Pintura: Víctor Rodríguez / @victorrodriguez
Abrí los ojos y sentí que algo dentro de mí estaba terriblemente mal. Supe que la cosa era grave porque no tardaron ni diez minutos para atenderme en el IMSS. Del área de clasificación de urgencias TRIAGE me canalizaron rápidamente a una cama y de ahí al área de radiología. ¿Por qué fumé tanto? ¿Por qué no hice más ejercicio? ¿Por qué no dije esto o aquello? ¿Tendré el coronavirus? Estos y otros pensamientos trillados que ya no recuerdo me cruzaron por la mente. Mi corazón estaba traqueteando como el escape de un vocho a punto de estallar y nadie sabía por qué.
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Era 13 de marzo. Los hospitales todavía no estaban a reventar. Una máquina comenzó a escupir garabatos ininteligibles después de que me colocaron chupones en el lado izquierdo del pecho y electrodos en tobillos y muñecas. La cara del doctor era de preocupación. Pronto llegó una enfermera que me entregó una bolsa transparente y una bata rugosa como la incertidumbre. “Ponga aquí su ropa y sus pertenencias”, fueron las palabras que precedieron varias horas de malviaje y despedidas imaginarias.
Me sentía cansado y agitado, como si hubiera corrido a 14.5 kilómetros por hora. El cuadro clínico lo completaba un ligero mareo, falta de aire y presión en el pecho. Morir a los 27 suena como una fantasía muy romántica hasta que estás en la plancha y comienzas a ver de cerca a la huesuda.
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En “A feast for friends”, Jim Morrison recita que la muerte hace ángeles de todos nosotros y nos da alas donde teníamos hombros. Suaves como garras de cuervo. Pero eso lo dijo porque era hippie, estaba gordo y seguramente andaba muy pasado. Que le pregunten a los otros miembros del Club. La muerte hizo de Jimmy Hendrix un cuerpo rígido cubierto de basca y nada más. Ya ni se hable de Kurt Cobain y Valentín Elizalde, otros enaltecidos muertos de 27 años. En el cielo no hay lugar para ángeles con plomo.
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Betty, una señora diabética y triste, fue mi compañera de la cama de junto en las peores horas de mi vida hasta ahora. Llegó al hospital toda vomitada y pálida después de comerse un sándwich de pollo con mole. El personal médico la conocía por sus visitas de cada semana, según pude oír entre el burbujeo del oxígeno y mis pronósticos pesimistas. “Ay, Betty, ¿qué vamos a hacer contigo?”, le dijo una enfermera con condescendencia.
Betty tenía una vibra atribulada como la que expelen esos focos blancos de hospital. En el mundo hay gordos que dan risa, son los más numerosos y naturalmente carismáticos, y otros cuyo talento natural es dar lástima. Betty era del segundo grupo sin dudarlo. Ningún familiar la aguardaba en la sala de espera. Dos camilleros subieron su pesado cuerpo a la cama; tras escuchar su espesa respiración me dieron ganas de llorar. Ella se quedó dormida con esa tranquilidad que sólo se siente cuando estás en casa.
Esa escena podría haber sido una buena campaña de la Secretaría de Salud para desincentivar la ingesta excesiva de chocorroles. Para mí funcionó. Mientras me colocaban el suero en la vena imaginé a tres enterradores deslizando de manera delicada un enorme féretro de caoba, quizá el de Betty, dentro de una fosa. Además de los sepultureros, no había dolientes en ese cementerio de tierra gris y árida. Ay, Betty, qué vamos a hacer contigo.
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¿Hay algo más patético que ir a dar al hospital por comer un sándwich de pollo con mole? Sí, pensar que te vas a morir y aun así preocuparte por cosas del trabajo. El corazón me rebotaba tan rápido como un balón en las manos de Muggsy Bogues, pero yo sólo pensaba en reportarle la situación a mi jefe. Qué lastimoso debe de ser colgar los tenis pensando si mandaste un correo o no. Vivir así, en cambio, es la norma.
Enrique Serna escribió hace años una columna en defensa de los oficinistas en la que afirmaba que Franz Kafka había sido un godínez oprimido por la rutina del “tardes ya”, pero que en lugar de quebrar su espíritu, como lo hace con la mayoría, ésta potenció su escritura y su genio. “No hay mejor acicate para la rebeldía que ver desde adentro la maquinaria trituradora de la existencia”, publicó.
Lo cierto es que casi todas las veces la maquinaria gana porque es más poderosa. Te consume perversamente y te doblega. Por más que le quieras jugar al revolucionario que busca dinamitar el sistema desde dentro. Te mata día con día.
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En un capítulo de Two and a Half Men el personaje de Charlie Sheen siente una presión en el pecho y piensa que está a punto de sufrir un infarto. El compositor de jingles jura que en caso de librarla cambiará su estilo de vida. Durante el desarrollo del episodio descubre que solamente tenía atorado un pedo. Una vez que el gas sale de su sistema, vuelve a su destructivo ritmo de siempre: drogas, alcohol y prostitutas. Yo no recuerdo si prometí algo en esas horas de zozobra.
A pesar de todos los clichés que experimenté en el hospital, no vi mi vida entera en un flashback telenovelesco ni luz alguna al fondo del túnel. Es más, no vi ningún túnel. Tuve tiempo para pensar cuál sería un buen epitafio, aunque la idea dejó de entusiasmarme rápidamente. Tuve tiempo. En el cuarto sonaban los ronquidos de Betty, la efervescencia del oxígeno y la charla chismosa entre uno de los camilleros y su séquito incondicional de enfermeras. Todo el cuchicheo fue tranquilizador.
Desde la cama vi todo desde esa condición de bulto que proporciona el internamiento. El camillero era un chacal musculoso como de 30 años. Aparte de tener buena pinta, era un buen orador y acaso un mejor pesimista. Por varios minutos habló sobre cuántos millones de personas morirían por el coronavirus. Las enfermeras le echaban miradas azoradas. Tuve tiempo hasta para imaginarme las intrigas, los romances y los chistes de pastelazo en esta comedia.
La vida es una sitcom chabacana. Si pones suficiente atención puedes escuchar las carcajadas del fondo. La muerte casi siempre es un drama.
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“Tienes que dejar de preocuparte tanto, dejar de ser tan aprensivo”, recetó la doctora que me dio el alta médica cinco o seis horas después. “Qué gran idea, ¿cómo no se me había ocurrido?”, quise contestarle, como Hank Scorpio, pero me reprimí. La certeza de un ataque de ansiedad es lo mejor que puede pasarle a alguien que durante horas pensó que tenía enfisema o que le estaba dando un infarto. El estado de un vivo, como bien se sabe, es muchísimo mejor que el estado de un muerto.
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Cinco días después de mi visita al hospital se registró la primera muerte en México por covid-19. La víctima fue un señor de 41 años que tenía diabetes y que se contagió, según su familia, en el concierto que Ghost ofreció el 3 de marzo en el Palacio de los Deportes. Dos personas de la redacción estuvimos ahí y nos pusimos lívidos como Edgar Winter cuando escuchamos la noticia. De la sugestión hasta nos empezó a doler la garganta.
La banda sueca abrió la última fecha de su gira mundial con “Rats”, una rola que habla sobre la Peste Negra, la pandemia más devastadora de la historia. “En tiempos de disturbios, en tiempos como estos, creencias contagiosas propagan la enfermedad. Esta desdichada travesura corre ahora por sus almas y nunca se irá”, cantó Tobias Forge, ese profeta pop para metaleros que está más cerca de Lady Gaga que de Varg Vikernes.
A la séptima canción, y con ABBA como música de fondo, el cantante y líder de la banda escenificó la chusca muerte de su personaje Cardinal Copia y su posterior renacimiento como Papa Emeritus IV. Las crónicas de varios medios mexicanos, publicadas dos semanas después del concierto con pretexto del covid-19, describieron aquel acto teatral como el ungimiento del antipapa satánico. Tal vez no detectaron la ironía: para Forge la muerte sólo es un juego.
Un medio de Yucatán fue más allá y dijo que en el concierto se exaltaron símbolos referentes a los murciélagos (animal que se cree fue el causante de esta epidemia), y símbolos mortuorios. Dime cómo piensas de la muerte y te diré quién eres.
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El 20 de marzo se registró la segunda muerte en el país debido al nuevo coronavirus y la curva de la paranoia alcanzó su pico en la oficina. No hay glamour en el encierro. Desde entonces todos trabajamos en chanclas y pants desde casa, justo como hemos leído semana con semana en detallados registros de la vida en cuarentena que nos obsequian varios escritores y periodistas. Los diarios de la pandemia son más tóxicos que la pandemia en sí.
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La pandemia me salvó la vida. Pienso esto, claro, con una dosis tremenda de dramatismo y posiblemente sin consideración por quienes la han pasado mal. En estas semanas no me ha vuelto a faltar el aire y no he tenido taquicardia. He comido bien, como no lo había hecho en el último año. No quiero que esto suene como libro de autosuperación. Tampoco voy a venderles un producto milagro. Pero dejé de fumar e incluso he vuelto a hacer algo de ejercicio. Escucho mucha música, veo algunas series por tercera o cuarta vez y el trabajo me parece más ligero.
Siento que este parón evitó que terminara hecho pinole por ahí. Estos meses de pausa han transcurrido con cierta calma: sin esas prisas por subirse al camión y llegar siempre tarde a todos lados. A cualquier lado. Sin el pinche tráfico, sin todo el apretujamiento y sin todo el estrés. La maldita máquina de matar, Billy Bond dixit, no paró aunque todos los engranes se tronaron. El respiro, para algunos privilegiados como yo, llegó de manera obligada en el contexto de la tragedia. Ojalá se hubiera dado de otra manera.
En “A feast of friends”, Jim Morrison también dice sobre la muerte: “No más dinero, no más disfraces. Este otro reino parece desde lejos el mejor, hasta que su otra mandíbula revela incesto y obediencia floja a la ley vegetal. No iré, prefiero una fiesta de amigos a una familia gigante”. Paso el tiempo con mi hermano y mi mamá en esta pandemia como no lo hacía desde hace mucho por la diferencia de horarios y rutinas. No me imagino una mejor forma de llevar el encierro. Morrison era un poeta que ignoraba todo de la muerte, pero sabía algunas cosas de la vida.