Ilustración: Salvador Verano Calderón / @amordeverano
A principios de la década de los noventa cursaba el primer año de secundaria. Mi cabeza era un caudal de dudas y temores provocado por la desinformación y un clima escolar denigrante, que generalmente me llevaba a interesarme en las peores materias, esas que por supuesto no venían incluidas en los programas de estudios. Y cuyo corpus académico se impartía en los pasillos de la institución. Desde el túnel que había detrás del baño de las mujeres, pasando por la maestra que enamoraba alumnos, hasta el prefecto que te dejaba salir de la escuela si le comprabas una gordita y una Pepsi los martes. Pero lo que llamaba más mi atención, era escuchar a los de tercero hablar de un “ovni”. ¡Sí, un ovni enorme! De esos que estaban de moda y solían surcar los cielos de nuestro país y eran protagonistas de programas de televisión que duraban toda la madrugada, en los que Nino Canún presentaba “evidencias” de su existencia.
Por azares del destino y del refresco de cola mezclado con ron dentro de un pepsilindro, conocí a Omar a.k.a “El Acné” y gracias a él me hice parte de ese “cru” al que todos le temían en esa deplorable secundaria.
Justo a la semana de conocerlos, me gané su confianza sin la necesidad de recibir mi “bienvenida”, un ritual salvaje que consistía en un jaloneo de greñas durante 30 segundos, denominado “TrikiTriki”, el cual se le daba a los pobres mensos que se querían juntar con los malos del patio trasero. Esa misma confianza hizo que me invitaran a irnos de pinta, el siguiente martes, al Bosque de San Juan de Aragón, que para ese entonces era un pinche paraíso para las parejas calenturientas y los cabrones sin “quiacer” que no entrábamos a la escuela y preferíamos caminar por el pasto mojado y crecido.
Ese martes, muy temprano, ya fuera de la escuela, nos dividimos en tres grupos para comprar lo que llevaríamos al bosque para pasarla bien. El primer grupo se fue a la casa del Cartucho, que traía 2 litros de thinner, un bote de Refractil Ofteno (gotas para los ojos, que se tragaban para ver doble) y una bolsa de mota. El segundo, y más nutrido, fuimos a la vinatería por un Uruapan de a litro, Pepsi y 50 varos de recorte de jamón. Los restantes fueron a la casa de Gerardo por latas de atún y una patona de tequila.
Ya armados, nos fuimos caminando hacia el bosque, todos uniformados, atentos y cuidando que no estuvieran por ahí los porros de la vocacional. Gerardo, Mateo, Cartucho, Acné, Caro, Esteban Pitufa, Karina, La Pescado, Sara y yo, el más inexperto, con 11 años de edad y temblando de miedo y emoción.
Cruzamos el bosque entre risas, empujones y saltos casi infantiles. ¿Infantiles? Claro, si ninguno rebasaba los 14 años. En un claro nos sentamos a preparar las bebidas en nuestros pepsilindros de los Picapiedra. Mientras Cartucho y Cano se peleaban por el trocito de caña que venía en el pomo de a litro, Gerardo armaba el toque con los “Faros” y las chicas jugaban a deslizarse en las resbaladillas, valiéndoles madre si los demás veíamos sus calzones blancos de algodón.
—¿Ya están listos todos? –gritó Gerardo.
—¿Listos para qué?
No tenía ni puta idea hacia dónde nos dirigíamos y mucho menos para qué se había preparado tan suculento manjar. Omar se acercó de manera agresiva, y me dijo:
—¿Te acuerdas que me habías preguntado lo del ovni? Ahora sí vas a saber qué pedo.
Entramos por un hoyo de la reja y detrás de los viejos árboles, lo vi: era un platillo volador, enorme y malhecho, que se encontraba dentro del área de convivencia infantil. De lámina color gris y una altura de 10 metros. Me solté a reír hasta casi mearme. El ovni del cual hablaban esos güeyes era una pinchurrienta atracción de feria.
—¡Qué pendejo eres! –me decía una y otra vez, mientras Karina me tomaba de la mano para acercarnos al ovni. Gerardo conocía al encargado de aquel enorme engendro “aterrizado” a cuatro patas sobre gravilla roja y tierra suelta, cuya polvaredas te hacían cerraban los ojos cuando había corrientes de aire. El plan era sencillo: pasaríamos en tres grupos, de manera ordenada, sin provocar sospechas, debido a que llevábamos el cargamento de apendejadores.
Uno por uno fuimos subiendo por las escaleras rectas, pelonas, sin ningún elemento de seguridad. No exagero al decir que si alguien se resbalaba y caía, no la hubiera contado. El último en subir fui yo, con mi pepsilindro lleno de alcohol y una incertidumbre que me hacía temblar en cada peldaño. Solo el calzoncito blanco con rosa que Karina me mostraba descaradamente me impulsó a llegar hasta la cima de la nave extraterrestre. Ya dentro, escuché el grito de Gerardo:
—¡Nos vemos en el marciano!
El interior del platillo volador era un maldito laberinto, apestoso a orines y mierda, que a medida que avanzabas se hacía diminuto obligándote a agacharte. Karina apretaba y jalaba mi mano dándome ánimos. Por fortuna, cuando el calor empezaba a hacer estragos en mi cuerpo, llegamos a una zona de focos de colores que prendían y apagaban al paso de los visitantes, indicando el fin de aquella excursión salvaje. Ahí estábamos todos arriba de un marciano alargado de fibra de vidrio que se encontraba relajado y acostado en el piso.
—¡A darle morros! –dijo Gerardo, mientras prendía el gallo y abrazaba a La Pitufa. Poco a poco el humo empezó a inundar al Marciano y los pepsilindros a vaciarse. El olor a thinner que escapaba de la mano del Cano me hizo alejarme un poco, buscando unas corrientes de aire que entraban por unos orificios ubicados en la parte superior del ovni.
La atracción era prestada por un par de horas, antes de su apertura. El encargado nos avisaría cuando empezaran a subir los otros pinches chamacos. Karina fue a sentarse a mi lado, con una botella de agua y un “farito” entre sus labios. No sabía por qué esa niña de tercero se me acercaba y mucho menos porqué me había tomado la mano toda la mañana.
—¿Tienes morra? –me preguntó Karina, mientras le daba un jalón a su cigarro.
—¡Sí, claro! –fue mi respuesta pendeja, aunque en realidad ni siquiera sabía besar, ni mucho menos cómo hablar de amor con una mujer.
Ella se acercó muy despacio a mi cara, que para ese momento parecía haber sido moldeada a madrazos: los ojos rojos, pequeños y la boca seca, como los refrigeradores de cerveza de las tiendas de barrio en tiempos de pandemia. Sus labios simplemente se juntaron con los míos, mientras un olor penetrante a tabaco emanaba de su respiración agitada, lo cual terminó por alejarme de su boca.
—¡Cámara putos, ya van a empezar a subir! –gritó el encargado del platillo.
Gerardo nos gritó que abandonáramos el lugar cuanto antes. Gritos y silbidos alertaban a todos los que habíamos compartido el paraíso aquél. Karina trató de levantarme pero no podía ponerme en pie debido a la cantidad de mierda que había metido a mi organismo. Recuerdo haber visto a La Pitufa encuerada. A la Pescado en calzones, casi vomitando, y al Cano risa y risa besándose con Sara. Eso reflexionaba cuando pude divisar una pinche luz al final del túnel. Karina me dijo: ”¡Ponte abusado, viene una resbaladilla!”.
Dentro de mi viaje, veía que el ovni aterrizaba en una playa de colores, con palmeras enormes, hasta que desperté y una resbaladilla en forma de caracol nos llevó directo a la tierra. Literal, a la pinche tierra. Acabé lleno de lodo debido al sudor que tenía mi cuerpo. No sabía dónde estaba ni qué madres hacía ahí. Karina me llevó al pasto, en calidad de bulto, con mis demás compañeros, quienes reían, besaban, vomitaban y orinaban por turnos.
Esa fue nuestra rutina de los martes durante los tres meses siguientes, hasta que descubrieron lo que hacíamos. Gerardo y Cano fueron detenidos justo un día que estuve enfermo. Recuerdo que ese día me enojé con mi madre por haberme dejado en casa toda la semana. Karina dejó de ir a la escuela, al igual que la mayoría del crew, debido al escándalo ocasionado por las excursiones semanales al ovni de San Juan de Aragón. Ahora todos ríen cuando cuento la historia del ovni y termino enseñando el tatuaje que me hice del mismo y mi viaje dentro de él.
Ayer, unos vecinos comentaban que debido a los cambios que está sufriendo el mundo, debido a la pandemia de covid-19, objetos voladores no identificados surcan con mayor frecuencia los cielos de nuestro planeta. Una de esas vecinas afirma que algunos vienen a darnos información para salvar a la tierra, y otros, probablemente, para llevarnos consigo a otro planeta.
Si esa segunda teoría fuera realidad, me encantaría que ese mundo se pareciera al interior de nuestro viejo Objeto Volador No Identificado de San Juan de Aragón: lleno de morras desmadrosas, mota, alcohol barato, cigarrillos Faros y tuviera, cómo no, una pequeña y paradisíaca playa de colores.