Todos los días de la pandemia son iguales. No sé cuándo es lunes o viernes, da lo mismo. Salgo un par de veces a la semana para comprar víveres y regreso al encierro. Pienso que es domingo porque abro impulsivamente la ventana del cuarto en busca del ruido de los autos, del sonido alegre de la marimba o del bullicio de la gente que cada fin de semana atiborraba los restaurantes y puestos de mariscos de La Viga. Pero no hay nada, solo un silencio funesto.
¿Quién iba a pensar que un virus fuera capaz de paralizar a todo el mundo? ¿Cuándo acabará esta repetitiva irrealidad? Siempre odié todo ese caos que se percibía a un par de cuadras de mi casa, pero ahora lo extraño.
Llevo ocho meses aislado y la angustia aumenta día con día. No hay empleo, se aplazan los pagos. El reloj avanza. Tengo que salir por comida. Se me antoja un pollo rostizado. Imagino el olor del cuerito crujiente de las alas y se me hace agua la boca. Me da un poco de miedo salir a ese lado del barrio porque hay vecindades peligrosas, es una área muy concurrida y el tufo a vísceras del Mercado de Pollo San Juan 2000 es insoportable.
Camino sobre La Viga rumbo a Eje 3, a la altura de los baños Granada y de la mítica cantina El Baluarte de Oro. Paso por los restaurantes de mariscos que lucen casi vacíos por el semáforo rojo. Los meseros con cubrebocas y caretas invitan a la gente a pasar y degustar más de 50 platillos del buffet. Veo desesperación y tristeza en sus rostros. La fatiga enorme de existir.
No hay música en vivo ni ambiental. Las tarimas donde se instalaban los músicos y cantantes desaparecieron. Me invade un sentimiento de nostalgia. Y pensar que ese sonido guapachoso a altos decibeles me ponía los pelos de punta… ¿No va a pasar, patrón? No, gracias.
El calor no cesa y noto que el cubrebocas está húmedo por el sudor que se desprende de la nariz y la barbilla. Cruzo Avenida del Taller y me incorporo al parque lineal que hace un par de años remodelaron. Como siempre hay agua estancada en la fuente de piso, basura por todos lados y la maleza como escenografía.
En una banca de cemento, un teporocho duerme con la boca abierta y porta una playera con el 7 del Manchester United. Ni el mismísimo Beckham podría estar tan cómodo y despreocupado por la vida. Más adelante, me topo con una pareja de jóvenes enamorados que se besan sin temor al “corona”. Seguro es la hora de descanso del repartidor de Uber Eats porque su mochilota verde y la bici no importan en estos momentos.
Al otro lado del corredor, me sorprenden las trompetas desgarradoras de un mariachi, que recuerdan a un difunto con la canción “Nube viajera”: Qué cielo cruzas sin extrañarme nube perdida/Porque no vienes a iluminarme luz de mi vida. En el altar de la Santa Muerte se juntan familiares y amigos que lloran y cantan a todo pulmón, mientras se abrazan y beben cervezas de lata. Un recuerdo molesta menos que una mentira, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador.
Sigo mi camino y pienso otra vez en los músicos de La Viga y su infortunio, que también es el nuestro. ¿Qué será de ellos? ¿Cómo sobreviven? Los restaurantes ya abrieron pero no hay trabajo para ellos. “Hasta nuevo aviso”, hasta que el caprichoso semáforo cambie a verde y ahora sí arranque la cacareada “nueva normalidad”. Tan solo al primer semestre del año, la covid-19 ha provocado que 11.9 millones de personas no encuentren o se queden temporalmente sin empleo, según datos del Inegi. A estas alturas es irrelevante poner atención o desgastarnos que si la curva se aplanó o no. El daño está hecho. Ya nada será igual. La oportunidad de escapar siempre estuvo ahí. Finalmente, la necesidad económica pudo más que el miedo al coronavirus, que ha dejado hasta el momento más de 110 mil muertos en nuestro país.
Lo que me queda claro es que, a pesar de cientos de talleres en línea, conferencias, cursos, charlas literarias, enlaces, juntas vía zoom, recetas de comida, recomendaciones de series y de los dichosos Tik Tok, cuando termine este infierno seremos los mismos de siempre, pero un poquito peor.
Yo no entiendo por qué
Layo López se cuelga la guitarra y sale a la calle para ganar dinero y darle de comer a su familia (esposa y tres hijos). Un día toca en mercados públicos, otro en taquerías o en puestos de garnachas. Hay personas que le regalan una moneda o de plano ni lo voltean a ver. A veces regresa cabizbajo con 30 o 50 pesos en la bolsa. Las deudas lo abruman. Falta pagar el teléfono y la luz, el refrigerador casi está vacío. Atrás quedaron los días que ganaba 500 pesos por una jornada laboral y, en un turno bueno, hasta mil pesos cuando tocaba y cantaba en el restaurante de mariscos “Vikingos 2”, donde desde hace ocho años amenizaba las comidas de los parroquianos con música ranchera, salsa, cumbia y uno que otro bolero.
Layo tiene 50 años de edad y laboraba los fines de semana (viernes, sábado y domingo). Llegaba a las dos de la tarde para montar su equipo y en punto de las tres arrancaba con canciones de Yaguarú, Cañaveral o Los Gatos Negros. Dependiendo del tránsito y del transporte público, hacía dos horas de Santa Clara, Ecatepec, al establecimiento que abrió sus puertas en 1993. Cumplía cuatro turnos de 45 minutos por 15 de descanso. Hay lugares donde se permite cobrar por melodía, pero allí está prohibido, lo único razonable es “pasar la copa” y esperar el buen gesto de los comensales.
A principios de marzo, el gerente del lugar le dijo que ya no podía tocar por disposición oficial. Los restaurantes cerraron por más de tres meses y dejaron a la deriva a músicos y cantantes. “Llevo cuatro meses sin trabajar ahí. Se nos vino abajo el mundo. Te mueven todo. Cualquier empleo puede terminar y te vas en busca de otro, pero con la pandemia a dónde vas, no hay nada. Quedas en el desamparo”.
Desde hace 33 años, Layo se dedica de tiempo completo a la música. Ensaya de lunes a jueves cuatro horas diarias, prepara los temas, afina sus instrumentos y trata de mantener en buen estado las bocinas, la consola y la computadora que le ofrece secuencias y pistas de las canciones. Está esperanzado que el confinamiento no dure tanto porque “de por sí la esto está mal pagada y poco valorada. Es una cosa terrible lo que estamos pasando todos los compañeros. Sufrimos porque de golpe nos quitaron nuestra fuente de trabajo. No hay eventos, no hay fiestas, ya no queda nada”.
Hace poco tuvo que vender un micrófono, un amplificador que no usaba, y espera que no llegue el momento que tenga que prescindir de sus instrumentos, como lo hicieron algunos de sus colegas. La gente no compra como antes, se nota la carestía. Para Layo no es tan fácil ingresar a un negocio y tocar. No dan chance.
En la colonia donde vive, solo se habla de contagios y muerte, que si ha fallecido tal vecino o conocido. Por eso él y su familia no bajan la guardia y toman todas las precauciones necesarias como usar cubrebocas, lavarse las manos continuamente y desinfectar el dinero. Nadie puede acabar con la música, pero hay días de silencio y zozobra. “En casa tenemos estados de depresión. Solo pienso cómo va a terminar todo esto, qué será de nosotros. De repente, hay que crear otra forma de vivir, cambiar ciertas costumbres”.
Gracias a su padre, que tocaba “La malagueña”, descubrió su amor por la música. Tenía siete años cuando quedó hipnotizado con los acordes y la voz de su viejo, un albañil que todos los domingos interpretaba canciones como hobby. El pequeño Layo pasaba casi todo el día rasgando las cuerdas de la guitarra hasta que le arrebataban el instrumento para que se fuera a dormir. Agarró “colmillo” poco a poco hasta que la práctica le permitió cierto profesionalismo.
Cuando recibió su primer sueldo aún no cumplía la mayoría de edad, por unos instantes fue feliz cuando vio en la palma de su mano una moneda de 10 pesos. Además de tocar en esa especie de cantina, que en realidad era una casa hueca para beber hasta altas horas de la noche, por los rumbos de Coatepec, Layo ha pisado escenarios de diversos bares, restaurantes y salones de baile como Las Espuelas, El Bahía, El Caballo Loco o cabarets como el Rin.
“Si haces lo que te gusta y te pagan, es lo mejor. Si un grupo me invitaba a tocar lo hacía sin pensar porque podía aprender de los demás y así se me abrieron muchas puertas. La música es muy noble. Mi único afán es poder despertarle una emoción a la persona que me está escuchando”.
En casa de sus padres ponían norteñas y rancheras, no sabe con precisión de dónde salió el gusto por la música medieval. Lo que sí sabe es que cuando escucha los violines, el arpa, las liras, el monocordio, la flauta y el órgano de esas melodías, lo relaja y lo transporta a lugares de paz y felicidad.
—¿Qué canción te definiría en estos momentos tan complicados?
—Hay una que no había escuchado y que te hace pensar muchas cosas: “Moños negros”, de Los Dos Carnales. Es una especie de bolero-ranchero. Es un tema que no me puedo quitar de la cabeza en estos días de covid.
Yo no entiendo por qué/hasta que te vas/te dicen querer/con amor sincero/hablan bien de ti/que ¿por qué paso?/si tú eras tan bueno/cuando uno estando aquí/ni los buenos días muchos recibieron
Mundo ideal
Cuando Ely Capistrán se despierta cada mañana, lo primero que le llega a la mente es la canción “Eres mi ángel”, del Súper Show de Los Vaskez: amarte significa darte un beso y poder soñar/estar junto a ti es como tener un mundo ideal. Esta melodía se la canta a su hijo desde que estaba embarazada de él. En tiempos de desesperanza, Ely piensa positivo porque si se deprime caería enferma y eso no se lo perdonaría con un bebé de un año y medio. El pequeño es la razón de su existir, por él hace lo que sea.
A pesar de no tener empleo desde marzo, se siente afortunada de ver cómo crece su chiquillo y da sus primeros pasos. Todos estos momentos no los viviría si siguiera cantando en el restaurante Marisquero.
Desde el inicio de la pandemia, el presente se nos aparece como inalterable y eterno. Pero Ely no se quedó estática ante la frase “hasta nuevo aviso” que le dijo su jefe y decidió vender comida porque de los ahorros que tenía, no quedaba nada. “Estos meses los he enfrentado con honestidad. El dinero lo iba a usar para el bautizo de mi hijo, soñaba con una fiesta grande, pero lo vamos a bautizar sin celebración. Gracias a dios, mi esposo y yo hemos cumplido con la renta y otros gastos”.
Para la cantante de 38 años, cerrar los restaurantes y luego prohibir la música en vivo es algo horrible porque es lo único que sabe hacer. Lo más seguro es que pueda retomar su trabajo hasta el próximo año. Le da risa que cada restaurante de La Viga luchaba por escucharse más fuerte, las bocinas a lo máximo para llamar la atención de la gente y conseguir clientela. Desde hace cinco años trabajaba en Marisquero, con un turno de cinco horas por día, entre semana o sábados y domingos, según la programación que llevaba el gerente del lugar. Ganaba 600 pesos diarios como sueldo base, pero se recuperaba con las propinas que alcanzaban los mil 200 pesos.
Ely vive por el Metro Iztacalco y tomaba un taxi para transportar dos bocinas de 15 pulgadas, una consola de seis canales y una laptop que le ayudaba a programar las pistas de las canciones con un amplio repertorio de bolero, salsa, cumbia, ranchera, balada y norteña. Lo más ecléctico posible para complacer a los comensales. La oriunda de Veracruz no tiene ningún ritual especial a la hora de cantar, pero tiene la costumbre de no tomar nada frío. A pesar de los cuidados a su garganta, le detectaron nódulos por el desgaste que ha sufrido a lo largo de 24 años de carrera.
El padre de Ely tocaba la guitarra y el acordeón como una forma de distraerse y pasar el rato en casa. Participaba en el coro de la iglesia y promovía la creación de grupos musicales. Cada vez que la pequeña Ely escuchaba la voz de su padre, notaba algo cálido por dentro y una calma llenaba los huesos de su cuerpo. Quería cantar, pero tenía que pasar la prueba. “Como que sí tienes buena voz”, admitió su padre y Ely nunca olvidó esa sensación reconfortante. Aquellas palabras siguen acudiendo a ella.
Así que su vida se precipitaba hacia delante; a los 14 años se convirtió en cantante de un grupo versátil que peregrinaba de un pueblo a otro de su natal Veracruz. Por allá es muy popular la cumbia, pero su progenitor la obligaba a cantar ranchero y boleros. Poco a poco su voz fue madurando y encontró su propio estilo.
“Mi influencia principal es Yuri y Daniela Romo. Yuri nació afinada, abre la boca y está entonada. Recuerdo que cuando tenía tres años le decía a mi mamá: ‘yo quiero ser Daniela Lomo’, no podía pronunciar la ‘r’. Para mí cantar una canción de Yuri, es lo máximo”. También le gusta interpretar canciones de Javier Solís, José José y del salsero Frankie Ruiz.
Ely no puede evitar hablar del día en que unos maleantes la asaltaron saliendo del Metro Aculco. Apenas había entrado al Marisquero, cuando dos chavos con pistola la encañonaron y le robaron un micrófono y una computadora. Fueron instantes de terror y coraje. Tuvo que conseguir una laptop prestada para poder cantar con las pistas, pero todo fue un verdadero lío: la música que ponía a través de Youtube se paraba o simplemente cargaba mal por el internet defectuoso del lugar. Le han sucedido muchas cosas semejantes, pero sigue “terca” en el camino de la “cantada”.
Sabe que tendrá que aguantar semanas, quizá meses, para volver a los escenarios. Mientras tanto, alimenta sus redes sociales, actualiza su Facebook con videos en vivo (Ely Capistran Voz Versátil) y abrirá próximamente su canal en la web.
Pasan los días y Ely prefiere amanecer cada día al lado de su bebé con una mínima apariencia de normalidad, verlo jugar y hacer travesuras, y seguir con su vida mientras le sea posible con el temor y la esperanza de recibir una llamada que le anuncie buenas noticias como la contratación en una fiesta particular, es la ilusión que tiene en el corto plazo. Su gran sueño es grabar un disco “campechano”, que traiga de todo, ese sería el enorme pendiente por cumplir. Porque para ella la música es alegría, pero también es una forma de soñar.
Si así es la vida
A los 15 años, tuvo que aprenderse de memoria decenas de canciones tropicales, no quería desperdiciar la oportunidad. Se encerraba en su cuarto, donde no podía oírlo nadie, y soltaba una voz intensa y dulce de salsero. Le parecía increíble que esa voz adolescente fuera de él. Le desconcertaba ser rockero, tocar la batería y, al mismo tiempo, cantar en un grupo guapachoso. Desde esa vez que cantó en un bar han pasado 12 años y su sueño sigue intacto: lanzar una canción que todo mundo la cante, un hit que pueda sobrevivir el paso del tiempo.
A Domingo Segura no le interesa la fama. Es consciente de que la carrera de un cantante es tan larga como un maratón. Ha cantado en pequeños restaurantes y pizzerías, y en grandes foros como La Maraka, Mambo Café, Rodeo Santa Fe y en la Arena Ciudad de México. Se siente afortunado de vivir de la música, su única y gran pasión. Le gustaría ser reconocido a un nivel alto en la industria, pero nadie le puede arrebatar la experiencia de haber trabajado con una de las Sonora Dinamita, Merengazzo 21, Orquesta Stevens, Aldo Ruiz, Danny Daniel, La Típica y conocer a figuras como el maestro Alberto Barros.
“Todo lo que he logrado me llena de satisfacción. No llevo ni la mitad, no soy alguien reconocido, pero he podido codearme con ese tipo de grandes artistas. Volteo y me dan más ganas de salir adelante. Sé que en cualquier momento voy a tener esa chispa de suerte y que pegue una canción a lo grande”.
En el año del coronavirus se sufren los más terribles contratiempos, como si de repente cayeran buitres sobre nosotros. Todo presagia muerte y desolación. Cada quien resiste a la pandemia como puede. Domingo tiene el hábito de la cultura del ahorro, lo que le ha ayudado a sobrevivir más de cuatro meses de desempleo. Sin embargo, el dinero se esfumó. Está tranquilo, pero angustiado. La estabilidad económica que le brindaba cantar y tocar en el Marisquero se hizo pedazos. Le acabaron diciendo que no podían absorber los gastos ante el cierre inminente del negocio, a pesar de que en febrero aceptó reducirse el 50% de su sueldo de 600 pesos.
Desde hace cinco años llegó al “mejor buffet de mariscos de La Viga”. Trabajaba sábados y domingos con un horario de tres de la tarde a siete de la noche, según la cantidad de gente que se encontrara en el lugar. En un día bueno, alcanzaba a juntar mil pesos de pura propina. El joven de 27 años tocaba todo tipo de música y no podía faltar en su show el sonido de los timbales y de la trompeta. Desde ciudad Neza se trasladaba en una camioneta donde cargaba todo su equipo de sonido, instrumentos, cables, computadora y otros artefactos.
Domingo sabe que los sueños en este país son muy frágiles y cualquier traspié los puede hacer trizas. Gracias a los eventos privados de máximo 20 personas ha salido adelante y ha sostenido la consigna de subsistir de la música. Vive con sus padres que tienen una edad avanzada y se ha hecho cargo de los gastos de la casa. Su papá es dueño de un taxi en el aeropuerto capitalino que está sin clientes. Trata de cuidarlos al máximo y no les permite salir a la calle. Cuando regresa a su domicilio, luego de amenizar una fiesta particular, sumerge la ropa en jabón y se baña de inmediato para no poner en riesgo a sus viejos. Domingo lleva una rutina para que no se le haga tan pesado el día: sale a las compras, ve series en las diversas plataformas en línea y hace un poco de ejercicio.
“Estábamos acostumbrados los tres a salir de fiesta. Me acompañaban cuando tenía tocadas en salones, tienen una personalidad alegre, pero ahorita no se puede. A ellos sí les ha afectado el encierro, se sienten desesperados y con ansiedad”.
Los días pasan y la mente se desgasta. Domingo es realista y comienza a trazar un “plan B” porque el futuro lo ve bastante gris. Piensa alternar la música con la venta de ropa o calzado mientras las autoridades den luz verde para volver a tocar en vivo. En caso de no tener el dinero suficiente para mantener a su familia, podría vender la camioneta, algunas pertenencias personales y como última opción los instrumentos.
Domingo sabe que la vida es corta, pero la música es eterna. Intenta no pensar de más y seguir el consejo de la canción “Vivir mi vida”, de Marc Anthony. Y para qué llorar, pa’ qué/Si duele una pena, se olvida/Y para qué sufrir, pa’ qué/Si así es la vida, hay que vivirla, la la la…
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Una versión más corta de esta crónica fue publicada en el suplemento El Cultural (número 284) de La Razón de México.