerraron el Metro, nunca llegó y nunca lo volví a ver.

***

Siempre que coloco mis pies frente a la línea amarilla no puedo evitar pensar que bien cualquier día las vías podrían tragarme. Debe ser por tantas escenas interiorizadas que he visto en las películas sobre gente que termina o que le terminan la vida. Lugar común y trágico. Me gusta perder la mirada en el túnel hasta distinguir esos dos puntos que de pronto aparecen y se van haciendo más grandes conforme el rugido de la bestia se acerca. 

Me sacude el letargo del momento.

Felicidades. Ya la tienes delante, un día más que no has muerto aplastada por el Metro. A ver si no pierdes la vida entre tanta gente que sigue empujando su corpulencia con toda su fuerza contra los bultos ajenos con tal de entrar a las entrañas de este monstruo.

Qué bonito era ir en el Metro con D. Fue en el Metro que me di cuenta que le quería de verdad. Qué lindo era su cabello, la manera cómo se le inflaban las fosas nasales cuando se reía y su cara se iluminaba o se perdía con el movimiento y las luces de los túneles que le iluminaban de momento. Me gustaba cuando quedábamos ligeramente separados y nos buscábamos la mirada entre tantos ojos de desconocidos, abstraídos, concentrados en la gran nada, como si supiéramos algo, cómplices de un secreto.

Foto: Cuartoscuro

No hay lugar en Ciudad de México más bonito y triste que la estación Camarones, la parada de su casa. Lo que sería volver a sentir el viento frío sobre la cara cruzando las calles, el olor de coladera y manteca de taco que nos invadía cuando tomaba mi mano. Qué ilusión volver a sentir sus manos. Pero no, ya no. Ahora pienso que quizá las vías me van a tragar y arremeto contra una señora gorda y bajita con tal de salir lo antes posible de ese lugar tan pinche deprimente. De pronto el Metro es el lugar más deprimente del universo y no consigues concebir cómo es que se puede acumular tanta tristeza en tan pocos vagones.

Fijas la mirada un punto cualquiera, evitando cualquier posible contacto visual. Cedes al vaivén, te entregas al vacío.

Listo.

Ya no existes. 

***

Nunca supimos a qué hora llegó el señor al Metro Chapultepec. Solo sé que era jueves; abrí el puesto muy temprano, de mis audífonos salía “Pata de perro”, de la Maldita Vecindad, así que no estaba prestando mucha atención a mi alrededor. Me sacó un pedo cuando lo vi tirado, como a un metro de distancia, durmiendo profundamente.  

Le hice una seña a Paquita, la señora del puesto de jugos y tortas, para que me acompañara a examinarlo. El señor tenía la camisa rota y el cabello todo vomitado. No se veía tan madreado como algunos de los rucos que ocasionalmente se refugian de la lluvia un par de noches, recostados en las escaleras, embobados con la mona y el Tonayán. Pero su peste terminó por confirmarnos que llevaba al menos un par de meses viviendo en la calle. Calculamos que tendría unos 38 años. 

Estaba tan borracho que no respondió a ninguna de nuestras preguntas, así que lo dejamos en paz, durmiendo profundamente. Roncaba cual vocho. 

Al día siguiente  seguía ahí, en la misma posición fetal. Abrió los ojos a las once de la mañana. Lo observamos como se mira a un animal en el zoológico y él nos miró con la misma extrañeza. De pronto se puso a sollozar, un llanto realmente doloroso. “Me dejó Rosa. Rosa me dejó. Se fue con mi hermano”, aulló una y otra vez. En realidad, esa fue la única frase coherente que nos dijo en el tiempo que vivió ahí.

A los pocos días ya estaba instalado; era un habitante hecho y derecho del subsuelo de la gran ciudad. Se movía con total soltura y maestría; sabía cómo pasar por los torniquetes sin que los puercos lo toparan y esquivaba las multitudes como los falsos cieguitos que cantan rolas cristianas de vagón en vagón.

Era movido y sabía chingarle. Empezó a hacer todo tipo de chambas; bolear zapatos, darle el pitazo a los ambulantes por si venían los polis, ayudarle a Paquita a barrer y trapear su local, revender boletos que se encontraba tirados para que la gente no tuviera que esperar en las filas eternas de las taquillas, atendidas por las mujeres más jetonas de la ciudad. Todo lo que recaudaba lo cambiaba inmediatamente por pachitas de Oso Negro y, a veces, de Bacardí. Cuando compraba chupe, era un día de felicidad pura para él. 

Foto: Cuartoscuro

Los viernes, el sobrino de Paquita, Toñito, un chavo flacucho y parlanchín que vendía discos, le ayudaba a su tía a recoger el puesto. Cuando no había mucha gente, ponía cumbias en su bocina portátil. Entonces el señor se ponía a bailar. Se caía una y otra vez, pero se paraba y le seguía echando ganas. Terminado el bailongo, se iba a dormir a su cama: una pila de cartones, periódico y meados.

Para que no se muriera en una peda, Paquita se encargaba de darle de comer, aunque fuera un pedazo de pan o arroz. 

Todas las noches bajaba religiosamente a los vagones y se entretenía en ver el ir y venir de los trenes. Cuando cerraba el puesto temprano, me esperaba a que bajara las escaleras y lo seguía, y aunque casi siempre se quedaba ahí, viendo a la marabunta pasar, algunas veces se decidía, como impulsado por una fuerza sobrenatural, y subía al vagón. Cuando me daba tiempo de alcanzarlo, me subía tras él, cuidando que no me viera. Todas las veces que hice ese ejercicio, descubrí que su destino era siempre el mismo: estación Balbuena. No se bajaba ni antes ni después, siempre en Balbuena. 

Pero había algo extraño. Todo su ser se transformaba en cuanto ponía un pie en el vagón. Se quedaba inmóvil durante el trayecto, como si estuviera flotando en el aire, ingrávido. No volteaba a ver a nadie, su mirada siempre estaba fija en los cristales, observando su destino pasar frente a él a la velocidad de la serpiente verde subterránea. Entonces, su cara dislocada y triste se transformaba en una mueca desconcertante que, me tomó tiempo comprender, era una sonrisa.

Me imagino que sonreía porque ahí, bajo el Metro y dirección Balbuena, comprendía completamente su soledad.

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