Crónicas marcianas en la ciudad de las montañas

Hora pico. Espero impaciente tras el volante en un tráfico que a simple vista se torna kilométrico. He pensado mil veces en subirme a la bici precisamente para evitar este tipo de cosas, pero luego recuerdo que vivo en una ciudad norteña que no respeta al ciclista y que se queja de las pocas ciclovías que existen. Aparte de que soy pésima para equilibrarme en dos ruedas y me falta mucha condición física para no morirme en el intento de trasladarme en una urbe particularmente hecha de trayectos larguísimos.

El sol de la tarde me da en la cara; encandila. Hace que el calor se vuelva insoportable y que me den unas ganas tremendas de manifestar toda mi cólera acumulada. Pero la canción que sale del reproductor me gusta, así que mejor opto por subir el volumen. Ahora, Thom Yorke me acompaña en esta travesía; canta algo sobre abducciones alienígenas.

Mientras escucho y voy a vuelta de rueda, pisando constantemente el freno, los sintetizadores y la voz del inglés me taladran la cabeza. Recuerdo que hace poco leí algo sobre unas extrañas figuras de metal que aparecieron en el desierto, en playas y varios lugares del mundo. Un halo de misterio envolvió el suceso por algunos días y desató una serie de teorías sobre el fin del mundo y paranoias en torno a una invasión marciana. Al final, un colectivo de artistas gringos se adjudicó el hecho. 

Aún así, comencé a pensar en la posibilidad de presenciar un avistamiento extraterrestre aquí y ahora. Aquí, mientras espero en este bestial embotellamiento.

¿Cuál sería mi reacción al ver una gigantesca nave con luces púrpura volando encima de nuestras cabezas? Imagino rápidamente esa escena porque eso es lo que me ha enseñado la televisión, la ciencia ficción y el imaginario colectivo sobre los ovnis. La única diferencia es que Will Smith no vive en Monterrey.

***

Me pongo a fantasear y pienso que, si de verdad seres de otro planeta tuvieran la osadía de visitar nuestra tierra, ¿elegirían una ciudad como esta para investigarla o desatar su ira? Porque, seamos sinceros, ¿quién diablos en su sano juicio decidiría entrar a un enorme sauna como este? 

Y sí así fuera, ¿habría alienígenas ya infiltrados entre nosotros? Porque ahora que lo pienso, he conocido a un par de personas que, podría jurar, no son de este mundo. Ahí tenemos a “El Wilson”, que se adaptó a vivir en un barrio donde lo enfierraron varias veces. Aprendió a boxear y aunque ahora la bebida es su única salida de este mundo, aún conserva intactos sus reflejos musculares y da consejos sobre propinar golpes en defensa propia. He visto la impresionante agilidad con la que se mueve. Es como si hubiera aprendido tácticas dentro de algún ejército interestelar como parte de su entrenamiento para la guerra.

También está Minerva, la doña cuya habilidad (tal vez aprendida dentro de otro sistema solar) consistía en curar el empacho con un buen masaje de estómago. Untaba en el pellejo abdominal de sus pacientes un montón de manteca vegetal “Inca”, tronaba algunos dedos de los pies y daba pellizcos dolorosos en la espalda. Al final del ritual, recomendaba tomar un té de hojasén y con eso, según ella, el dolor de estómago desaparecería en chinga.

Por otro lado, Refugio, una señora de casi noventa años que tenía un ingenioso insulto para cada ocasión. Extrañamente, su temperamento explosivo la convirtió en alguien muy querida. Lo que más me impresionó es que jamás le tuvo miedo a nada, ni siquiera a los narcos que alguna vez intentaron despojarla de su terreno. Su cuero se curtió en algún lugar de Tamaulipas y era bien sabido que, en medio de la sala de su casa, tenía, como adorno, el ataúd en el que quería ser enterrada. Partió de aquí hace algunos años, pero ahora empiezo a sospechar que esa caja era en realidad una nave discreta para volver a su planeta.

También me he topado con seres marcianos que adoptan actitudes inquietantes y desconcertantes: los he visto en el campus de la universidad, paseándose por los pasillos, adaptándose a sus cuerpos humanoides. Seres pretenciosos, predicadores de poemas, leyes o conceptos socioeconómicos. Portan con orgullo su estandarte y buscan un carné que los acredite como sabelotodos, en un afán de sentirse seres superiores.

monterrey revista contagio sara chavez

Mike Foster / Pixabay

Incluso, podría jurar que alguna vez salí con un par de “aliens romanticoides”, de esos que van pretendiendo saber de qué va el amor. Dándome cátedras de romanticismo barato que muy seguramente adoptaron de alguna película de “culto”, de Woody Allen, de Sofia Coppola o de Manolo Caro (reconociendo, también, que estos últimos nos han regalado buenos soundtracks).

O también están aquellos que se la pasan linchando a otros por no pensar como ellos. Generalmente, los veo detrás de sus ordenadores, jugando a ser los amos del universo; pretendiendo que son alguna especie de He-Man contra Skeletor, sacando en todo momento la espada de la superioridad moral.

También los he visto en época de elecciones. Muy arreglados, armando spots televisivos y circos en los cruceros de esta ciudad, en busca de un voto que los ayude a perpetuar una democracia que solo los termina beneficiando a ellos. “Obedece”, parecen decir los enormes panorámicos con sus sonrientes fotos. Y viéndolo así, es inevitable no sentirse parte de una película de John Carpenter.

Aunque, pensándolo bien, creo que estos últimos ejemplos son, exactamente, actitudes demasiado terrícolas, aprendidas cuidadosamente dentro de este planeta.

***

Con la mirada perdida en el cielo, me doy cuenta de que el conductor de atrás toca desesperadamente el claxon para que me mueva. Reaccionó en putiza y acelero apenas unos centímetros. “Pinche desesperado”, pienso, mientras lo veo de reojo por el retrovisor. De mi frente brotan un par de gotas de sudor, que van rodando y cayendo sobre mis muslos. Me concentro en eso y me vuelvo a perder dentro de mi cabeza. 

“Sí la enorme nave comenzara a disparar, ¿correría o me quedaría petrificada ante tal espectáculo?”, me pregunto. Siempre he pensado que por instinto haría lo primero, pero, quizá, tomando en cuenta que la situación es inminente, sabría que sería inútil y me quedaría ahí, solo viendo, esperando a que alguno de esos rayos me fulminara sin más.

Aceptar la muerte ante un escenario así suena bastante desolador, pero, desde otra perspectiva, sería increíblemente interesante contemplar, aunque sea por breves segundos, lo inimaginable. Además no todos tenemos la condición de Tom Cruise para esquivar, sin hacernos ningún rasguño, a las máquinas o trípodes extraterrestres.

***

Me decido a bajar el vidrio de la puerta en un intento desesperado por dejar circular el aire y controlar la temperatura asfixiante del carro. Con el tapabocas puesto, estar dentro de esta nave de cuatro ruedas se vuelve insoportable. Ese accesorio de tela  y material quirúrgico se ha vuelto nuestra pequeña barrera de protección para enfrentarnos a un mundo pandémico.

“He visto demasiadas películas fatalistas. ¿Qué tal que alguna civilización extraterrestre llega en son de paz? Es posible”, me digo. 

Vuelvo la vista al cielo. Dejo que el conductor de atrás siga tocando el claxon, mientras comienzo a pensar que allá, en el espacio, va flotando una sonda espacial con un disco de oro que contiene música y las ondas cerebrales de una joven enamorada, Ann Druyan. Allá va flotando esa sonda, esperando algún día ser descubierta por alguna especie extraterrestre que, espero, sea más amable que nosotros.

***

El vendedor de flores me saca nuevamente de mi letargo cuando insistentemente me pide comprarle un ramo que, ignoro cómo, ya había puesto en mis manos. “No tengo feria”, le digo, y en chinga me arrebata las flores. Luego comienzo a notar que el embotellamiento se aligera. Logro avanzar un par de metros cuando de pronto el carro de enfrente frena de golpe y, sin usar la direccional, intenta invadir el carril izquierdo.

Un montón de cláxones sonando al mismo tiempo de nuevo me hacen salir de órbita y vuelvo a pensar en esa travesía que recorre el disco de oro del Voyager. Justo ayer le preguntaba a Abraham si creía en la existencia de otros planetas con vida inteligente en ellos. “Seguramente sí, pero no creo que nos toque verlo. Quizá seamos nosotros los que hagamos el primer contacto con algo más. Quizá hasta nosotros terminemos siendo los invasores”, me dijo. 

Y sí, es probable. Además, no sería una sorpresa, porque a este planeta,  nosotros, ya lo hemos invadido hasta la médula.

Entonces me doy cuenta de que aunque esté ahí, atrapada en el atascadero, el mundo sigue girando, la vida sigue su curso.

Mis manos comienzan a sudar al volante y de pronto mi enojo comienza a bajar cuando entiendo que estoy encabronada por absolutamente nada. Así que me gana la risa. Por estar ahí pensando en amenazas extraterrestres, cuando la amenaza a la humanidad, aquí y ahora, es un virus microscópico.

Somos

La pandemia global de Covid-19 ha catalizado la degradación del ejercicio periodístico como una manifestación cultural de primer orden. A nuestro lado y en todas direcciones, vemos caer redacciones enteras y explotar medios en una crisis infinita. El mundo como lo conocíamos ha terminado. Sin embargo, nos quedan nuestras historias y el lenguaje que las enuncia desde una particularidad que nos empuja a irrumpir. CONTAGIO es una revista digital de historias para el fin del mundo. Crónicas, híbridos, fotorrelatos y testimonios desde el margen de la Historia. No mantenemos ninguna esperanza, pero creemos en lo nuestro, vivimos ahora y lo escribimos. Nuestra experiencia es proteica; nuestra locura, creativa; nuestro ocio, activo; y nuestra irresponsabilidad, literaria.

Lo que hacemos:

Contar historias

Contarnos cosas

Contactar vida inteligente

Contaminar la blancura mental

Contagiar ideas

Más Historias
Cumbia para el dios muerto
Skip to content