No hay sorpresas, ni cambios. Desde hace muchos años un concierto de Rolling Stones es una colección de viñetas que se repiten, casi siempre las mismas; las únicas variaciones están en el color, en la nitidez de las imágenes, en las transformaciones de los rostros que lo tornan tópico ideal para los chistes y para hablar de dinosaurios. Y no obstante, el poder de convocatoria de Richards, Jagger, Watts y Wood (más músicos invitados), es y seguirá siendo, espeluznante.
Cada nueva gira del grupo produce un caudal de bromas, las más de ellas acerca de la edad, y morbo, porque ésta, seguro, será su última aparición sobre un escenario. Pero siempre vuelven, son inamovibles. De los padres fundadores de la cultura del rock, son los únicos que permanecen. Solo The Who sigue allí, pero ni ellos podrán batirlos.
Sencillamente un concierto de los Stones es una celebración, pero más que eso, es una recreación del mito, una revigorización de esa cultura rockera que ellos instauraron y que se encargan de reactualizar con periodos cada vez más espaciados. Un momento enorme de su actuación se da cuando, justo a la mitad del concierto, Keith Richards canta un par de temas (el segundo —”Before They Make Me Run“— casi él solo con Ron Wood) y a partir de ese instante uno puede hacer un recorrido hacia el pasado o mirar hacia el futuro.
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No solo es un blues en toda la regla, es una recreación del sitio de donde nació éste y de donde provienen ellos. Si un concierto de los Stones es algo fuera de este mundo, no es solo porque es necesario convertirlo en algo hiperbólico, sino porque todo lo que acontece allí es ritual, es una misa, pagana, pero misa al fin, a la cual se asiste para ratificar la fe en el rock and roll.
No hay nada más en una noche comandada por Mick Jagger y Keith Richards, solo ese mismo y viejo ritmo, pero el par, junto con Watts y Wood, se encargan de recordarnos que esa vieja música no tiene porque ser políticamente correcta. Cuando el grupo canta “Out of Control” ésta es amenazante. Jagger se mueve sensualmente, sus movimientos son seductores, intimidatorios; mientras, la música deja escapar una atmósfera cargada de erotismo y seducción.
Con un timing perfecto, la noche se desplaza sobre aceitados rieles. Cada canción conmina a los presentes sí, a divertirse, pero también a formar parte de este ritual. ¿De qué otra manera puede llamarse a ese sublime momento en el que llega el turno de “Gimme Shelter” y una corista llamada Sasha Allen, toda ella sensualidad, se lidia con Jagger en singular batalla? Lo que está allí, más allá del dominio vocal, es esa reconexión con el góspel, con lo más profundo de esta religión de hondas raíces que hoy se viene a celebrar. ¿Cómo no sentir que en “Sympathy for the Devil”, por enésima ocasión, el invitado principal no es ni Satanás, ni Luzbel, sino una esencia que está allí, casi corpórea y a punto de materializarse?
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Cada vez que resuena la armónica de Jagger, se lleva a cabo un guiño a una chabola del sur de Estados Unidos, es un llamado que clama y espera por la respuesta. Es el grito salvaje que, no obstante la domesticación imperante, recuerda que el rock es primitivo, lascivo, sucio, grasoso… que a pesar de la sofisticación, es pedestre, mundano, callejero. ¿Cómo no sentir en “Miss You” a esa mujer de cadencioso caminar cuyas caderas delinea, marca y remarca el retumbante bajo? Prácticamente es una invitación al sexo, porque puestos en este asunto de fe, los oficiantes de esta noche todavía caminan por la vida con el viejo credo de sexo, drogas y rock and roll.
Y elegancia, porque estos hijos de Albion, no han perdido, a pesar de la informalidad, esos rasgos de distinción en el vestir, esa característica que los separa aún más de sus congéneres actuales y que los hizo sexis a los ojos de las féminas. Los Stones son un mito y como tal sobrevivirán. Puede desmontarse, tratar de resignificarlo, denostarlo, incluso puede impugnarse su pertinencia, pero si algo ha demostrado el grupo es que se encuentra más allá de cualquier asunto de la vida cotidiana. Cuando Jagger bromea acerca de que Sean Penn lo entrevistó, pero logró escapar… en verdad está diciendo que a él esos detalles le tienen sin cuidado.
No son dioses, ni han bajado del Olimpo, pero el primero de sus conciertos fue perfecto. ¿Cuál es la diferencia? Simplemente es intraducible en palabras, nada más es que suenen las primeras notas y te percatas de que estás frente a algo que es irreductible a las palabras, que allí hay unas esencias de complicada descripción, un escalafón invisible, una jerarquía difícil de entender a los ojos de los presentes.
Sí, también hace mucho que los Stones no dicen nada nuevo y que “Satisfaction” es una canción vacía, pero los clásicos no dicen nada nuevo, son himnos religiosos. Bañan de luz a los feligreses, los recargan de energía y los preparan para enfrentar los sinsabores del mundo. Ungidos y satisfechos, así salimos del Foro Sol luego de mirar una vez más a The Rolling Stones.
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Esta crónica forma parte de Escritos en el tiempo (Librosampleados/El Otro Rock, 2019).