Ser policía en el imaginario de la población mexicana y en particular de los habitantes de la Ciudad de México es el oficio de lo negro. Representa la parte oscura de nuestro sistema político: corrupción, prepotencia, autoritarismo, abuso, negligencia, nepotismo, etcétera. Soy policía y justificar que la pandemia me incitó a tomar, en un aliento desesperado, ese otro lado de la vida sería deshonesto. Sólo es una de tantas formas de obtener la chuleta. Ahora visto el uniforme que representa lo satirizado y satanizado en el dominio popular.
El camino del policía inicia presentando exámenes de control de confianza. Se trata de una serie de filtros que buscan exponer los detalles más mínimos de una posible vida “delictiva”, lo cual te descarta como elemento de la seguridad pública. Una vez que concluyes satisfactoriamente los exámenes mentales, pasas de aspirante a cadete.
Mi carrera como cadete comienza temprano. A las nueve de la mañana tengo que presentarme para iniciar formación. Llegó y encuentro a mis iguales enfocados en el mismo objetivo de ser policías. Debemos respetar el protocolo sanitario de la pandemia, usar cubrebocas y mantener la sana distancia. Nos piden formarnos de manera ordenada y estratégica en distintos grupos. Luego nos solicitan nuestros aparatos celulares, los cuales son introducidos en bolsas ziploc. Después abordamos un camión que nos traslada de Ciudad de México a Zacatepec, a nuestra concentración y próxima academia.
Pienso en Salinger y su paso por el ejército. Aunque nunca he leído sobre algún escritor que haya sido policía. Así que durante las tres semanas y media de encierro me veré reflejado en los personajes de la película Full Metal Jacket, de Stanley Kubrick.
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En principio, vivir aislado del mundo infectado por el coronavirus te hace sentir parte de una comunidad especial. Los domingos nos permiten usar el celular por quince minutos para comunicarnos con nuestros familiares. Tomo mi aparato de la modernidad y me siento en unas escaleras que dan a unos baños. Ahí veo los rostros de mis compañeros con lágrimas en sus ojos al escuchar las voces de sus esposas, padres e hijos. Pero en este lapso de tiempo-encierro, la vida es una serie de vueltas de tuerca.
Despierto antes de las cinco de la mañana para el acondicionamiento físico, técnicas de defensa personal y esposamiento. Luego tengo unos minutos para bañarme y vestirme con la ropa de cadete: pantalón de mezclilla, playera blanca y botas tipo militar. Es necesario dejar el dormitorio limpio, ya que es objeto de revisión por parte de los instructores. Al finalizar debo formarme de manera ordenada para el pase de lista y los honores a la bandera.
Se aprende exhaustivamente y sin detenimiento cada uno de los contenidos. Inyectan tu cabeza de artículos, reglamentos y códigos que fortalecerán tu oficio como policía. Además te preparas para el uso de armas de fuego, su manejo, desarme, sus partes y características de cada una. Lo más importante: aprendes en qué momento debes utilizar tu arma como legítima defensa. La prueba final es una práctica de tiro con cada arma estudiada.
Estar dos semanas y tres días aislado de la realidad también es experimentar tu propio holocausto. Así que cuando se presenta la posibilidad de salir al exterior es la primera vez que siento la dicha y el placer de nombrar a esa posibilidad como “libertad”. Se trata de un traslado en dos camiones a la Ciudad de México para la práctica de tiro. Cada aspirante a policía pondrá a prueba su destreza con las armas de fuego.
Llegamos a la hora indicada y descendemos de los autobuses. Los instructores se encargan de formarnos en grupos. Esperamos unas horas. Luego mi grupo ingresa y a cada uno nos dotan de los cartuchos y las armas que vamos a utilizar. En mis manos tengo una pistola Pietro Beretta, una Subametralladora Mendoza, un Fusil Galil y una Bushmaster.
A lo lejos escucho las detonaciones y me embarga un pequeño temor. Caigo en cuenta que nunca he disparado un arma. Por mi mente pasan, como disparos de flash, fotografías de Hunter S. Thompson y William Burroughs portando sus armas. Es tal mi nerviosismo que olvidó que mis compañeros e instructores de práctica están a mis costados. Me dispongo a cargar cada uno de los cartuchos en sus respectivos cargadores. Paso a la línea de tiro, pongo la primera arma en mis manos, la Pietro Beretta, y alineo las miras de tiro. Me colocó en la postura de Weaver, técnica de disparo para armas cortas que consiste en situar la parte superior del torso a unos 45 grados de la línea de tiro, inclinada por delante de la cadera, con los hombros algo más adelante del pie delantero, mientras que el trasero debe ayudar a soportar el retroceso y permitir cambios rápidos de posición. Cargo, cerrojo el arma, apunto a la cruz de fendas y dejo ir todos mis rencores y miedos en cada tiro.
La clausura de la academia se convierte en una larga ceremonia de más de dos horas, Seremos una nueva policía que surge ante la pandemia y por decreto presidencial. Inmunes al virus, dice el presidente Andrés Manuel López Obrador en sus discursos sobre seguridad.
Esta foto y la de portada fueron tomadas de Policía Ciudad de México
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Como estudiante de policía había humanidad a mi alrededor; ahora, graduado, aquellos rostros de familiares y amigos están solo en mis recuerdos. Me enfrento a una pantalla que transmite imágenes virtuales, difusas, de otros seres. El presente y el futuro nos han alcanzado y solo aparece la Matrix con su ola de códigos. Pienso en Bradbury y Asimov mientras mis oídos codifican números binarios de una red transmitida por el silencio.
Acudo a mi primer día de servicio como policía y es extraño porque recuerdo que en mi juventud llamaba a los policías con palabras como chotas, tiras, puercos, pitufos y demás calificativos que nombran lo que ahora soy.
Llego muy temprano a las oficinas ubicadas en Miguel Ángel de Quevedo. Me uniformo y me alisto con varios compañeros que esperan un servicio. Dos comandantes emergen de unas puertas de cristal. En la jerga policial se les conoce como un 30-metro y una 30-fox. Dan instrucciones. Después de un tiempo de espera, por fin tengo un oficio con mi primer servicio: 24 horas en un ISSSTE de Tacuba, con muchos pacientes Covid.
Otro compañero, también recién graduado, y yo llegamos al mismo tiempo. En la puerta del ISSSTE nos presentamos con un tercero con el protocolo aprendido. Poco después estamos ante la presencia del que será nuestro Jefe de Turno durante las jornadas de 24 horas de servicio. Visto por primera vez el uniforme que ridiculizaba en mi juventud. Una canción de aquella época viene a mi mente. Es de Sepultura: “Policía para los necesitados/ Policía para aquellos que necesitan policía/ Te dicen que obedezcas/ Te dicen, bastardo”.
Observo el hospital vacío, sin humanidad. He visitado hospitales como éste en otras situaciones, pero aquí parece que faltan los actores principales, es decir los enfermos.
—Comandante, desde que llegamos ha sido un desmadre, muertos y más muertos. Llegan y no salen. Al rato, en la noche, es cuando llegan; ahí en esa sala entran y solo salen rumbo al área de Patología. Arriba de la morgue nosotros dormimos comandante, le caemos un rato para aguantar las guardias, pero usted póngase relax, no se estrese —me dice mi compañero.
—Enterado comandante —me limito a contestarle.
Salgo un momento al exterior. Aunque el semáforo epidemiológico está en rojo, observo a muchas personas afuera. Siguen su marcha sin preocuparse de lo que pueda pasar con sus vidas. Una señora de edad avanzada me observa desde lejos. Se detiene un momento:
—Buenas tardes oficial —es la primera vez que me saludan con esa connotación—. Se ve muy joven, oficial, pero qué bueno que están aquí, ya que esta enfermedad pone a la gente loca cuando se enteran que su familiar ha muerto. ¡Dios nos libre y nos ampare! —me dice mientras se santiguaba, para después retirarse hacia una tienda.
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La ley del trabajo en México estipula una jornada laboral de ocho horas diarias, pero el trabajo de un policía abarca jornadas de 24 horas o más. Incluso más, si en el servicio se cometen actos que tachen el profesionalismo policiaco. Según sea el caso, uno puede ser acreedor a sanciones internas y dependiendo de cada código de conducta de la institución policíaca en la cual se trabaje, la sanción puede ser un arresto de 24, 36 o 48 horas. Cada arresto o extrañamiento se archiva en el expediente con la finalidad de ser un parámetro de calificación cuando decides participar en la obtención de grados para subir en la jerarquía.
Además, al finalizar tu turno debes seguir estudiando leyes, códigos, procedimientos, reglamentos y demás herramientas que ayuden a tu actuar policial. Y, por otro lado, sirva cuando las supervisiones operativas arriben a tu servicio y puedas responder de la forma más oportuna a tus superiores inmediatos. Dependiendo de cada jefe, al término de la jornada laboral el actuar policial se complementa con: acondicionamiento físico, uso y empleo de armas, protocolos de seguridad u orden cerrado. Todo con la finalidad de realizar el oficio de seguridad con la mayor precisión posible.
Estudios sobre seguridad en América Latina posicionan a México en el segundo lugar de la región en donde la población se siente menos segura. No existe la confianza civil en la policía y la percepción que se tiene del gremio se traduce en corrupción. Por otro lado, el nuevo gobierno ha intentado mostrar un rostro diferente, quitándole el carácter civil por uno de corte militar, al crear la Guardia Nacional. Tan solo en la Ciudad de México, la policía es el grupo en el que la población refleja su perspectiva sobre política y políticos con las analogías más oscuras. Es común que en las historias de asaltos publicadas por la nota roja, siempre exista un elemento de la seguridad pública en complicidad.
Quizá, por más que un policía trabaje largas jornadas de manera honesta, en el imaginario colectivo jamás podrá ser superada la leyenda de un creador de pasajes surreales y siniestros como lo fue el Artuto “el Negro” Durazo, oscuro jefe del Departamento de Policía y Tránsito del entonces Distrito Federal, durante el sexenio del presidente José López Portillo. Su imagen encarna al policía corrupto mexicano, y transita a través del tiempo en cuanto a temas policíacos se refiere.
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Después de conocer compañeros y recorrer varios servicios, hago una pequeña escala en el sueño quimérico de Peña Nieto, el aeropuerto de Texcoco. Mi labor es ser guardia de seguridad con entradas a las tres de la mañana. Hago mi trabajo con un frío que cala los huesos, en tierra de nadie, a orillas de la carretera. Hasta que por fin llego como elemento fijo al Hospital Regional Lic. Adolfo López Mateos, como parte de la fuerza de seguridad.
Soy asignado al área de Urgencias, lo cual implica estar en contacto directo con pacientes de coronavirus. Mi trabajo es simple, porque solo debo hacer presencia con el uniforme de manera disuasiva, y proporcionar algunas respuestas esenciales a los derechohabientes y familiares que acuden a dicha área. Pero esto implica una larga jornada de pie y de caminar de un lado a otro para no sentir el cansancio y adormecimiento en los pies.
Me arriesgo a contraer la enfermedad de la década. Hace veinte años, cuando estudiaba el bachillerato, las pandemias solo eran parte de algunos libros que leía, o de canciones de heavy metal que escuchaba en un discman. Los años 2000 se fueron abruptos, solo recuerdo que yo era un estudiante que gritaba a los policías mientras en mis oídos escuchaba la voz de Zack de la Rocha: “Mind of a revolutionary/ So clear the lane/ The finger to the land of the chains/ What? The land of the free? / Whoever told you that is your enemy”.
Pasan las semanas y no he visto la cara de la peste. Observo el lugar vacío y los asientos en su propia desolación. Pero escucho las historias de mis compañeros que llegaron en abril, cuando todo esto empezó. Una locura, dicen.
—Comando, esta madre empezó muy cabrón. Yo estaba en un servicio bien relajado y tranquilo fuera de esta madre. Y que llega mi cambio, mi jefa solo dijo que tenía un servicio foráneo y acepté. Me engañaron, cuando acudí por mi oficio me dijeron que era un hospital ISSSTE. Pero qué le podía hacer, ni pedo, tuve que venir a esta mamada. Hubieras visto comandante, llegaban un chingo de ambulancias para pedir la atención porque traían gente infectada, venían en sus pinches cápsulas. Bajaban en chinga y los metían a la sala, nosotros solo apoyábamos abriendo las puertas del tránsito de ambulancias. Al poco rato escuchábamos en el audio del hospital que había un código 19 rumbo a Patología. Llegaban muchas ambulancias comandante, con gente enferma; pero al poco rato que habían ingresado, no tardaban en bajarlos a Patología, había una gran cantidad de funerarias que entraban y salían. Hicieron su bisne esos cabrones, comandante. Hasta hubo un caso de suicidio en las instalaciones, comando, una doctora se suicidó porque dejaban morir a los enfermos, ya que no sabían cómo tratarlos.
Mi consigna es estar en urgencias. Poco a poco me familiarizo con los códigos del hospital y la cantidad de personas que llegan no solo por temas de Covid. Mientras hago mis recorridos del área de urgencias básicas a la respiratoria, escucho por el radio que a mi punto se aproxima un código 19. En claves me comunican por el radio que 55-58 a mi 60 código 19-32. Respondo que 10-4-35-30-romeo.
De inmediato descienden los paramédicos de la ambulancia. Todos ellos con sus trajes espaciales, que me recuerdan la película Doce monos. Luego desciende el familiar del paciente, quien viene encapsulado. La realidad me golpea como si fuera un jab directo a la cara. No estoy en una escena de película de serie B, sino ante una realidad cuya crudeza me ha alcanzado. Con ojos llorosos, la señora se acerca y me dice: “por favor poli, urgencias dónde está”. Le señalo de inmediato el área y entre los rostros cubiertos con cubrebocas, veo el asombro y la incógnita ante la extraña imagen de una persona encapsulada.
Pasan tres días después de ese primer contacto, cuando veo a lo lejos a la misma señora, quien se dirige rumbo al área de Patología. Con ella entra una funeraria. Después de unas semanas solo desfilan ante mí carrozas de distintas empresas. Y escucho con más frecuencia los mensajes de mis compañeros a través de la radio: “55-58-60-código 19”.
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El personal médico tendrá una visita especial y me han dejado la tarea de hacer un 7-Sierra, que en claves policiacas es un acompañamiento o custodia. En los hospitales del ISSSTE se ha impulsado la terapia emocional al personal médico que trabajaba con pacientes infectados por Covid. Esto a través de un perro de raza pug de nombre Harley, “El perro tuerto”. El arribo del visitante está programado a las 7:00 horas. Las autoridades están expectantes y a la espera, es como si todos esperáramos al Godot perruno.
La doctora y el pug descienden de su vehículo. El perro se me figura como la estrella de un espectáculo por el cual no se planea pagar. Es parte de una festividad de la muerte. Y los medios de comunicación hacen de la incertidumbre una forma de su propia apología del espectáculo. En este momento irrumpen para mostrar el Apocalipsis viral.
Mi 7-Sierra queda representado en un tanque de oxígeno, una exhalación de muerte para la espera de uno nuevo. No entiendo si un perro puede aliviar el estrés y dar un poco de serenidad a doctores, enfermeros y pacientes ante un virus que ataca de manera silenciosa y se mimetiza en estadísticas y obituarios. El recorrido por los pisos y los pasillos de pacientes Covid me desvela el misterio, la angustia, la soledad y la fragilidad con la cual miramos a la muerte.
Por fin, presento los síntomas: dolor de cabeza, dolor de garganta, tos, fiebre y cansancio. No acudo al servicio, solo marco a mi jefe para comunicarle mi estado de salud y que no me de presente. Salgo de mi casa y me dirijo a Urgencias, el lugar donde la vida se ha convertido en una alegoría. Me registro y en el interior percibo una atmósfera de fragilidad; me siento en el área más apartada, para esperar a que me llamen para tomar mis signos vitales. Empiezo a tararear una canción de los Dead Kennedys que aún recuerdo, mientras enfoco mi mirada en los números de un oxímetro: “Got a black uniform and a silver badge/ Playing cops for real, playing cops for play/ Let’s ride, low ride”.
Soy policía y justificar que la pandemia me incitó a tomar, en un aliento desesperado, ese otro lado de la vida, sería deshonesto. Solo es una de tantas formas de obtener la chuleta. Ahora visto el uniforme que representa lo satirizado y satanizado en el dominio popular. Es el oficio de lo negro. Y por hoy, para mí, está bien.
*Esta crónica fue acreedora de una mención honorífica en el 7° Gran Premio Nacional de Periodismo Gonzo, convocado por el sello editorial Producciones El Salario del Miedo y la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).