Plaza Garibaldi, hasta el fin del Mundo

Gifs y fotografías: Irving Cabello / @irvingcabello

Tú pa’ ser mi consentida necesitas muchas cosas/ Parranda y tenampa/ mariachi y canciones/ así es como vivo yo. José Alfredo Jiménez.

Cuatro de la mañana. Apenas dormí dos horas. ¿Valdrá la pena ir? Unas teiboleras me citaron afuera del antro donde chambean para ponernos de acuerdo y darles un taller de creación literaria. Camino enfundado en una chamarra verde tipo aviador. Ya hay luces encendidas en algunos departamentos. Sólo quien vive en Tlatelolco sabe a dónde conducen estos pasillos largos que parecen repetirse y duplicarse como en una pesadilla sin final. Hace unas horas me encontraba sentado con S. en una mesa rodeado de envases vacíos de cerveza, con unas tres teiboleras que se portaron muy amables conmigo. Pero llegando a la esquina de Belisario Domínguez se me rompe el corazón. No veo a ninguna de las muchachas con las que había quedado de verme. Desde afuera, el antro en Plaza Garibaldi de Ciudad de México parece desolado, con todas las luces apagadas y en silencio. Parece un fantasma desdibujado por el tiempo. La luz del cielo comienza a clarear. 

Regreso a casa caminando debajo del puente de Eje Central Lázaro Cárdenas. Cuando esta calle se llamaba San Juan de Letrán terminaba justo en Garibaldi, lo dice Vicente Quirarte en La ciudad como cuerpo. Las 24 horas del día y los 365 días del año. Garibaldi nunca cierra. La fiesta y la tragedia eternas. El lugar común de la ciudad a donde van aquellos que sufren el dolor de ser abandonados en medio de un amor ardiente. Aquí uno se trae al compa al que le acaban de poner los cuernos. Aquí uno llega con su amigo provinciano, porque es una de las cosas más chidas que hay en la ciudad. Aquí uno viene de fiesta cuando todo el resto de la ciudad está cerrada. Cuando ya no hay varo para un antro, y es mejor comprar un pomo y bebérselo escuchando y mirando los mariachis, los jaraneros, los músicos del norte con sus elegantes camisas, sus cinturones piteados y unas botas bien discutidas, y algún que otro  trovador solitario que se gasta los zapatos en ir y venir en busca de clientes. 

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Hay carritos de súper llenos de botellas de distintas marcas y contenidos que se sirven en vasos desechables por 50 pesos. Apostar por la procedencia de este alcohol es riesgoso. Hay tarjeteros que te llevan a los pocos téibols que quedan por aquí. Hay un antro gigante lleno de reguetoneros justo en la esquina del callejón de los Locos. Huele a mona desde lejos y a cada rato hay madrazos. Todos llegan en pandillas de diez o más, todos con sus cortes chacas y sus cejas depiladas. Y ellas provocativas, con actitud de ir pa’ dela y portando aguerridas su fabulosa mona de sabores, con un gesto en la mano que las balconea. Pero eso buscan, demostrar hasta dónde son capaces de llegar. San Camilito sigue sirviendo cenas, Santa Cecilia sigue siendo adorada. Hay locales que nunca bajan las cortinas. 

Es 2010. México fue apaleado por Argentina en el Mundial. Mi lugar favorito para reconstruirme y dejar de llorar es Garibaldi. Entre Garibaldi, Tlatelolco y la Narvarte. Garibaldi, la casa del Chino y la de mi carnal el Jules. Garibaldi era como mi casa. Un Garibaldi que conserva algunos table dance, una zona roja con la dignidad suficiente para que uno pueda intercambiar dinero por cocaína enfrente de la policía. Por aquí arrastro lo que queda de mí, entre goles, lamentos, la sombra de la estatua de Lucha Villa y letras de José Alfredo Jiménez y Juan Gabriel.

Garibaldi a veces se me hace puros recuerdos. 

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Si alguien sabe de la noche chilanga que ya no existe, de esa noche de los ochenta y finales de los noventa, que tenía rebaba de noches más añejas, es mi compadre Jorge Arturo Borja. Un noctámbulo certificado por la ONU. Esa vida nocturna que le tocó vivir estaba llena de salones de baile que sobrevivían desde los años cincuenta, cabarets, cantinas que ya no existen, vinaterías, casas de citas, téibols, que abundaban en la Roma, el Centro, Eje Central, La Doctores, la Cuauhtémoc y la Zona Rosa, con un glamour falso, muchos espejos, cubetas de cerveza y tarjeteros que asaltaban a los clientes más borrachos o inocentes. Había en aquella ciudad antros con sexo en vivo, sobre todo en la Merced y Garibaldi, donde abundaban los militares que se animaban a ponerse un condón frente a toda una enardecida audiencia, lugares que contaban con un animador, quien era amo y maestro del micrófono. 

Borja me llevó a lugares como La Apestosa, cuyo nombre oficial era el Salón Orizaba, que contaba sólo con un baño unisex, meseros abusivos, ficheras desproporcionadas de peso y caguamas frías. Borja es toda una eminencia en la vida nocturna de esta ciudad. Él me dijo que fue en el Azteca, otro téibol desaparecido, donde cantaba Javier Solís. El lugar más chido al que me llevó Borja fue el Burlesque. Justo a la entrada de la Plaza Garibaldi.

El sitio donde estaba el Burlesque sigue existiendo (aunque había otro, en la acera de enfrente, más arriesgado y con funciones de medianoche). Ahora es un local grande que sirve para resguardar un antro gay. Justo al lado del Tropicana. Las meseras vestían poca ropa, quizá esa noche estaban disfrazadas de algo, tal vez es diciembre y están vestidas de Santa Clós. A la entrada cobran un cover en una taquilla parecida a la de los antiguos cines. Al sentarnos pedimos una cubeta de chelas. Sólo yo bebo. Mi compadre Borja está pasando por un reposo de excesos. Hay un escenario y en medio una gran pasarela en la que desfilan mujeres profesionales y amas de casa, gente del público, que se desnudan y luego se acercan a las orillas para ser alcanzadas por los ansiosos visitantes, quienes se estiran como si fueran uno de los cuatro Fantásticos para tocar todo lo que les sea posible. Todo es decadente pero atractivo.

Un hombre con un micrófono presenta a las mujeres que caminan por la pasarela. Hace la invitación para que las damitas del público se animen a desnudarse. Algunas de ellas no quieren que nadie las toque, sólo despojarse de sus ropas frente a un montón de desconocidos y disfrutar de sus miradas calenturientas. Unas cuantas vienen con sus parejas. Hombres solitarios que desde su rincón miran cómo sus mujeres se ofrecen a otros hombres.

Otro lugar al que fui con Borja fue al viejo 33. Era un antro largo, gigante y putrefacto que tenía los peores y mejores baños del mundo. Con pintas pornos que pedían y ofrecían sexo. Una noche nos encontramos con las periodistas Elia Baltazar, Cecilia y Meche, amigas de mi carnal, Rodolfo Zárate. Ahí se arremolinaba el underground de toda clase. Había shows de imitadores: Gloria Trevi, Juan Gabriel, Paquita la del Barrio, Lupita D’Alessio. Travestis, jotos, drags, intelectuales y caguamas con música.  Ese Garibaldi se ha ido para no volver. 

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El hombre que yace en el asfalto nació lejos de esta tierra. Su nombre es como el de su abuelo, Malcolm Shabazz, aún no cumple los 29 años. A los doce años le prendió fuego a la casa de su abuela porque le molestaba vivir con ella. Para protegerlo de las llamas, la abuela Betty cubrió a Shabazz, ofrendando su vida. El ochenta por ciento del cuerpo de Betty se quemó. Había muerto la Reina madre de la América negra, como la apodaba la comunidad. Su cuerpo fue lavado y untado con aceite y perfumes, envuelto en un sudario blanco y despedida por cientos de personas en el teatro Apollo, en el Harlem. Él, Malcolm Shabazz, fue a parar a la cárcel. Con su mirada y cuerpo de niño torpe. Lo declararon psicótico y esquizofrénico. Desde pequeño sufrió por el abandono de su madre, Qubilah, enredada en varias relaciones amorosas y en una relación permanente con el alcohol, y acusada de contratar a un matón negro para librarse del Louis Farrakhan, el posible asesino intelectual de su padre.

Hace sólo un momento, Shabazz estaba cenando en el Museo del Tequila y el Mezcal. Le pesa llevar en su cuerpo la sangre de su abuelo, Malcolm X, uno de los líderes negros más importantes en la historia de Estados Unidos, figura fundamental en la lucha contra el racismo y la militancia afroamericana, asesinado a manos de pistoleros negros luego de haber abandonado la nación musulmana que lideraba Farrakhan.

Shabazz vino a México desde Tijuana para reunirse con un activista social mexicano, Miguel Ángel “Rumec” Suárez. Los meseros que lo golpearon, David Hernández Cruz y Manuel Alejandro Pérez de Jesús, dirán que se lanzó de la azotea. Lo levantará una ambulancia. Saliendo de la cena, Shabazz y su amigo mexicano vieron a unas mujeres caminar por Eje Central, estaban guapas, al menos atractivas. Le preguntaron a Shabazz si sabía en dónde quedaba un antro, The Palace, que les habían recomendado. Buscaron el lugar, lo encontraron y comenzaron a beber; primero una cubeta, luego otra. Y cuando pensaban salir, la cuenta los hizo echarse para atrás. 11 mil 800 pesos. Por dos cubetas de cervezas. Les alegaron los meseros que cada chela de las chavas costaba 400 pesos. Lo separaron de su cómplice nocturno y lo golpearon hasta dejarlo sin vida. Quizá puso resistencia, por eso se ensañaron más. Los videos de las cámaras de seguridad del lugar desaparecieron. Sólo Shabazz sabe cómo fue su muerte en Garibaldi.

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Mi perra se llama Garibaldi. Es una cocker negra con una gran mancha blanca que le atraviesa el pecho y parte del lomo. Con las mujeres uno se puede equivocar. Pero no con los perros. Cuando vivimos con Raco le gustaba acostarse en donde estaban las plantas y era gandalla con Regina, una perra que encontramos en la calle. Garibaldi ha vivido conmigo en más de diez casas. Es mi maestra de la paciencia. La única hembra que duerme conmigo sin importar que me conoce bastante bien. 

Mi perra se llama Garibaldi en honor a la fiesta, a esta plaza que durante una temporada fue el centro de todas mis parrandas. Conocí a las teiboleras, a los mariachis, a los dílers, y a los homeless. Conocía cada punto, y sabía bien dónde y con quién conseguir todo lo necesario para seguir. S. fue mi puerta para entrar aquí, se lo agradezco. Después yo hice mi propio camino. Me gustaría que mi perra viviera siempre. Que hubiera Garibaldi, al menos, hasta el fin del mundo. 

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El 19 de septiembre de 2017 un terremoto sacudió a la Ciudad de México. En Garibaldi no había nadie. La plaza vacía. Sólo un grupo de vagabundos. Arrinconados y bebiendo, riendo, completamente ajenos al pánico que invadía al resto de la ciudad. Como si en Garibaldi no hubiera temblado. Como si estuviera protegida del Apocalipsis, como si esta plaza estuviera condenada a existir hasta más allá del fin del mundo.

A finales del siglo XVIII ya se encontraba el espacio de esta plaza en los mapas, sólo que la llamaban del Jardín y no tenía salida hacia el Eje Central. Quizá era el teatro Follies Bergere el que impedía el paso. Parece que el teatro se encontraba en el mismo sitio en donde hoy está el Museo del Tequila y el Mezcal. Primero se llamó teatro Garibaldi, y a partir de 1936 cambió de dueño y de nombre. Lo derrumbaron en 1972. 

La Plaza Jardín era cerrada, con una fuente en el medio. La fuente estaba cerca del mercado de San Camilito, que abrió sus puertas en 1949. El famoso Tenampa ya existía en ese entonces pero no era la cantina jípster que hoy es, no era ese centro de estafa a extranjeros y fresas en el que se ha convertido, sino un localito rascuache que servía sólo birria, en el que los clientes que esperaban turno afuera eran entretenidos con música y tragos. De ahí viene la costumbre de beber en la plaza y de escuchar música al aire libre. Uno de los clientes de esos entonces era el buen José Alfredo Jiménez. Además servían ponche de granada y guisados con chorizo. El dueño era un señor llamado Juan I. Hernández, nacido donde surgieron los primeros mariachis: Cocula, Jalisco.

Un librito editado por el DDF en 1990 llamado Plaza Garibaldi, nos recuerda, gracias a un texto de José María Marroquí, que en la esquina del callejón de los Locos había una huarachería y en la contraesquina un billar. Un talabatero, y al fondo del callejón un mesón donde los que no tenían casa pagaban entre 20 y 40 centavos por noche. El pago los hacía acreedores de un petate. En la plazuela se vendían hojas, es decir te con alcohol y birria, no pozole. Y estaba habitado el paisaje por mariconcillos, que bordaban mientras se chingaban un jarro de hojas con piquete.   

Aquí en Garibaldi estuvo Antonin Artaud dando vueltas, buscando láudano, opio, heroína. Siempre parece haber sido hogar de los marginales. Desde mediados del siglo XIX cuando se encontraba aquí el mercado del Baratillo. 

El Baratillo comenzó siendo un mercadito que ocupaba una parte de lo que hoy es el Zócalo. Después lo mudaron a la plaza del Factor; en 1851, cuando construyeron el teatro Iturbide, el mercadito se muda a la plaza Villamil. Con tal de dejarlo casi fuera de la ciudad, lo mandan a la plaza Jardín y luego al Volador, para que finalmente el 2 de agosto de 1901, se quedará hasta nuestros días en las calles de Tepito y la Lagunilla. 

El testimonio de un inspector sanitario que anduvo por ahí en 1906 nos cuenta: “En el costado sur de la plazuela hay 100 barracas de madera, donde venden cosas usadas, fierros viejos, ropa zapatos y trapos sucios. Las barracas estaban rodeadas de agua estancada y corrompida y desechos de toda especie en descomposición. Ahí dormían los comerciantes.”

El Baratillo, hoy Garibaldi, era un nido de gente que prefiere ir en contra de las buenas costumbres. En uno de mis libros favoritos de la ciudad, Acerca de la pendenciera e indisciplinada vida de los léperos capitalinos, de Ana María Prieto Hernández, me encontré este testimonio de Ajofrín:

La famosa Plaza del Baratillo es el concurso célebre de todos los léperos y zaragates de Méjico; es la universidad de los zánganos y zaramullos, donde, siendo su catedrático de Prima el bien conocido Pancho Moco, aprenden cuantos ardides y sutilezas hay para hurtar, sin poder ser acusados ni conocidos; dejándose atrás cien leguas, o por mejor decir, más de dos mil, a cuantos maestros ha habido y hay en el Lavapiés y Barquillo de Madrid…

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Nos estamos metiendo coca La Marrana, Barry y yo. A nuestras espaldas hay una chimenea que un chacharero rescató y le vendió al dueño de este antro clandestino. Bebemos caguamas, Smirnoff y fumamos mota. Nos asomamos a la plaza. Barry dice que extraña que en su pueblo se reviente así. Zacatecas se encuentra secuestrada por el narco. La Ciudad de México se ha convertido en la ciudad más segura del país. Debe ser 2010. La Marrana pide más papeles, pero no permite que Barry arme las rayas. La neta a nadie le quedan mejor. Tener a Barry sentado junto a uno y no permitir que haga las rayas, es como tener a Ronaldo en la banca. Hay más personas, pero no logro recordar quiénes son. La Marrana, el Barry y yo dormimos unas horas. Me despierto temprano y me levanto a ver a Garibaldi, mi perra. Es un cachorro apenas. 

Mi tío Severo me contó que una noche hizo un trompo sobre Eje Central, enfrente de la Plaza de Garibaldi, una madrugada que conducía su Dodge que servía de combi. Iba acompañado del hermano de mi madre, mi tío Manolo. Seguro lo cuento, pero a nadie le importa. Esa noche Severo golpeó a Manolo con la fuerza con la que estaba acostumbrado a golpear a sus compas, por pura travesura. Dejó caer sus nudillos sobre el frágil cuerpo de su amigo para celebrar una broma. Manolo casi se desbarata. Quizá se sintió agredido por su amigo y eso le ocasionó llanto. 

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Manolo era chaparrito, güero, de ojos verdes, se juntaba con puro malandro pesado, bueno para el tiro, no sólo mi tío Severo, también, Juan el Negro, Rubén Armas, el Changa. Mi tío Manolo era el más chavo de la banda y era muy alivianado, sin meterse en broncas, dedicado a la escuela y al balón. A ayudarle a su abuelo y su madre. 

Mi tío Severo siempre anduvo por la derecha, fue chofer de la Ruta 10 muchos años. Mi tío Manolo fue vendedor de seguros. Ambos fueron generosos conmigo en varios etapas mi vida. En Garibaldi me acuerdo de ellos. Seguro nunca volvieron juntos y yo nunca estaré con ellos aquí.    

La última vez que fui con la Marrana a Garibaldi eran las siete de la mañana. Íbamos con Idalia, bien zombis los tres. Era 2015. Queríamos más coca, otros 500 baros. Los conectamos a la entrada de un antrito. Subimos a ver el amanecer a la azotea de Idalia. La Marrana y ella comenzaron a hablar de algo que a mí no me interesaba en lo absoluto. Así que me alejé, y comencé a mear. No me di cuenta que estaba meando encima de la casa de la conserje de Idalia. Mis orines escurrían como dorados hilos de una efímera enredadera. La doña me vio con odio y gritó algo. O dijo algo. Ese día nos clausuraron los amaneceres con coca y chela en la azotea. No he vuelto a la plaza de Garibaldi ni con el Gordo ni con Idalia. Pero yo no puedo dejar de ir, aunque no haya nada, ni nadie, es un lugar que me gusta, hasta el fin del mundo.

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