Postales del exilio y del abismo

Son las 8:30 de la mañana del 16 de abril de 2020. Estoy caminando por el estacionamiento congelado de un centro comercial en Montreal, rumbo a una tienda de autoservicio. Hace unos minutos me cancelaron la junta que tenía, a las 9:30, en las oficinas de la editorial donde laboro, así que pienso aprovechar para comprar algunas cosas que necesito. La persona que encabeza el proyecto, una francesa de nombre Brigitte, acaba de informarme por teléfono que debido a la contingencia sanitaria el gobierno mandó al télétravail a todas las personas cuyas actividades no sean consideradas como esenciales, por lo que tendremos que  ajustar dinámicas y equipos durante los próximos 15 o 20 días.

Nadie se imagina lo que está por venir, así que nuestras reacciones son un reflejo de nosotros mismos. Los optimistas, como Brigitte, creen que todo va a pasar en unos cuantos días. Los escépticos pensamos que nada puede ser tan grave; que están exagerando. Y los catastrofistas… los catastrofistas parecen haberse reunido todos aquí, en este Walmart, para comprar, con la mirada enfebrecida, alcohol y desinfectantes; pero, sobre todo, papel higiénico. Rollos y rollos. Pequeñas montañas que desbordan sus carritos de supermercado. Una cosa ridícula. Como si tener el culo limpio fuera a volverlos inmunes al virus.

Me abro paso entre ellos para llegar a donde están los artículos que necesito. Todavía no comienza la paranoia con respecto a la cercanía del prójimo ni con los cubrebocas, pero algunos destellos de locura ya brillan en los ojos de estas personas que, exudando miedo y ansiedad, se aventuraron a salir de sus casas esta mañana lluviosa, a -23° C, para comprar frivolidades. 

Mientras trato de alcanzar el whisky y las salchichas, observo cómo dos mujeres obesas de mediana edad, una negra y otra rubia, pelean por el último paquete de papel higiénico. Botando saliva, se maldicen en francés y forcejean hasta que un empleado interviene amenazando con llamar a la policía. Pero las madames no piensan renunciar tan fácilmente a su tesoro e intensifican los jaloneos. Exasperado, con el rostro colorado como salsa de tomate, el hombre les arrebata el papel y les ordena a gritos: Vous devez partir, maintenant.

Puta madre, pienso, un Apocalipsis de mierda se debe estar avecinando.

***

Llevo dos semanas saliendo de mi casa sólo para lo más indispensable. Es tres de mayo y aquí sigue nevando. Todos los días, a la una de la tarde, escucho por la radio la conferencia de prensa del Premier Ministre de Quebec, François Legault, un tipo soberbio y limitado, como la mayoría de los políticos del mundo, que responde con evasivas y bufonadas a los agudos cuestionamientos de los reporteros canadienses. 

El tipo asegura que todo está bajo control. Que la ciudad está segura. Que estemos tranquilos. Pero evidentemente algo no cuadra. De cualquier manera, a pesar de que la gente ha cumplido más o menos con las recomendaciones sanitarias, la pandemia de covid-19 sigue avanzando sin tregua. Hoy, por ejemplo, amanecimos con 14 muertos y 40 por ciento más de ingresos a terapia intensiva que ayer. La mairesse de Montreal, Valérie Plante, una mujer que parece más sensata, ha llamado a la población a redoblar esfuerzos y anunció medidas más estrictas: la policía ha sido facultada para disolver reuniones, públicas o privadas y pueden detenerte para preguntarte dónde vives o a dónde vas. 

A varios vecindarios, incluidos uno francés y uno judío, se les han aplicado restricciones de movilidad. Quienes viven ahí no pueden salir y, si se quedaron afuera, tampoco entrar. El gran Festival de Jazz y el Juste pour rire, de comedia, han sido suspendidos definitivamente. Y por si fuera poco, el estado de emergencia se extendió, tentativamente, hasta el 1 de junio.

A los habitantes de la región donde habito se nos recomienda salir a hacer las compras una vez por semana, en un solo lugar y correr o caminar en los parques, a diario, guardando lo que han llamado “distanciamiento social”. La verdad, no es mucho lo que nos están pidiendo.

Pero no dejo de pensar en México, donde todo parece ser un caldo de cultivo perfecto para el desastre. Trato de evitarlo pero a veces tengo miedo. Ayer, mientras hacía las compras en una épicerie, estuve a punto de sufrir un ataque de pánico. Como aquellos que sufría hace años; esos que estuvieron a punto de hacerme saltar de un edificio. No sé cómo conseguí controlarme, pero llegué a mi casa sofocado y con una temblorina espantosa en el ojo izquierdo. 

No tengo idea sobre lo que vaya a pasar cuando termine todo esto pero, como siempre, soy pesimista: no creo que nadie vaya a ser mejor persona; acaso peor. De cualquier forma, no pierdo las esperanzas de volver a tomarme una cerveza en aquel agujero apestoso de la calle de San Jerónimo, riéndome a carcajadas con mis amigos, mientras veo cómo, teñida de rojo, se va muriendo la tarde sobre el viejo Claustro de Sor Juana del Centro Histórico de Ciudad de México.

Espero que así sea.

***

Mis vecinos son italianos. Muy temprano, recibieron visitas —otras dos parejas italianas de mediana edad— y han estado bebiendo y hablando en voz alta desde entonces. Ahora están borrachos y tristes. A través de las paredes los escucho sollozar. Por lo que alcanzo a entender, uno de ellos acaba de perder a su padre en la epidemia, allá en Padua. Los demás lo confortan y le dan aliento. Después brindan a la memoria del fallecido y entonan una canción que me parece lo más triste del mundo.

Pienso en México. En mi madre. En la risa de mis amigos. En lo frágiles que somos todos y cada uno de nosotros. Afuera, el viento ulula, fantasmagórico. Tuve que venir hasta aquí para entender a cabalidad el significado onomatopéyico de su verbo. En el radio, la mairesse de Montreal acaba de decir que esto no ha hecho sino empezar. Que nos preparemos porque viene lo peor.

Miro por la ventana. La calle está vacía. Y oscura. Salgo y enciendo un cigarro. La cerveza me sabe a amargura y soledad. Un chico negro pasa a unos metros de mí, fumando parsimoniosamente un porro de mariguana. Bonsoir, monsieur, me dice. Buenas noches, amigo, le respondo. Sus pasos resuenan con fuerza en el pesado silencio de la noche. Le doy una larga calada a mi cigarrillo. Después expelo el humo con lentitud.

Las distopías ya no son tan entretenidas cuando se viven en carne propia, pienso y suelto una risita siniestra. 

Hace frío.

***

Las imágenes son espeluznantes: paramédicos en trajes blancos, que los aíslan de la cabeza a los pies, desfilan frente a las cámaras arrastrando cápsulas herméticas, ocupadas por bodybags negras, cuyo interior se adivina rígido. 

Pero lo verdaderamente dantesco es lo que no se ve en el televisor. Lo que está pudriéndose en el interior de esa casa de retiro. Decenas de cadáveres cagados, vomitados, tiesos de fluidos y rigor mortis, que murieron esperando, inútilmente, al menos una palabra de consuelo o un vaso de agua. Mientras el reportero da su nota, pálido de espanto, la presentadora se ha quedado sin palabras y sólo repite débilmente Mon dieu, Mon dieu

Es la Residencia Herron, el primero de los hogares para ancianos (en los que se paga hasta 10 mil dólares por mes) convertidos en casas del terror, que se irán encontrando a lo largo de la pandemia. Sitios abandonados por enfermeros y administrativos, quienes, horrorizados por la virulencia de la nueva enfermedad, decidieron huir dejando abandonados a su suerte a los internos. 

Como en otros países, los adultos mayores han sido las víctimas predilectas del coronavirus. Hasta este momento, ocho de cada diez muertes por covid-19, en Quebec, son ancianos hospedados en casas de retiro. En México, casi nadie manda a sus abuelos al asilo. Somos unos salvajes, pero de buen corazón. Es una diferencia importante con el primer mundo. Aquí, el destino de los viejos es ese cementerio de elefantes a donde, se supone, van a morir de la manera más decorosa posible. Si no se atraviesa una epidemia nueva y desconocida, claro… 

El Premier Ministre calificará el asunto como “horroroso” y conforme vayan saliendo a la luz más casos de negligencia criminal, abrirá investigaciones que prometen llegar “hasta las últimas consecuencias”. Lo cual seguramente terminará, no como en donde nosotros sabemos, con responsables purgando duras condenas en prisión. Nada que sirva, por lo demás, para darle un poco de consuelo a las víctimas de esos infiernos de olvido y soledad. 

L’age d’or, le llaman por estos lares a la vejez. Pero es un eufemismo, hipócrita, como cualquier otro. La vejez es una mierda. Pregúnteselo a cualquier viejo.

***

Suena el teléfono. Es un mensaje de J, desde México. Una foto. Luego otra. Y enseguida una más. Y un video. Deslizo mi dedo medio por la pantalla y aparece J en lencería blanca, con la lengua de fuera, lamiendo su labio superior, mientras mira perversamente a la cámara. En la segunda fotografía está a cuatro patas, sobre un piso de madera, haciendo un gesto delicioso que me provoca una erección instantánea. La tercera es una toma de sus espléndidas nalgas desbordando una diminuta tanga negra. Sonrío mientras siento cómo el deseo me atraviesa, urgente, de los testículos al pecho en donde cosquillea de placer. Es una excitación de adolescente que no sentía desde hace mucho. Si en época de paz es maravilloso recibir esta clase de regalos, en estos tiempos de guerra contra la ansiedad y las ganas de estrellar la cabeza en la pared, es una auténtica bendición.

Me levanto del escritorio. Camino hasta la habitación. Me desabrocho los pantalones y me tumbo en la cama. En el video, J, recostada en un sillón de cuero negro, se está acariciando con un esbelto dildo rosado. Mientras lo arrastra, de las tetas al bajo vientre, cierra los ojos y abre sus labios, jugosos como rebanadas de sandía, diciendo mi nombre. Los ronroneos del aparato se mezclan con sus gemidos y su respiración agitada. De vez en cuando mira hacia la cámara. Lo disfruta. Parece una profesional.

Me sacó la verga y empiezo a masturbarme tratando de seguir su ritmo. Imitando sus remansos y sus urgencias. Después de unos gloriosos minutos, J desliza el dildo por debajo de su pequeño calzón transparente y lo pasea con lentitud por los labios y el periné antes de concentrarse en el clítoris, en donde se regodea mientras sus pómulos se van tiñendo de un rojo bermellón. Me la jalo con mayor rapidez. J jadea y lanza agudos grititos hasta que, con la mirada perdida, se arquea y se queda así, como suspendida en el aire, mientras de sus muslos escurren fluidos. Es una visión extraña pero fascinante. Una especie de Regan MacNeil, de 31, poseída por el Demonio de la lujuria.

Tengo un orgasmo devastador que me deja hundido en la cama unos 10 minutos. Después me levanto, me limpio y escribo:

Gracias, J, gracias.

De verdad, muchísimas gracias.

***

Me entero, en un grupo de Facebook, que ha muerto un antiguo compañero de la universidad. De covid-19. De momento no consigo recordarlo. Caigo en cuenta: he vivido varias vidas y algunas tienen poco o nada que ver con las otras. Un hilo conductor, quizá, pero nada más. Me resulta prácticamente imposible conciliar al niño que le temía a los rayos con el hombre que ahora disfruta bailar bajo las tormentas. O al joven periodista que rechazaba los embutes del gobierno de Óscar Espinoza Villarreal, porque despreciaba la corrupción, con el sujeto que escribió discursos zalameros para un político sospechoso de robar millones de dólares y asesinar activistas. He sido ocho o diez personas distintas a lo largo de mi existencia y hoy soy una especie de avestruz cobarde con la cabeza metida en un agujero tratando de no morir asfixiada por sus propias células. 

Entonces, de pronto, su imagen llega claramente a mi memoria: un chico entusiasta que todos los días se desplazaba desde Chalco hasta la FES Acatlán seguro de que iba a cambiar el mundo. Como todos los jóvenes, supongo. Nunca nos hicimos amigos. Nunca fuimos más allá del saludo. De hecho, creo que me resultaba un poco antipático, pero no dejo de sentir un hueco en el estómago. Más por mí mismo que por él, con toda seguridad.

Por los escuetos datos que se proporcionan, deduzco que trabajaba para el gobierno de Chalco y que deja esposa e hijos. Recuerdo que lo llamábamos con un apodo infame. Un mote que a una panda de pendejos inmaduros nos parecía divertido. Quizá se lo merecía pero lo más seguro es que quienes lo utilizábamos éramos unos cretinos. Yo lo sigo siendo en muchos aspectos de mi vida. Ojalá no haya sido tan mierda con él, pienso antes de borrarlo de mi hardware cerebral. 

Pero la cosa no termina ahí. Unos días después, en el mismo grupo, informan que la madre de mi excompañero murió. De covid-19, también. Una putada. Pero las epidemias son así. Los virus se comportan de manera escalofriante, como nosotros. Arrasan con todo a su paso. Se adaptan. Evolucionan. Y nunca mueren porque en sentido estricto no están vivos. Solo duermen, como anticipó Camus en La peste, en nuestra ropa, en nuestros libros, en las tripas de un murciélago, hasta que despiertan hambrientos de carne humana y ahí van a alojarse en nuestras ingles o nuestros pulmones para devorarnos por dentro. 

Las microscópicas circunferencias tentaculadas del coronavirus son las nuevas ratas que han venido a morir, para matarnos, a los pies de nuestras ciudades, dichosas o no.

***

Unas semanas antes de que comenzara el desconfinamiento, me vi comprometido a participar en una serie de protestas que se realizarían, de manera pacífica, en algunos puntos estratégicos de la ciudad.

N, una colombiana matriculada en la Universidad de McGill, me engatusó para que me uniera a decenas de estudiantes internacionales que exigían permanecer en el país, al menos hasta concluir sus estudios. Una promesa hecha hace tiempo por el gobierno quien ahora, con la mano en la cintura, pretendía incumplir.

La cosa no sonaba muy prudente, ya sé. Reunirse con cientos de desconocidos en plena epidemia, así fuera al aire libre, parecía lo más insensato que se le pudiera ocurrir a alguien. Pero muy pronto entendí que la mayoría prefería contagiarse de coronavirus que volver a sus países de origen. Morir a regresar al tercer mundo o a los fundamentalismos salvajes del islam y el comunismo. Así que cada ocho días, durante un mes, me tuvo a su lado, portando un cubrebocas y cargando un cartel que decía Une promesse est une promesse, mientras escuchábamos discursos apasionados y recorríamos las calles de Montreal gritando PEQ INJUSTICE.

El último sábado, durante la segunda canícula del verano, nos reunimos en el Parc Mount Royal, de donde bajamos hasta Place des Srts, para llegar al instituto de migración. Faltaban unos cuantos días para que emitieran la resolución definitiva con respecto al programa y en medio de un calor abrasador de 37°C feels like 43, estudiantes argelis, norcoreanos, mozambiqueños, haitianos, hindúes, árabes, sudamericanos y yo, tomamos las calles custodiados por sonrientes y amables policías a caballo, al tiempo que reporteros de televisión entrevistaban a los más fervorosos protestantes.

Para ese momento, ya habíamos cambiado las pesadas ropas de invierno por shorts y prendas ligeras. Los tersos muslos color canela de N, contrastaban con la palidez transparente de las canadienses que se habían unido para apoyar y su risa llenaba de gozo mi corazón. De pronto, mientras marchábamos, a alguien se le ocurrió poner samba y un trío de espectaculares brasileñas empezó a menear las caderas, con su baile de vértigo, como si estuvieran en pleno carnaval de Río. A pesar de las múltiples amenazas que pendían sobre sus cabezas, todos parecían felices de estar ahí, en ese momento. Recordé las luchas en México. El tufo a peligro que siempre te acompaña en las marchas y las protestas de cualquier tipo. El riesgo real de desaparecer por exigir justicia. Hay cosas que simplemente no se añoran. ¿Crees que se logre algo, N? Le pregunté a la colombiana. ¡Marica, claro que sí! ¡De aquí no me sacan más que con las patas por delante!

Unas calles más abajo, el de la música hizo sonar temas de anime japonés y los chicos asiáticos empezaron a cantar. Era raro para un viejo gruñón como yo, pero me sentía  contagiado por su entusiasmo. En la esquina de Lacordaire, sin embargo, un escuadrón de la muerte, compuesto en su mayoría por first nations y negros, se unió, entre carcajadas torvas, a la marcha intentando moverse con ritmo.

Pero su bailoteo grotesco, más que transmitir alegría, lastimaba. Tenían el aspecto de cualquier teporocho en cualquier lugar del mundo: resecos, desgreñados, ferales. Una first nation de ojos rasgados, pequeñita, de unos 60 años, me dijo Faites-le pour Floyd. Y enseguida, una mujer blanca, con los dientes podridos de los piedrosos, se nos acercó y nos exigió con su voz rota give us some change! Give us some change, mejicanos! Tengo la regla inquebrantable de siempre ayudar a la banda eriza, así que le di un dólar y le dije a N: cada quién tiene batallas que librar.

Cuando llegamos al instituto de inmigración, en donde se pronunciaron los últimos discursos, estábamos algo cansados pero satisfechos. N me tomó de la mano y, levantándose el cubrebocas, me dio un beso en la mejilla mientras me decía gracias. Frente a nosotros, dos jóvenes lesbianas, con patinetas, se besaban apasionadamente. Era el amor, que así sea de manera temporal, es capaz de vencer cualquier tragedia y cualquier amenaza. Lo cual debía ser, pensé, una de las dos o tres razones por las que valía la pena seguir viviendo. 

A pesar de todos los virus y todas las deportaciones del mundo.

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