Me pongo mi pantalón del diario, pero esta vez lo rocío todo de perfume. Celosamente, me detengo donde está el cierre, no vaya a ser que mi date se baje por los chescos o si mete mano por lo menos que huela a perfumito. Además de los jeans me pongo mi playera negra, esa que según yo me hace ver menos gordo, una sudadera y mis New Balance con mucho talco para que no huela a patas.
Llevo como media hora esperando en el lugar donde quedamos, creo que no llegará. Le escribo por whats para no verme desesperado.
—Kat, ya estoy en el lugar.
—Ay qué pena. ¿Llevas mucho? Voy un poco tarde, pero ya voy para allá.
—No hay fijón, ya me pedí una chela.
—Ok.
Nunca he visto su cara. Solo sé que es rubia, pecosa, chaparrita, que tiene un perro y que está bien nalgona. Lo sé porque en su última foto de perfil está en la playa desnuda, con su curvada figura dejando al descubierto la raya que divide su nalga izquierda de la derecha. En el Facebook nunca deja ver su rostro completo, sólo muestra partes; piernas cortas y torneadas como las de un poni petacón, cabellera castaña pegándole a rubia, espalda llena de pecas.
Su Face dice poco de Kat, ¿Katerine, Katia, Kassandra? Mientras bebo mi cerveza e indago en su perfil una y otra vez, caigo en cuenta que en realidad no sé ni cómo se llama. Tiene pocas fotos, casi todas son de muebles de diseñador o decorativas. No le gusta que sepan mucho de ella, supongo. Solo hay fotos de pinos, montañas o perros.
Ahora que lo pienso, no sé mucho de ella. ¿Qué tal si me secuestra o es una extorsión? Solo hemos hablado un par de veces por teléfono y suena muy ardiente cuando se ríe. Es una mezcla entre una “Lolita ronca” y una cajera de banco con voz chillona. Dijo que vive sola con su papá en un pueblo en el Estado de México y que tiene dos hermanas. Que no se lleva del todo bien con su mamá, que por eso casi no la ve. Su perro se llama Rufus y su mejor amigo es su ex novio.
No está claro por qué la tengo en mi Facebook. Lo más seguro es que sea una de las muchas solicitudes que he enviado a lo largo de mi vida sin conocer realmente a la persona. ¿Y si fue ella quien me la envió? Yo acepto a todo mundo, al final no es la vida real.
Casi una hora después me escribe de nuevo.
—¿Sigues ahí?
—Acá sigo con la segunda stout. ¿Cómo vas?
—Ya llegué al lugar.
—No te veo. ¿Cómo vienes vestida?
—¿Dónde estás?
Pasan varios minutos y Kat no entra. El lugar es bastante chico por lo que no hay pierde, a lo mucho siete mesas de madera, barriles de cerveza y espejos a los lados. La especialidad son los embutidos españoles y una torta de pulpo que te cagas.
Por un momento pienso que todo va salir mal, que es una treta para decirme que no me encontró. Me relajo y echo mi enorme cuerpo hacia atrás mientras hago mis ojos de huevo cocido.
Pasan otros cinco minutos y nada, pero de pronto veo su figura al borde de la mesa. Es como me la imaginé; bueno, con más pecas en la cara de las que había pensado, unos expresivos ojos miel verdosos y unas cuantas líneas de expresión como las que tienen todos los güeros de rancho.
Se disculpa por llegar tarde, pero no está apenada. Parece que me hace el paro al no dejarme plantado. No me importa, me interesa más su tremendo escote que deja ver sus dos melones rosados.
Es la primera vez que conozco a alguien por internet. Sigo dudando de ella, de la situación. Kat parece estar acostumbrada y domina la escena con maestría. Me hace sentir tan bien que dejo de pensar en el secuestro o que oculta sus intenciones de contagiarme de Sida. Ya no me preocupa cuidar mis órganos si nos despertamos al otro día en un hotel. Es genial, divertida, risueña, huele delicioso.
Dice que no es buena para chupar porque se empeda muy rápido, así que pide lo mismo que yo. En menos de veinte minutos su tercera stout ruboriza sus mejillas y suelta un “besémonos” mientras le doy su mordidota a una torta de pulpo. En chinga trago el bocado para acercar mi boca a la suya, pero me detiene con su mano en mi pecho diciendo “terminando de comer”. Seguro piensa que no he leído el manual del seductor. Mostrar desinterés e indiferencia. A mí me urge que terminemos el maldito pulpo para darle sus besotes, porque la indiferencia no va conmigo. Es la debilidad del acomplejado y el escondite de los enamorados.
Kat come en cámara lenta. No quiero que pida algo más. Cada bocado masticado por sus muelas es la incertidumbre de su probable arrepentimiento. Son minutos para la reflexión, una abertura en el universo que puede transformarnos en amantes o en simples conocidos.
Mis gestos son de tranquilidad como lo dicta el manual del seductor. Por mí puede pedir un par de tortas más aunque mis entrañas están ardiendo. No debo mostrar debilidad por esa sensación que tengo en la entrepierna. Deja que se termine la torta, me repito varias veces.
No se come las orillas del pan y cuidadosamente enjuaga su boca con la cerveza. Es momento de atacar para no dejar que se arrepienta. ¡Sin piedad! Como perro de presa me acerco a la yugular. Le planto un besito entre el cuello y la barbilla, para después morder su labio superior hasta sentir el vapor que viene de sus pulmones.
Después de romper esa barrera invisible entre el amante y el conocido no paramos de besarnos. El olor a pulpo ahumado entre sus dientes reta a mi lengua a tocar su paladar hasta hacerla salivar. Mi mano con inteligencia autónoma se desliza por su escote para jugar con su pezón. Kat solo suspira, mientras pienso que ya estoy en segunda base en pleno restaurante. Todo es tan natural. Por un momento hice que Kat olvidara al güey que la trae bien enculada, seguro por un instante pensó no ir a ese aburrido concierto de metal progresivo sinfónico para seguir manoseándonos.
Salimos rebotando del lugar con los cachetes calientes. Caminamos un par de cuadras para encontrar un bar vacío, tristísimo con las luces muy tenues. Al fondo está la barra que dice XX Laguer con un par de meseras que parecen hermanas. Kat inmediatamente va al baño, regresa a la mesa para seguir besándonos, mete su mano en mi pantalón, pero se la detengo. No quiero que piense que la tengo chiquita porque a pesar del faje tan delicioso no se me ha parado la riata.
—¿Qué tiene, no quieres que te la agarre?
—Aguanta están las meseras.
—Qué aburrido, ni se dan cuenta.
La beso de nuevo, pero ahora con la mejor técnica con la que cuento para que se le olvide de agarrarme la pistola. Ella insiste, pero mi cosa no responde. Maldigo la pinche hora que la naturaleza me dio el don de no excitarme con facilidad. Es una maldición, quiero que la sienta dura para pasar a tercera base. Kat mejor agarra chicharrones de harina en forma de aro y les pone salsa Valentina.
Comienza a llover, me dice que tiene que ir al concierto porque quedó con el vato metalero. En chinga acabamos con la cubeta y pido un Uber para ir al Auditorio.
—Te llevo al concierto y después la seguimos.
—¿A dónde me vas a llevar?
—No puedes regresar a esta hora hasta tu casa. Nos quedamos en un hotel y compramos más chupe. O no vayas mejor.
—Tengo que ir. Quiero ver a este güey. Pero sí, me voy contigo si me esperas. Solo deja aviso a mi hermana.
En lo que pasa por nosotros el del Uber nos resguardamos de la lluvia para seguir besándonos como desquiciados. Todo es tan fácil, su lengua jugando con la punta de la mía y debajo de su minifalda mi mano juega con el encaje de sus medias de malla.
Llegamos al teatro. La gente de seguridad nos dice que el concierto comenzó hace media hora. Saco mi celular para perder el tiempo en el lobby mientras ella corre a las escaleras para ver a la banda.
Vale esperar cada puto segundo por chuparle esos muslos y esas nalgotas que se dibujan en su entallado vestido rojo garnet.
Después de una hora mis ganas siguen en aumento. La imaginación vuela mientras huelo mis dedos impregnados a perfume con piel. Es cuestión de horas para mamarle el culo. De repente se me acerca alguien de seguridad.
—Buenas noches. ¿Vienes con una chava chaparrita verdad?
—Sí, ¿por?
—No ha salido del baño y ya nos preocupó.
—Pero está adentro en el concierto.
—Se metió al baño desde que llegaron y no ha salido.
—Pero eso tiene más de una hora.
—Ya entró una de mis compañeras para ver si está bien, pero no sale, ni responde. Puedes ir al baño para preguntarle cómo está porque se escucha algo raro.
El baño de mujeres es una tripa alargada con muchas puertas a los lados. Toco una por una diciendo “Kat, ¿estás bien? Los de seguridad me mandaron por ti”. Mientras camino unos lamentos se escuchan con más fidelidad. Son llantos, murmullos y balbuceos. “Kat, ¿estás bien? Los de seguridad me mandaron por ti”, sigo repitiendo con una voz más fuerte. Detrás de mí vienen unas policías. Una de ellas avisa por el woki tokee que una morra está en llorando en el área de los sanitarios.
Foto: Ogy Kovachev
El balbuceo de Kat se convierte en palabras frente a la última puerta del baño. “Kat, ¿estás bien? Los de seguridad me mandaron por ti porque llevas mucho tiempo en el baño”. Kat no responde, ni se inmuta y sigue hablando con alguien. Como puedo, subo a la tasa del baño que está a un lado para asomarme. Ahí está ella, sentada en el piso con las piernas abiertas hablando por teléfono. Tiene enmarañado su pelo castaño tirando a rubio y las mejillas rojas de tanto chillar. Le pregunto cómo la puedo ayudar, pero no hace ningún gesto, tampoco voltea hacia arriba. Parece como si no me escuchara, está tan concentrada hablando que me da la sensación que para ella no existe nada a su alrededor. Solo la voz de la persona que está al otro lado de la bocina.
Me quedo observándola un par de minutos sobre la tasa de baño. Recargo mis brazos en la mampara porque pienso quedarme hasta que salga de ahí.
—Estoy ocupada.
—Está bien. Solo dime si te espero o mejor me voy.
—Como quieras, ahorita salgo.
—Kat, solo diles que estás bien a las de seguridad, porque están acá afuera.
—Sí estoy bien, ahorita termino de hablar.
Las de seguridad salen del baño para comunicarle a otros dos de sus compañeros que le hablen a los paramédicos porque al parecer hay alguien en crisis.
Le escribo por whats para decirle lo que está pasando. No me contesta, no ha visto el mensaje.
No sé en qué pedo me metí. Se me viene a la mente que posiblemente Kat está en algún tratamiento antidepresivo y con el alcohol se le desconectaron algunos cables. Tal vez solo tuvo un mal día o tiene novio y ya se arrepintió del tremendo agarrón que nos dimos.
Hay como cinco personas de seguridad afuera del baño. Pasan como diez minutos y llegan los de la ambulancia. Me preguntan sus datos, no sé nada de ella, solo que se llama Kat, que la conocí por Facebook, que su perro se llama Rufus y que besa como estrella porno.
Me piden que entre con ellos al baño. Los paramédicos van frente de mí y atrás los de seguridad. “Kat, somos del servicio médico. Solo queremos corroborar que estás bien”. El eco de una tragazón desesperada invade el sonido del baño vacío. Uno de los paramédicos se sube al filo del retrete apoyándose en la mampara que divide un baño del otro. “¿Señorita está bien?”. El paramédico con cara de asco mira hacia abajo y nos dice que tiene la cabeza sumida en el retrete. Kat no responde, mientras el sonido de un cerdo devorando alimento va en aumento.“Sube tú, haber si a ti te hace caso”, me ordena, me ordena uno de los polis. Lo primero que observo es el retrete tragando su hermoso pelo castaño. Casi al mismo tiempo distingo un ligero aroma a cochambre que viene acompañado de un sonido abundante de baba. Está comiendo algo que parece mermelada de frambuesa. Kat en cuclillas y abrazada de la porcelana no deja de ser una mujer deliciosa, sus enormes caderas se mueven al mismo tiempo que truena la boca. No puedo dejar de mirar, no me causa repulsión, me excita. Tengo bien parado en pene, siento como la sangre fluye y llena todas mis cavidades cavernosas hasta llegar a la punta de mi glande. Tengo tantas ganas de penetrarla que siento en los huevos un sutil toque, un pinchazo, una descarga en el perineo que va de mi ano hasta el final del escroto. ¡Quiero eyacular!
Kat oye mi jadeo, solo eso puede detener su apetito. Por unos segundos ya no se escuchan los chasquidos de su larga lengua con la mierda de la taza que parece mermelada de frambuesa. Estoy ahí, parado al filo del retrete. Ella voltea mirándome fijo a los ojos. Hay algo raro en ella, su piel es más rosa. Las pestañas le han cambiado a rubias y su nariz está unida a su boca. Con un gruñido parece despedirse de mí.
Queda poco de mermelada en el inodoro, tal vez uno o dos bocados. Kat se apresura a masticar todo; la taza, la manija, el tanque, el flotador. Después de terminar con la porcelana va con ella. Comienza con los dedos de su mano derecha, en cuestión de segundos ya masticó hasta sus brazos. El tórax, pus pechos y su par de muslos le lleva un poco más de tiempo. Ya solo es una cabeza rodando por el piso del baño, mascando como piraña hasta su último pelo castaño.
Los de seguridad traen herramienta para cortar la cerradura. Kat ya no está, se esfumó con el retrete.