Había un sol anaranjado y un cielo amarillo de nubes doradas con la forma de las olas. Fue una hora antes de la puesta cuando extraños sucesos comenzaron a acontecer. Emiliano dijo que iba a salir a forjar, preguntó si alguien quería; me pidió quedarme haciéndole compañía a Gloria y prometió dejarme medio toque de mota. El Sabio salió detrás de él. Minutos después Emiliano regresó con expresión de sorpresa. Confesó que el Sabio había intentado besarlo. “Le dije: ¡Espérate, no mames, te dije que iba a forjar!, y creo que entendió a fajar o no sé qué pedo”, me dijo alterado, como si hubieran tratado de matarlo en lugar de besarlo.
Cuando el Sabio regresó, se quedó al lado de nuestra mesa, tambaleante pero en pie, mirándonos con una sonrisa infantil en una boca que producía bombitas de saliva que se le iban juntando en una de las comisuras. “¡Ya siéntate, Sabio!”, le gritó uno de los presentes. Sonriente y tambaleante regresó a su banco, donde siguió produciendo burbujitas.
***
Habíamos salido a las ocho de la mañana de la Central Camionera de Observatorio, guajolotas en mano, rumbo a Toluca. La misión: presentar un poemario (que salió con premio) de mi compa Emiliano Aréstegui, quien junto a Gloria, su exmujer, roncaba en los asientos de al lado. Ni leer, ni echar una pestaña pude. La culpable, una película: joven rubia se enamora de un hombre superexitoso, el archiguapo triunfador tiene por esposa una arpía hecha de silicón que lo quiere sólo por su dinero y por su, llamémosle, candidez. La chica rubia cree ser poca cosa. Él no se fijaría en ella, pero con chuscas torpezas y, llamémosle, inocentes artimañas, intenta que él tenga ojos para ella y únicamente para ella, y que le sea fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, y la ame y la respete todos los días de su vida y así hasta su muerte y aún más allá.
Pedí al chofer que bajara el volumen, lo bajó. Una señora le dijo que no alcanzaba a escuchar, lo subió. Derrotado, contemplaba el paisaje a través de la ventana mientras imaginaba probables accidentes por la autopista. El autobús arribó a la terminal cuando la película se hallaba en el clímax: el protagonista se sinceró con su sexi y blonda secretaria y, yendo en contra de lo que en verdad su corazón sentía, decidió respetar sus votos matrimoniales. La joven rubia (convertida en el amor de su vida del ahora príncipe-azul-sin-cojones) en ese momento se dirigía hacía el aeropuerto para tomar un vuelo rumbo a donde fuera el primer avión a punto de partir. El chofer apagó las pantallas justo cuando el siempre-víctima, sonriente y bien peinado protagonista descubre que su mujer está urdiendo un plan junto a su amante, el socio empresarial del pobre-estúpido, para matarlo, y así quedarse la empresa, la casa, las joyas y las cuentas bancarias. Vi que la señora que había pedido que subieran el volumen, se acercó al chofer y, con ojos suplicantes, le preguntó por el nombre del filme; la escena me causó ternura.
Llegamos tarde pero sin sueño, quedamos nueve y media y rayaban las diez. El funcionario asignado para recibirnos todavía no llegaba, en su lugar lo hizo alguien que cumplía con alguna labor (no recuerdo cuál) en el área de Publicaciones de la Universidad Autónoma del Estado de México. Me explicó que estaban atravesando una mala racha, problemas de liquidez presupuestal, y que por el momento no podían pagarme los mil quinientos pesos de la reseña que realicé para una de sus revistas. “Mientras, puede llevarse las revistas que usted quiera”, me dijo, señalando cuatro pilas enormes del más reciente número. Nunca me pagaron. Tampoco me la hubiera pagado yo, la verdad, porque estaba hecha más con las patas y la imaginación que con el conocimiento y la experiencia. Pasadas las diez llegó el funcionario, calvo y barbado, esmirriado y sudoroso; se disculpó por el retraso. “El tráfico”, dijo. El chofer lo secundó. Subimos a una furgoneta y nos llevaron rumbo a Ocoyoacac.
En el pueblo nos dijeron que disponíamos de media hora para desayunar o hacer un recorrido antes de comenzar la presentación. Ellos ni un café soluble nos ofrecieron, nosotros nos fumamos uno en el parque adjunto a la iglesia y nos llevamos una Tecate pa’ la sed que procura el camino. El lugar del evento era una pequeña casa de cultura, hasta la que pastorearon a dos grupos enteritos de alumnos de secundaria, y uno más de primaria, para ejercer de público. La presentación cambió de cariz, yo iba preparado para explicar disque el cómo y asegún el porqué de Diez mil venados o Primero el mar, pero me vi obligado a perorar, ante las insistentes preguntas, un curso fugaz del abecé de la poesía a nuestros oyentes, que más ponían atención a los ruidos que ofrecía la calle que a mis explicaciones sobre la metáfora. Después, Emiliano leyó unos poemas de su libro y tan-tan, funcionarios felices, adolescentes dubitativos, probablemente pensando: “¿En verdad se puede vivir de eso? ¿Y eso sirve para algo?”
Como cierre, el empleado institucional, limpiándose el sudor de la calva, publicitó una rebaja del 40%, así se podrían llevar el libro por sólo sesenta pesos. Pensé, viendo los zapatos roídos, los uniformes remendados y los vientres lombricientos de los chamacos, que seguro no traían ni para una torta y este sujeto pretendía que compraran un libro. Sucedió lo de siempre: un mero trámite institucional, barnizar la fachada, tapar el agujero, culturalización, el creador tratado como marioneta itinerante en pro de la cruzada por la desnutrición lectora, pagado con promoción en escuelas de la SEP. Nos ofrecieron acercarnos a la Central Camionera de Toluca, pero declinamos: la misión subyacente se había puesto en marcha. Cuando les dijimos que queríamos conocer el pueblo, el chofer y el funcionario se miraron contrariados.
“Tengo hambre de perro”, sentenció Emiliano. Gloria sugirió ir al mercado, donde comimos barbacoa, pero no había pulque. “Los miércoles no viene el jicarero”, nos dijo la doña de la barbacha. Los demás interrogados dieron la misma respuesta, pero hubo uno que retribuyó nuestros esfuerzos: “Hay una pulquería en el próximo pueblo, en Acazulco, caminando sobre la carretera se hacen una media hora, pero en taxi unos diez minutos, cualquier taxista los deja en la puerta, nomás le dicen que van a la pulcata, ellos saben…”
El taxi era un viejo Tsuru color ladrillo, con un pequeño letrero de “Libre” en una esquina del parabrisas. El chofer quería cien pesos, luego de un regateo quedó en setenta; pensé que era demasiado por un viaje de diez minutos, pero resultaron ser veinticinco. Durante el trayecto, el taxista, al saber que íbamos al pulque, soltó su anécdota: “De allá una vez agarré a dos morritas, venían hasta su re-pinche-madre, ni caminar podían, ni hablar casi”. Una mueca aviesa apareció en su rostro. “Se quedaron luego luego bien jetonas las cabronas, hasta roncando venían. Yo nomás las veía por el retrovisor”. Sus gestos eran rijosos. “Si hubiera querido, me las hubiera podido llevar por ahí y darme gusto, ni hubieran despertado las cabronas… una estaba bien sabrosa y la otra no estaba tan culera…” Se sentía orgulloso de contarnos sus planes, y a la vez un santo porque… ¿no los llevó a cabo? Preferimos guardar silencio los últimos minutos del camino.
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Érase un pueblo en perpetua obra negra esculpido en un cerro, calles de tierra que son pendientes, casas de material, ladrillos grises sin una capa de pintura o aplanado, puertas y zaguanes de lámina color verde avispón, perros echados bronceándose las pulgas. A unos trescientos metros de la serpenteante autopista de dos carriles (ida y vuelta) estaba la pulcata. Érase una casa con la puerta de lámina verde eléctrico entreabierta, música ranchera, un patio de tierra apisonada con bancos rengos y mesitas cojas de madera. Érase algo que parecía un fumadero de crack, de los de caché.
Apenas declinaba el mediodía y los parroquianos rebotaban de pedos. Parecía que llevaban días allí, aturdidos y bisbiseantes. Eran aproximadamente veinte, de todas las edades, todos hombres, razón que nos hizo estar alertas, por Gloria. Nos instalamos en una mesa, al fondo.
El dependiente ofreció: “¿Pulque o canelitas?”, y explicó que “La canelita es una copita de caña de sabor canela, menta, tamarindo o limón. Pulque nomás hay blanco”. Emiliano pidió un litro, pero sólo tenían jarros de medio. Le sugerí que debía manejar jarros de litro porque así era más fácil llevar la cuenta cuando uno anda zumbo, y pues íbamos a echarnos varios litros. Mi comentario causó risa. “Con un litro ya no van ni a caminar”, contestó con tremenda dificultad un sujeto, apodado el Sabio, que arrastraba las palabras como si fueran pesados cadáveres. “Mi compa y yo hemos bebido cubetas, ¡garrafones!”, cacareó Emiliano. Nos llevaron tres medios y dos canelitas de limón. El dependiente dijo que las primeras cañas corrían por cuenta de la casa. En la mesita contigua, un viejito, de menos octogenario, nos pidió le vaciáramos un chisguete de pulmón en su jarro. Le vaciamos. Nos dijeron que no le diéramos mucho pulque al Caballito, porque luego no se podía regresar a su casa. Y le volvimos a dar. “Ya no le den, luego se cai y no puede levantarse”.
Era un pulque de magueyes viejos, extra-amargo, denso, de un sabor parecido al peyote, y bastaron los primeros tragos para sentir su poder.
Nos escaneaban con miradas furtivas, éramos su oportunidad de salir de la monótona rutina del paisaje: tipos de rasgos escurridos por la borrachera que, con agilidad de zombis, de vez en cuando iban a mear en la parte posterior de unos huacales, cerca de un gallinero. Detrás, unas milpas, otros cerros… Entre la música ranchera, una que otra indescifrable expresión de algún presente y el mosquerío dando concierto en el montón de bolsas y desperdicios de junto a la barda, se escuchó un “Ya no le den más al Caballito”. Fue el dependiente el que nos lo pidió esta vez. Él y otro con el que todo el tiempo estuvo conversando, apodado el Huevo, y que en el rostro revelaba las marcas de una reciente paliza, levantaron con dificultad de su silla al Caballito y lo ayudaron a llegar a la puerta, donde le dieron su bastón de madera con la forma de interrogación que tienen los cayados de profeta.
¿Les había dicho que en Acazulco las calles, que son de tierra, son pendientes? Pues por una de ellas vimos descender al Caballito que, con tremenda dificultad, jorobado y rengo, encanecido y vestido de manta, como una mancha de algodón que parecía chapulinear en el crecido verde del cerro (por el que se internó porque así hacía atajo a su casa), daba tremendas zancadas; cada que avanzaba una pierna parecía que iba a montar una cabalgadura, y al bajar la otra parecía que descendería de ésta. Fue un espectáculo al que los demás se habían habituado; en jolgorio hacían apuestas para ver si el Caballito llegaba a su casa sin caerse. Desde la pulquería se podía avizorar la ruta entera, cosa de un kilómetro. Ese día se cayó por ahí, en el verde, algo lejos, y como tardaba mucho en levantarse perdimos interés en seguirle la pista.
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Las horas daban la apariencia de pasar despacio, pero era lo contrario, habían pasado en fuga dos horas desde que arribamos. Ya habíamos hecho migas con los otros, intercambiando chistes, hasta jugamos rayuela y todavía no dábamos fin al segundo jarro. Ciento veinte minutos habían bastado para poseer la misma estampa y embriaguez de aquellos que un par de horas atrás nos dieron la impresión de ser unos teporochos que llevaban metidos varios días en esa madriguera, curando sin parar la cruda eterna, lamiéndose la herida que no tiene remedio; espacio y tiempo se habían alineado y lo que al principio nos parecían balbuceos indescifrables de nuestros compañeros de juerga, eran ahora frases, anécdotas y conversaciones perfectamente claras.
Un tipo, sombrero en mano, con el mostacho y las patillas estilo Vicente Fernández, se sentó en la mesa donde había estado el Caballito. Le dijo al dependiente, a quien recién habíamos comenzado a tutear, que nos sirviera otra ronda, él invitaba, y nos preguntó de dónde éramos. Nos dijo que era chofer, manejaba un Torton de redilas. Se retorcía la esquina del bigote y levantaba una ceja con pose matadora; de vez en vez atisbaba el trasero de Gloria. La conversación de aquel sujeto, con voz grave y poses de machote, parecía más un interrogatorio, con su buena dosis de disparates e insinuaciones al narco intercaladas entre sus historias de chofer. También mencionó un “Al que me la hace me lo chingo”, más un “Me acuerdo de aquel gallito que ya no está pa’ contarlo”, todo envuelto en su actitud de chingón de la autopista y de escúpeme-ésta. Luego dijo que la poesía era una mamada, que poetas de verdad eran los Tigres, los Tucanes y no sé qué otros animales nombró, y así siguió hasta que mi compa le dijo que estaba hablando como si hablara de Dios, porque no lo conocía. Vicente Fernández dio un puñetazo sobre la mesa y gritó no-recuerdo-qué.
La banda se vio chida. Nos rodearon rápido y mandaron a limpiar el horizonte a aquel pinche Chente apócrifo, mala copa y hocicón. Tuvo que agachar la cabeza y con ese gesto retirarse, de lo contrario le esperaba una golpiza como la que reflejaba la carota morada del Huevo, el compa del tendero, que seguía platicando con aquel, muy a gusto entre sorbo y sorbo. El exiliado se subió a su Torton y se fue, lentamente, envuelto en el alto volumen de un corrido muy mentado, abandonando el pueblo.
Cada que íbamos al mostrador a rellenar jarro, el Huevo nos disparaba una canelita por cabeza y aprovechaba, tal vez acomplejado por su aspecto, para contar cómo y por qué lo habían desmadrado. Cada vez que lo hizo, que de menos fueron cuatro, su versión cambió:
1. Dueño y conductor de una combi de la ruta Ocoyoacac-Acazulco-Atlapulco, se presentó en la iglesia, con una serenata, para interrumpir la boda de una exnovia de la que seguía engarrapatado. Salieron huyendo en la combi, hubo una persecución con pistolas y toda la cosa; tíos, primos y hermanos de la novia los perseguían, a él, a los tres músicos, más dos cuates que apoyaron su plan; al final les dieron alcance y le moldearon un nuevo rostro que daba la impresión de estar gangrenado.
2. Un compadre suyo trató de interrumpir la boda, pero quien se casaba era la exmujer del supuesto compadre. En esta versión, el Huevo fue el que intentó salvar a su compa de aquella golpiza que le tocó por añadidura.
3. Empleado de uno de esos negocios que rentan caballos y cuatrimotos para dar vueltas y más vueltas sobre una noria bordeada por llantas, se encontraba plácidamente trabajando cuando sus dos cuñados, más tres amigos de ellos, le dieron caza y lo golpearon al descubrir que le ponía los cuernos a su santa carnalita.
4. Nuevamente conductor de una combi de la ruta Ocoyoacac-Acazulco-Atlapulco, de la cual tenía que entregar diario cierta suma al dueño de la unidad, hizo el acto del mago y se esfumó con todo y vehículo. Luego de haber estado dos días enteros con sus noches abrazado a la botella, y al parecer a la pipa (al juzgar por sus labios y sus dedos quemados), apareció. Entre todo esto hubo, otra vez, persecución, tiros, patrullas y madrazos. Ninguna novia o exnovia estuvo implicada esta vez.
Un mitómano era el Huevo. Sonreía mecido en los brazos del pulmex, esparciendo con sus eructos sus inventos. De repente se acercó, arrastrando los pies, el Sabio, con su look de almohadazo y su sonrisota: dentadura sarrosa a la que le faltaban varias teclas, todo bajo unas encías apelmazadas de masilla. Trató de decir algo, pero se le escurrió un hilo de baba. No dejó de sonreír, ni de tratar de hacernos llegar su mensaje, pero lo único que salía de su boca eran burbujitas de saliva que parecían colmenas de jabón.
Todos eran unos personajazos. Parecía un encuentro de “jóvenes creadores” pero con individuos más auténticos, mas no engreídos, libres del vicio de cagarse en la creación. Estaba otro al que le decían el Raja y que presumía haber sido abducido una vez. A pesar de que insistí hasta el ruego, se negó a narrar su experiencia, haciendo una señal de silencio con el índice. También estaba el Cara-de-perro, quien insistía en que a menudo se veían naves luminosas, bien redondas, sobrevolando el pueblo. “Son las brujas”, mencionó aquel al que se dirigían, con todo respeto, como don Gaspar. Había otro que le decían el Música, a otro el Chayote y varios más de los que no recuerdo nada. Y la briaguera seguía, nos sentíamos en casa. Emiliano preguntó si podíamos fumar mota, le dijeron que afuera podíamos hacerlo sin problema, que la policía ni se asomaba; anunció que iba a la calle a forjar y salió, con el Sabio siguiéndole los pasos… fue cuando intentó besarlo.
***
Había bebido un litro y medio de pulque, pero traía un efecto como de un pomo de bacachá. Al salir a fumarme mi mitad del carrujo, noté que culebreaba al andar. Caí en cuenta que era verdad lo que dijeron: “Con un litro ya no van ni a caminar”. Cuando regresé, el Cara-de-perro se había puesto a bailar entre las mesas, cuando pasó por la del Chayote, noté que lo nalgueó, y el Cara-de-perro meneó locamente las caderas. Seguimos bebiendo al mismo ritmo con que el sol se esfumaba, pero conforme las sombras nacían, en esas mismas sombras, una pareja de compadres, muy separados hacía poco y que ahora parecían muy arrejuntados, comenzó a despacharse unos besos de lengua con agasajo incluido. Otros dos se fueron a ocultar en una sombra más íntima, junto a la barda. El Sabio se había arrastrado, otra vez, junto a Emiliano, y lo miraba con beoda dulzura mientras burbujeaba.
Érase una pulquería donde, al asomar la luna, algunos se volvían ellas para darle a eso.
Don Gaspar, con gabán y sombrero, atusándose el gris mostacho, observaba el paisaje que se iba amoratando cada vez más aprisa. De cuando en cuando parecía, con la yema del pulgar y el costado del índice, acomodarse la dentadura. Con exceso de confianza o imprudencia (como quieran llamarlo), le preguntamos, disque en broma, si no iba a agarrar pareja.
—A mí me gusta la güerita —confesó sin medias tintas. Volteamos a ver a Gloria.
—Uy, pues no se va a poder, don; vengo con mi marido —respondió ella.
—Pero yo hablo de él —dijo señalándome. Emiliano empezó a carcajearse—. Como dice el refrán: en tiempos de guerra cualquier hoyo es trinchera —pronunció el viejo, sacando a pasear su proverbial sabiduría.
Emiliano se agarraba la panza, talla XL, doblándose de risa; y Gloria no lo hacía mal, sólo que ella se oprimía como si tuviera un cólico.
—Da igual un anillo de oro que el culo de un toro —volvió a declamar aquel fino poeta de los lares de Acazulco.
—Yo también tengo, no marido, pero sí mujer, y pues le quedo mal, don Gaspar —le dije para no salir tan raspado. Él hizo una mueca de ya-ni-modo.
—La pura verdad es que me siento solo —desembuchó. Parecía un coyote confesándose a la luna.
—Ya estoy viejo, y tengo todo, pero uno tiene necesidades. Lo que yo necesito es una mujer —dijo sin chistar—. Alguien que mantenga el orden en la casa, que tenga limpio, que haga de comer, que le dé su mais a las gallinas y me ayude con la leña.
Nos platicó que tenía un ranchito delante de Atlapulco, y señaló con el dedo hacia lo lejos, en la piel negra de la noche. Lo que en realidad quería, intuimos, era una criada que además le calentara las sábanas y las patas frías.
—¿Ustedes no conocen a alguna mujer que quiera irse a vivir a mi ranchito? Tengo todo: televisión, teléfono, troca, dos caballos…
—Pues sí conocemos a una que se aventaría, nomás que toma mucho, don —dijo Emiliano.
—No importa, ustedes tráiganmela.
—Pero sí empina el codo gacho, don —añadí, él hizo un gesto con forma de mentada al viento, que significaba: eso-qué-importa.
—¿Y… es joven? —preguntó el pinche-viejo-libidinoso.
—Sí, pero uy, usted no sabe en la que se mete, don —añadió Gloria, siguiendo la pelota.
Nadie quería decirlo, pero era hora de irse. Estábamos cerca de la frontera con Cuajimalpa, a espaldas de La Marquesa, así que aún había un largo trecho para regresar a la apestosa Chilangarrotitlán.
—Tráiganmela en Navidad, nos vemos en mi rancho, hago una vaca barbacoa y nos echamos unos tequilas —dijo el don.
—Mejor unos de éstos —mencionó Emiliano meciendo su jarro.
—¿Y la barbacoa la hace en hoyo? —pregunté, imaginando tremendo hoyo para sepultar una res entera.
—Pus cómo más va a ser —respondió.
***
A pesar de ir pedísimos (habíamos consumido dos litros y cuatro canelitas por cabeza, Gloria sólo un medio) pedimos otro medio, el caminero, que metimos en un envase de refresco. Tambaleantes cual tentetiesos, bajamos la pendiente hasta la carretera. No teníamos idea de cómo regresar. Creí que iríamos caminando a Ocoyoacac, Emiliano dijo que íbamos hacía la Central Camionera de Toluca, el caso es que nos enfilamos por la linde de la autopista rumbo por donde llegamos. Las luces del pueblo, luego de unas cuantas cuadras, finalizaron, y comenzamos a caminar a la sombra de los árboles que se erguían al filo de la pista. A pesar de ser una zona de bosque-de-niebla, no sentía frío, y dirán que fue el aire, pero traté de decirle algo a Emiliano y sólo escuché mi balbuceo. Noté que él también quiso decirme algo que no entendí.
Tratamos de pedir raite y nadie quiso recogernos, y ni cómo culparlos. Los carros pasaban hechos la chingada, pero fue en cierta zona, como a dos kilómetros de Acazulco, que un par de autos, al pasar, golpearon las mochilas que llevábamos colgando al hombro, del lado que daba hacia la pista. Pensamos que lo habían hecho con la mano, como peligrosa broma, pero los siguientes automóviles iluminaron con sus faros cómo la pista de dos carriles se había reducido a uno y medio. Tuvimos que meternos más hacia el bosque. Por lo menos había luna, porque, kilómetros más adelante, en un claro, se me salió un “Escuché un toro”, y noté que ya no arrastraba tanto el habla. Gloria y Emiliano se empezaron a reír, y este último lanzó: “Ay sí, qué dices Panyagua: Da igual un anillo de oro que el culo de un toro, ¿no?”, repitiendo el proverbio del disipado don Gaspar. Adelante nos encontramos con unas vacas que andaban ramoneando la verdura, y desde allí descubrimos, a lo lejos, un rectángulo de luces que pensamos era Ocoyoacac, y también que la carretera volvía a ensancharse.
Llegamos a un trecho de la carretera, espejeando de vez en vez para medir a los carros, cuando Gloria gritó: “¡Un camión, un camión!”, que traía su letrero iluminado de “C.C. Observatorio”. En cuarenta minutos ya estábamos montados en el Metro, todavía achispados, y sabíamos que la cruda llegaría, así que cuando bajamos de Ciudad Universitaria compramos un León de a litro, un chescote, un paquete de Delicados de 24 y un kilo de huevo porque traíamos harta hambre.
Luego de cenar, liamos un fino y nos servimos unas cañas. Emiliano inició una conversación con un “¿Te acuerdas de ese vato que cada que nos contaba su madriza nos cambiaba el guión?”. “¿O de cómo te iba a agasajar el Sabio?”, mencioné. Gloria, saliendo al quite por su marido, lanzó su “Y el Panyagua bien cotizado porque querían con él”. “Pinche güerita, hasta te harían una vaca en barbacoa si le cumples al don”, mencionó Emiliano. “Pues, así como está la cosa…”, dije entre risas, pero con la lanza bien atravesada.
Horas atrás, mientras caminábamos en la oscura noche de Acazulco, pensé que hubiera estado bien pagar setenta pesos a un taxi para el regreso, pero íbamos más apretados que un culo almorranado. De principio creí que me pagarían los mil quinientos pesos de la reseña y Emiliano que vendería de menos cinco libros, pero todo habían sido pérdidas monetarias, porque ni siquiera los boletos de autobús nos procuraron. Después de todo, ganamos. ¿Qué? Experiencia sobre logística cultural y esta historia sobre cómo se difunde y expande nuestra cultura, pues la verdadera cara del pueblo-pueblo no se iba a contar sola.
*Esta pieza es un adelanto de El Doctor Jekyll nunca fumó piedra, volumen de crónicas de Mario Panyagua de próxima publicación bajo el sello Producciones el Salario del Miedo.