Primavera suspendida: la distopía y tres gatos

Le huelen las axilas a aserrín/
Sus cuates ya le dicen puerco espín/
Le bufan los zapatos a gruyere/
Los chones son los mismos desde antier

“Mambo 5.5”,  Memo Ríos

Con la frente apoyada en el borde de la ventana, veo caer el atardecer sobre los diminutos cuerpos de niños que corren alrededor de una alberca habilitada en el jardín de su casa. Los reflejos de los rayos del sol que titilan en el pequeño estanque de plástico alborotan mis pensamientos en torno al confinamiento y comienzo a imaginar las distintas posibilidades en las que Nostradamus, en sus intrincadas predicciones, sentenció que algún día, gracias a una pandemia, buena parte de la población mundial aprendería a lavarse correctamente las manos o que, tal vez, llegaría el momento en que trabajar desde casa en calzoncillos y evitar el contacto social al máximo se volvería, por fin, una práctica universal… pero no supimos descifrarlo.

Sí, las consecuencias del SARS-CoV-2 son menos banales y mucho más impactantes que esas conclusiones, pero para profundizar en ello ya están los noticieros y diarios especializados; en cambio, para imaginar al autor de Les propheties encerrado en casa con su pijama y turbante favoritos, avistando a través de su bolita mágica las hazañas más alucinantes y perturbadoras que alcanzan a la humanidad, están estas líneas generadas desde una guarida anti coronavirus.

Regreso mi atención hacia las personas que habitan las viviendas contiguas a la mía, vecinos, les llaman. Los de la alberca inflable ya se resguardaron de la noche bajo su techo de concreto y afuera, en la oscuridad, no hay mucho qué observar. Camino hasta el centro de la sala y me recuesto en el piso, cierro los ojos con la intención de disfrutar el silencio mientras el frío de la loseta contrasta con el calor de mi espalda. Lo logro, al menos por algunos minutos, hasta que la melodía de la guitarra que toca el vecino de al lado se cuelan consistentemente hasta mis oídos. Ahora soy parte del público de una presentación imaginaria. ¡Vaya paradoja! En días recientes grabé un video en el que invitaba a la gente a aprovechar esta época para conectar con su parte artística y ahora me toca escuchar al próximo Jesús Adrián Romero practicar día y noche. No me quejo, claro, solo es que a partir de ahora pensaré mejor lo que deseo.

Dice la Real Academia Española que la palabra ‘vecino’ proviene del latín vicīnus, de vicus ‘barrio’, ‘aldea’ y determina que su significado más popular es “que habita con otros en un mismo pueblo, barrio o casa, en vivienda independiente”. Bien, de manera general, obvia y práctica, esa descripción funciona pero en lo particular. La connotación se resignifica de acuerdo a varios factores: la relación directa o indirecta que existe con esos seres, de los que puedes o crees conocer, desde el modelo de su auto hasta sus prácticas sexuales más perversas por los sonidos que atraviesan las paredes; el modo en que sus acciones o inacciones permean en la cotidianidad, por ejemplo, el que una vecina sea la responsable de que todas mis mañanas sean musicalizadas gracias al trinar de las aves que cuida y al mismo tiempo me aporte a diario una nueva reflexión sobre la crianza de niños basada en gritos y amenazas; incluso, a un nivel más profundo o hasta coyuntural, la condición de vecindad puede adquirir matices tan opuestos como los que ha expuesto la crisis global surgida a partir del “Kung-flu”.

Para muestra de ello hay un par de casos que fueron presa de la polémica nacional, el primero es el que evidenció a los inquilinos del Parque Residencial Azcapotzalco en la Ciudad de México, quienes temerosos y mal informados, al enterarse de que uno de sus vecinos estaba infectado con Covid-19, lo discriminaron al restringir temporalmente el acceso a visitantes y repartidores que iban a verlo, y colocaron pañuelos con cloro afuera de su puerta. El caso llegó a los titulares de la prensa, provocó respuesta de instancias gubernamentales y culminó en buenos términos al punto en que el afectado recibió disculpas y cartas de solidaridad.

El segundo es más divertido y surreal, un asunto que solo pudo haber acontecido en un país en el que un niño ya se llama Covid y de cariño le dicen Pandemio. Ocurrió en la comunidad nayarita Acaponeta, en donde idearon asustar a la bandita supersticiosa, a los niños y a los adolescentes con audios que emulaban el llanto de la Llorona. ¿Original? ¿Extremo? ¿Efectivo? Da igual, el resultado de brindar un ejemplo folclórico y colorido de lo que es ser mexicano, sin tener que cantar colectivamente “Cielito lindo”, fue excepcional.

Con circunstancias como éstas no parece aventurado asegurar que momentos parecidos hayan ocurrido o sucederán en tanto la contingencia esté vigente, dando pie a que sociedades distópicas, pequeñas y comunitarias inventen maneras descomunalmente creativas para afrontar la crisis emocional, social y económica que la sacudida global trajo consigo. Como sucede en España, donde una parte de los ciudadanos salen puntuales a los balcones a aplaudir la labor del personal médico y otros más colocan pancartas en los edificios donde viven trabajadores del sector salud solicitandoles, con todo respeto, que se busquen otra vivienda para evitar la exposición a más contagios.

Hago esta reflexión un día que parece lunes, pero tiene sol de miércoles y en el calendario se llama sábado. Confieso que, a estas alturas me he dejado llevar por algunas olas de la corriente cuarenteniana, tipo creer que no sé en qué día vivo para salir de mi zona de confort e implementar una nueva rutina que me permita crear más y devorar las influencias musicales, literarias y cinematográficas que en mi otra normalidad postergaba. Abro el refrigerador y noto que mis reservas están al límite, pero eso es costumbre para alguien que trabaja por honorarios e intenta vivir del arte, así que mejor bailo en solitario la selección de salsas que una vecina eligió para que la acompañen en la reveladora tarea de utilizar el lavadero como centro de meditación mientras talla su ropa con agua y jabón.

Así, guiada por unas caderas que han decidido devolverle la vida a este cuerpo fragmentado por la incertidumbre y la esperanza, me muevo al ritmo de los primeros versos del clásico de Joe Arroyo, “La rebelión”:  “En los años 1600/ cuando el tirano mandó/ las calles de Cartagena/ aquella historia vivió/ cuando aquí llegaban esos negreros/ africanos en cadenas/ besaban mi tierra/esclavitud perpetua”, hasta arribar al jardín miniatura que he dejado crecer, donde descubro que un par de dientes de león han brotado junto a unas florecillas de colores lila, amarillo y blanco, asomándose en lo más alto del pasto a modo de resistencia en contra de que esta primavera se declare totalmente en suspensión. Sonrío.

Con saltitos llego al comedor, conmovida por la fragilidad del todo. Al instante me percato que varias pupilas se han posado sobre mí desde hace un largo tiempo, ojos desafiantes, ojos de hielo, ojos de cristal, que me recuerdan evitar echar raíces, porque algún día debo salir de nuevo al mundo. Me insinúan que este hogar no me pertenece, que sus dueños, al parecer, son dos gatos grises y uno color miel, a los que aún les cuesta reconocerme como vecina o como compañera; soy, si acaso, una invasora del espacio que les ha pedido resguardo para no enfermarse y seguir alimentándose en el futuro. Aunque ellos sean para mí el único resquicio de interacción con otros seres, igual y ese es el problema, pero eso, todo eso, ya es otra historia. ¡Esclavitud perpetuaaa!

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