No sé si a Juan le gustaban las flores. Aunque sí que le fascinaban Los Freddys. Ponía sus canciones en la rockola con frecuencia; “Es mejor decir adiós” o “Déjenme llorar”, alguna de esas pegada con otra de Los Solitarios o Los Pulpos. Juan. Algunos lo apodaban Sergio Aguayo, otros lo llamaban simplemente El Mesero; para mí era Juanito. Yo para él, Mi Flaco.
Apenas me veía entrar, se paraba frente al grifo de la barra para servirme una bola oscura. Sonriente la aplastaba en mi mesa, en alguno de los gabinetes pegados a la pared, y ahí se quedaba el vidrio unos segundos, reposando, con el líquido negro supurando espuma. ¿Has visto a Brito, dónde anda El Gil, qué pasó con El Perrito? Juan me preguntaba por mis amigos mientras se secaba el sudor. Se llevaba bien con todos, con aquella cofradía de viciosos que planchábamos las banquetas del Centro Histórico por las madrugadas.
Por años fue así. Estábamos muy juntos, nos sentíamos muy juntos. Él sabía nuestros horarios y mañas; nosotros las suyas. Por ejemplo, los miércoles descansaba, los lunes le tocaba limpiar el baño y los viernes hacer cuentas. Los martes se iba a volantear por el rumbo y llegaba asoleado para servirse un trago a escondidas. Solía esquinar una bachita de lo que fuera y la iba vaciando conforme la jornada avanzaba y los clientes se sentaban y paraban. Ron, vodka, anís. A veces ya andaba ladeado cuando llegaba la noche y se ponía a platicar. Así supe que vivía con su madre y también que para enamorar a una mujer, según me dijo apuntándome el pecho y acomodándose las gafas, nunca habrá nada como llevarla al cine y luego de compras, para regalarle zapatos.
De cinco mil veces que fuimos a esa cantina donde Juan laboraba como mesero estrella, en cuatro mil 987 ocasiones nos cobró de más. Él mismo, Juan. Hacía las cuentas en la oscuridad y, al encontrarnos con la lengua trabada, luego de rondas y más rondas de bolas, le sacaba punta a su índice y medio y nos picaba los ojos. El cabrón nos calentaba el cogote con sesadillas y caldo de camarón, habas con chile y palomitas; y luego, ya brutos, pasadas las tres de la mañana, hinchaba la cuenta. Mareados, tullidos, nos valía que se manchara. Sabíamos que nos ponía números extra, pero pagábamos sin de tosferina hacerla. Es más, siempre le dejábamos su buena propina. Era lo menos que podíamos hacer. Nos abría cuando la cortina estaba bajada y podíamos quedarnos hasta el final de los tiempos; es decir, cuando hacía su acto de mutación y se transformaba en muleta para sacarnos rengueando y así encaminarnos a Los Cocuyos.
Juan. Estuvo ahí, dando rondines, mirándome de lejos carcajearme, durante varios de los momentos más felices que he vivido hasta ahora. Pero también se mantuvo alrededor en los ratos ojetes, los minutos donde encontré remanso ahí, en esa cantina de la calle de Bolívar a la que llegué no sé cómo ni cuándo para pedirle milagros al Santo Niño Cieguito que en una de sus paredes habita, tras una vitrina. Un chamaco que llora sangre y cuyo ropón presume fotos tamaño infantil trepanadas por un alfiler. El mismo santito al que nos encomendamos cuando con Juan correteamos al parroquiano que rompió a puñetazos una de las puertas de la cantina; el mismo infante al que le agradecimos que tras sus espaldas nos faltaran brazos para abrazarnos siempre, los amigos, entre tragos.
Ignoro si a Juan le gustaban las flores, pero hace poco amaneció rodeado de ellas. Una foto suya, en la ofrenda de la cantina para la cual sirvió bebidas durante décadas, nos hizo saber que había muerto. Como pasa en estos casos, el asunto ocurrió sin aviso, de chingadazo. “Me enteré de que se contagió de covid y en plena crisis fui a visitarlo”, les escribí a los integrantes de aquella cofradía de la que hablé; los borrachos de siempre, los mismos que prometimos brindar en su honor, a solas, cada quien por su lado. “La última vez que lo vi parecía triste”, les platiqué; la clientela había bajado de modo escandaloso, las deudas alcanzaban obesidad mórbida y la crisis sanitaria parecía no tener salida de emergencia.
Mientras alzaba mi chela por los aires, a solas en casa, brindando por la memoria de mi estimado Juan al tiempo que sonaban Los Freddys, sentí cómo con su partida se iban poniendo borrosos varios recuerdos felices, aquellos instantes en los que mi cabeza despilfarraba serotonina, tal como pasaba con la espuma de las oscuras que aquél me prodigaba. Los sorbos me supieron más amargos que nunca porque con ellos se fueron diluyendo las risas de antaño mientras en mi cabeza se dibujaba esa esquina de Bolívar y El Salvador, allí, donde, como deudo resignado, sobrevive aquel negocio, La India. La cantina cuyo centinela se ha ido para dejarla serena, viviendo su duelo, añorando los días de las deshoras en que ningún milagro parecía imposible.