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Perímetros

Dice la geometría que el perímetro es la suma de todos los lados. Así que dime, tus lados, ¿cuánto suman?

Arrancó el 2020 con ínfulas de año memorable, redondito, bonito hasta de escribir. Wuhan tenía nombre de ciudad en la tierra media. El coronavirus era una palabra graciosa que infectaba como una gripe. Hacíamos planes de fin de semana e incluso de vacaciones. Dos meses después, los vaticinios de año memorable cambiaron su significado, mi abuela aprendió a situar a Wuhan en el mapa y asumimos que: ¿vacaciones?; ay, San Benito, ¡a mí dame salud!

Al empezar el año, el perímetro lo marcaban los límites de la Tierra, salvo que te llamaras Doug Hurley o Bob Behnken y trabajaras para la Nasa, en cuyo caso tu zona de actuación era tan amplia como el espacio sideral. Ahora que lo estamos terminando, aquel que tiene una zona perimetral más amplia que el tamaño de su casa, tiene un tesoro. Pero vamos por partes.

La primera noción de perímetro como concepto de vida, esto ya lo sabéis, nos sobrevino en marzo, cuando aún estábamos tosiendo después de atragantarnos con la última uva al celebrar el año nuevo. De repente, los planes de conocer Brasil los doblamos por la mitad, luego por la otra mitad; después, por la tercera mitad, y en mayo ya los habíamos guardado (bien dobladitos, esquina cuadrando con esquina) en un cajón del salón. Así que nuestro primer perímetro, aquel que nos llegó de repente, fueron los límites de nuestras casas. Afortunado aquel que tenía una fuga en su zona perimetral hogareña en forma de jardín o terraza o siquiera un balcón para salir a aplaudir (Apártate, ¡hoy me toca salir a mí!). El de marzo fue el cambio más brusco. La primera vez que pudimos ponernos remotamente en los zapatos de esas personas que viven en países menos afortunados que el nuestro y tratan de salir de su perímetro para tener una vida mejor, pero se topan con otro perímetro alambrado al intentarlo. Nosotros no nos encontramos con alambres, solo con decretos ley y con las paredes de nuestra casa (casa, ese lujo que aprendimos a apreciar), pero sentimos cómo aprietan el cuello las manazas de la falta de libertad. Aprendimos también a valorar qué bonito el gotelé de la pared y, por costumbre, o porque el ser humano es el animal que mejor se adapta al medio, hasta hubo quien pensó: pues no se está tan mal sin salir, oiga usté.

El perímetro, dentro del mundo hogareño, tenía sus matices. No era lo mismo tener al menos una ventana a la calle que todas las ventanas mirando a un patio interior en penumbra. No era lo mismo tener tres hijos en un espacio de sesenta metros cuadrados que vivir con tu novio y disponer de la casa hasta para organizar carreras de sacos por el pasillo. No era lo mismo tener coronavirus o síntomas de tenerlo, que no tenerlo. Porque el que tenía coronavirus, y gracias diosito por la sintomatología leve, veía limitada su zona perimetral a los metros cuadrados de su habitación: “Hannibal Lecter, hijo mío, ¡te dejo la comida en la puerta!”

Del ahogo por el perímetro físico nos salvaron, una vez más, los libros; siempre dispuestos a abrir las fronteras mentales e incluso físicas. Fue esta una consecuencia positiva del encierro. Solo en España, la venta de ebooks aumentó un 50% en abril, mientras la suscripción a plataformas de audiolibros lo hizo en un 250%. También internet y las videollamadas ayudaron con el asunto de romper las fronteras, aunque ahí el perímetro virtual lo marcaban los gigas que tuvieras contratados con tu compañía de teléfono. Es decir, el tamaño de tu zona perimetral dictaminado por el ancho de tu banda ancha. Y así, la vida. Y así también el trabajo, que, de repente, cabía en una pantalla de ordenador.

De tanto encierro, de tanto de la cama a la silla y de la silla al sofá, se puso entonces de moda medir el perímetro de la cintura, aunque dice la geometría que a eso no se le llama perímetro, sino longitud de la circunferencia. Pero nos entendemos igual, ¿verdad? Mensajes everywhere avisando: como te sigas poniendo como el Quico, como no sueltes esa copa de vino y como no te muevas, pedazo de cenutrio, el perímetro de tu barriga va a desbordar. Así que esas teníamos. Resulta que tampoco era lícito darse a la buena vida. Lo que faltaba: que sin poder salir de casa, ni quedar con nadie, ni tener más horizonte que la televisión, tuviéramos también que preocuparnos de nuestro propio perímetro humano, no fuera a sobrepasar la marca del pantalón. Fue el decreto ley del bienestar. La época grande de los coachs. En definitiva, un bajón del carajo.

Sorteada la fase más dura, en junio las barreras perimetrales se ampliaron un poco. Ya era posible salir a dar un paseo en la franja horaria que te correspondiera en función de tu edad. Siempre, eso sí, manteniéndote dentro del radio de un kilómetro a la redonda medido desde el punto geodésico de tu casa. Nacieron entonces apps para ayudar a los paseantes a saber dónde estaba ese kilómetro a la redonda y se dieron así situaciones simpáticas. Simpáticas, digo, por decir algo. Situaciones en las que solo trescientos metros os separaban a ti y a tu amiga de compartir un segmento de vuestros perímetros después de dos meses sin veros, pero, ¡vaya!, quería el destino que mejor no, que mejor en otra fase del desconfinamiento. Total, ¿de qué te quejas, si al menos ya puedes salir de tu casa un par de horitas? ¿No has aprendido nada en las clases de meditación virtuales que has hecho?

De aquellos paseos recuerdo muy bien el límite perimetral de mi cuerpo, que no podía acercarse a menos de dos metros del límite perimetral de las personas con las que me cruzaba por la calle. Era junio y tenía alergia. No sabía dónde estornudar. A veces me escondía entre dos coches, como cuando se me llenaba la vejiga en los botellones de la Alameda de Santiago de Compostela, y estornudaba ahí, expandiendo mi alergia Dios sabe cuántos metros más allá de lo que mis límites perimetrales corpóreos me permitían. Pedía perdón con mirada de criminal. Pero es que estornudar hay que estornudar. No está bien quedárselo dentro, como las penas. Aquellos días imaginaba un aura imantada de dos metros radiales alrededor de todos los paseantes, de manera que cada vez que mi aura se aproximaba peligrosamente a la de otro, ¡bam!, el campo magnético lo evitaba y nos hacía rebotar hacia atrás.

El verano estuvo muy bien, sobre todo considerando las expectativas. Expectativas que ya nada tenían que ver con las de enero, cuando el 2020 nos parecía un año tan dócil, tan sonoro, tan este verano nos vamos a Brasil. De nuevo: ¿vacaciones? Yo lo que quiero es salud. Fue un verano perimetralmente bastante libertino, siempre y cuando no tuvieras aspiraciones de cambiar de país y obviando el asunto de la distancia interpersonal, que siguió siendo estricta salvo si te ibas de cañas y te bebías las cañas (porque si no te las bebías, si solo las tenías de adorno en la mesa, entonces sí, a guardar distancia, chavalín). En ese contexto de cierto libertinaje perimetral, como en todo en la vida, influyó la suerte de cada uno. Para los que pasamos el verano cerca del mar, dentro de nuestro perímetro de actuación estaba la playa. Aunque luego, en la playa, también había otros perímetros, a veces incluso señalizados con balizas: aquí tu toalla, y aquí la mía. Todo microminifundios. Y fue así como poco a poco nos fuimos especializando en esto de limitar las zonas y creamos el concepto del metaperímetro. El perímetro dentro del perímetro. El que fuma, en un perímetro. El que no fuma, en otro adyacente. Es tal el lío que tenemos, a las puertas de la que probablemente será la tercera ola de coronavirus en España, que las búsquedas del tipo: “¿Dónde puedo ir este finde?” “¿Puedo pasar con el coche por tal pueblo?” “Si me encuentro a mi madre por la calle, aunque no sea conviviente, ¿puedo saludarla?” se han disparado en los últimos meses. 

En octubre, la ciudad de Madrid se perimetró en función de lo que se llamaron las “zonas básicas de salud” (ZBS), un concepto que parece copiado de una película distópica tipo Los juegos del hambre pero que no, es made in Spain. Cada ZBS viene a representar un trozo del territorio que depende organizativa y funcionalmente de un determinado centro de salud, y ha dado lugar a situaciones digamos que curiosas. Un ejemplo: puesto que un mismo barrio puede estar dividido en dos ZBS, es habitual que los que viven en los números pares de tal calle no estén perimetrados y puedan moverse libremente por la ciudad, mientras que los que viven en los impares tengan sus movimientos circunscritos a su zona básica de salud. ¿Que el supermercado más cercano está en la zona perimetrada? Pues te das un paseo más largo y te buscas otro. ¿Que no encuentras aparcamiento en tu ZBS? Pues así es la vida, amiguito. Por el contrario, la Comunidad Autónoma de Madrid (lo que en México se podría llamar Estado, salvando las distancias) nunca se cierra salvo que haya un puente (fin de semana con lunes festivo; lo aclaro porque no sé si en México usáis el término “puente”). Si eso ocurre, si hay un puente, la Comunidad echa el cerrojo para que no haya desmadre capitalino hacia las provincias y segundas residencias. Ya, si eso, que el desmadre caiga en miércoles, claro que sí.

Por su parte, muchos pueblos cayeron en un confinamiento perimetral repentino que les pilló con cara de: ¿yo?, ¿pero por qué yo? Como el albañil que lleva toda la vida pagando a Hacienda y de repente recibe en su taller la visita de un inspector que empieza a leerle la cartilla. Así ocurrió en el pueblo desde el que estoy teletrabajando desde junio, donde nada hacía presagiar el cierre repentino de bares y fronteras. El modus operandi es el siguiente: si tu pueblo está perimetralmente confinado, y la localidad limítrofe también, entonces vuestros perímetros hacen match y se puede circular de un pueblo a otro. De lo contrario, si el pueblo de al lado no está cerrado, sus habitantes te hacen lo que hoy llamaríamos un “next”: vuelva usted a su casa, cretino.

Ahora, la moda es hablar de cómo estarán los perímetros para Navidad. ¿Podremos volver a casa? Los subterfugios se cotizan más alto que el marisco. No descartéis que las uvas de este año las tomemos circunscritos al perímetro de una baldosa. Porque en el año 2020, en cuestión de perimetraje, ya sabemos que todo, todito, todo es posible.

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