Fotografías: María Ruiz / @maria_rz
De nuevo ese vacío en mi pecho. Subo, bajo escaleras y me falta el aire. Me detengo e inhalo con fuerza. Exhalo y me tranquilizo. “No tengo coronavirus”, digo en voz alta. Como si la bocanada de aire no bastara, me pongo un absurdo y trivial reto: “Si de aquí a la puerta de mi casa son siete escalones, entonces no estoy enfermo”. Pero son ocho, siempre son ocho.
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Dos en domingo, uno en lunes y el cuarto en miércoles. El primero, un excompañero de trabajo en un call center. Algunas veces compartimos los 20 minutos que teníamos para comer y en los 15 que nos daban para ir al baño lo acompañaba por un cigarro, entre calada y calada hablábamos de fútbol.
Esos lugares te absorben, el tiempo pasa rápido y cuando menos te das cuenta llevas una vida ahí. Estuve casi seis años. Una vez que decidí irme hablé con mi jefe, quería que me corriera para arrancarles algo a esos avaros que trataban de remediar sus malos resultados en las encuestas laborales con obsequios mensuales: llaveros, plumas y cilindros para beber agua. Solo recibí 15 mil pesos.
Javier se quedó. Por las mañanas estudiaba y en las tardes trabajaba. No volví a saber de él porque quería estar alejado de todo lo que me remitiera a ese lugar. Pensar en el nombre de la empresa me provocaba aversión. Supe del sitio años después: el temblor del 19 de septiembre de 2017 tiró el edificio de Puebla #277 en poco menos de dos minutos. Siempre pensé que caería en cualquier momento, ya que se cimbraba cada que por ahí pasaba un camión pesado. Ahora es un estacionamiento.
Javier se fue y regresó al mismo call center. Pero esta vez para atender el centro de atención a clientes de un banco, donde los reclamos y las dudas no cesan ni en pandemias: ¿cuándo es mi fecha de corte?, ¿si pago el mínimo me cobran intereses?, ¿me puede dar el detalle de mis movimientos? Las mismas preguntas estúpidas.
Durante la pandemia, Javier hacía el mismo trayecto a diario de su casa al trabajo. La rutina habitual, pero ahora asegurándose de respetar esos taches sobre el piso que autoridades y comercios colocaron para mantenernos alejados de los demás y así evitar los contagios. Inservibles, porque en Ciudad de México es imposible mantener sana distancia.
Javier murió en tres días. Lo internaron un viernes, mejoró el sábado y el domingo 19 de abril se fue.
Entré a Facebook, recorrí su perfil y me detuve en un post del 19 de marzo, un mes antes: “Fallece la primera persona con COVID-19 en México; fue al concierto de Ghost”. Respuesta de un “amigo”: “Ya valiste verga, pido tu Nintendo 3DS”.
La ruleta rusa ya no se juega jalando el gatillo de un tubo sobre tu cabeza. El juego mutó, ahora cualquier cosa que toques es un arma que te puede arrancar la vida.
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“Entrar a un hospital significa la muerte”, dice una señora mientras acomoda siete litros de leche de una marca genérica: “Oferta, 12 pesos el litro”. Para ella, la sana distancia es un personaje que se inventaron “los culeros del gobierno”.
Regresa ese hueco en el pecho. ¿Es angustia?
Adelante un señor chaparro con el cabello grasoso cuenta monedas. Las saca de una bolsa de plástico, la fila es larga. Lo acompaña una niña de unos 8 años de edad. Quieren llevarse 12 huevos y un 7 Up de un litro. La pieza de huevo cuesta dos pesos y el refresco de lima-limón 17, en total 41 pesos. Trae 36, le digo que pago el resto, que se lleve todos los huevos. Extiende su mano y la pone cerca de mi cara, “No carnal, así está bien”. La niña va camino a regresar tres huevos. Le regresan un peso de cambio.
Hoy por mí y mañana por ti, le digo. Y mientras pongo dos six de cerveza en la caja caigo en cuenta que equivoqué la frase. Estaba nervioso, no creí que fuera a rechazarme un paro de cinco pesos.
Es muy probable que sí, entrar a un hospital significa la muerte aunque no tengas coronavirus.
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La empatía y preocupación por el virus llegó a mí cuando mi madre marcó para contarme que había tenido fiebre, no tenía olfato y la comida no le sabía a nada.
Coronavirus, no puede ser otra cosa.
Mi mamá es hipertensa, tiene obesidad y fumó 30 años de su vida de manera ininterrumpida. Mi padre es obrero, alcohólico y necio. Viven en la colonia en la que crecí, un barrio popular al norte de la ciudad. Si me preguntaban dónde quedaba, respondía con el pecho inflado de orgullo: “Cerca de la Bondojito y como a 10 minutos de Tepito”.
Está en una de las alcaldías con más contagios de la ciudad, la Gustavo A. Madero. “No salgan, por ahí está bien culero, en la colonia de al lado ya registraron ocho casos”, les digo. Luego comienzo el bombardeo de notas por WhatsApp: “Once colonias en la GAM, foco rojo de contagio”, “Iztapalapa y Gustavo A. Madero son las alcaldías con más contagios y más muertes”, “Iztapalapa, GAM y Tlalpan encabezan contagios por coronavirus”.
Mi papá trabaja para Grupo Modelo, pero no ha hecho cuarentena. Dice que es Juan Camaney, que a él no le va a pasar nada, después besa su caguama y la levanta mirando hacia el techo: “Chulada”, dice. La videollamada se corta, el internet nunca funciona.
En lo que menos desembolsan mis papás es en salud, no tienen seguro de gastos médicos y tratan, por lo regular, de pagar lo menos por una consulta. “Ahorita voy al Simi”, le regatean a la salud como si esta se ofertara en un tianguis.
Mi viejo tiene ahorros, pero quemarlos ahora y en salud le parece un desperdicio: “Ese dinero es para mi vejez, no quiero pedirles nada”.
La salud no es primordial, se puede ahorrar para tenis, ropa o aparatos electrónicos, pero jamás para una enfermedad. Nos sentimos tan fuertes que los seguros nos parecen una trampa. En cambio, en el barrio, los consultorios de bajo costo que venden medicina genérica abren por decenas.
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El coronavirus le ha devuelto la importancia a las llamadas telefónicas. A partir de ahora, todas podrían contener noticias fatales.
Ha pasado una semana de la muerte de Javier. Vuelvo a su perfil y veo que largos comentarios y fotos lo adornan. Parece que la tristeza debe hacerse pública, sino no duele igual. Los comentarios son ególatras. El scroll se detiene por una llamada entrante. Chingada madre, de nuevo ese vacío en mi pecho: “Carnal, murió la mamá del Martín, andamos acá en Tlatelolco”. Me quedo callado, me sorprende la noticia y la tranquilidad de Julio al decírmelo. “Ahorita los topo”, le contesto.
Camisa de manga larga, gorra y cubrebocas. Camino con los puños apretados. No pienso, me llevo la mano a la boca para arrancarme una uña y la tela me lo impide. Llego al hospital, Martín está sentado viendo al piso, lo abrazo y lloramos. “Se murió mi mamita”, me dice. Don René, su papá, está del otro lado de la jardinera, se bebe un latón de Corona. Sobre el piso hay otros dos vacíos.
El celular escupe música, Don René le da un trago a la lata y me encara: “Ahora con quién voy a pelear”. Sigue chimuelo, está más flaco y está pedo. De fondo suenan los Cardenales de Nuevo León. Continúa su broma: “Para eso son las esposas, ¿no?, para pelear”.
“Se empeda bien rápido, no desayunó y ya lleva tres”, me dice Martín mientras Julio recoge las latas, porque en Tlate los policletos andan tendidos.
Doña Rosa entró al hospital por una infección en las vías urinarias. Estuvo internada desde el sábado, una semana después que Javier, y murió el lunes, un día después que mi amigo.
“Ya está mi carnal adentro haciendo un desmadre para que nos den el cuerpo. No fue coronavirus, nos lo tienen que dar a huevo”, me dice Martín. Regreso de la tienda con un par de Cocas sin azúcar. “Coca y luego sin azúcar”, me reclama Don René. Trae el cubrebocas en la mano, a la chingada todos los protocolos. Pide una lata más de cerveza, se la niegan. Tiene sed y la diabetes, según él, no le permite tomar agua y mucho menos refresco.
Estamos tirados en la banqueta, la gente pasea con sus perros y con caretas de acrílico que les cubren la cara. Nos rodean, calculan el metro y medio de distancia recomendado y alargan los pasos. Sonríen como si nada pasara, mientras que adentro, en la clínica, hay un pinche infierno. Seguimos ahí, sentados, sin decirnos nada.
De pronto, de un salto, Martín se para y corre a la entrada del hospital. Su carnal sale con noticias y un puñado de hojas en las manos. “Tírame paro, me ayudas a sacar un par de copias”. Julio y yo caminamos por Tlatelolco, son casi las 8 de la noche y encontrar una papelería abierta es una proeza. Mientras avanzamos, leemos el acta de defunción: Motivo: Neumonía, apartado dos: covid-19.
“No mames, murió de covid”, me dice Julio. Hace unos días, Martín negaba la existencia del virus. Nos contó que en el mercado en el que chambean -del barrio donde viven mis papás-, corría el rumor de que si tenías un muertito “te ofrecían 10 mil baros para que dijeras que murió de coronavirus”.
¡Puta madre! Doña Rosa era como una jefa para todos.
Llegamos a la papelería documentos en mano. “Copias, por favor”, pide Julio. Quien atiende estira el brazo y a través de una reja nos recibe las hojas. Es inevitable no leer el acta de defunción. La banda tira mucha lela.
Regresamos por los pasillos con las copias en la mano. Julio camina alerta, cada cinco pasos voltea para atrás: “¿No anda pesada la rata?”. Le respondo que no, que todavía no me toca. Caminamos otro tramo y saca de su bolsa un frasco de gel antibacterial: “Me iba a traer el choncho pero se me hizo exagerado”, dice mientras me ofrece un poco.
Cuando éramos morros, en la esquina del cantón nos asaltaron con una navaja. No nos quitaron mucho, sólo unos cuantos pesos. Además no teníamos celulares. Amagaron a Julio, el más chico del grupo y aquella fue la única vez que me robaron en La Malinche. Quizá a partir de ese día Julio anda más pilas. Nunca he sentido el nervio de tener una punta pegada a la altura del riñón.
“Faltaron tres más, eran cinco de cada una”, nos dice Óscar, el hermano mayor de Martín. Óscar manejaba un camión cuando éramos morros, en la ruta que va todo el Circuito Interior, del Aeropuerto a Plaza Galerías. Siempre que a Martín le tocaba lavar el camión, nos trepábamos y poníamos música a todo volumen; luces negras, dos lalitas por cabeza y unos pinches Doritos. Fiestón.
Corremos a la papelería. Cerrada. ¿Se habrá sacado de pedo la ñora y en chinga fue a bañarse y a desinfectarse? De vuelta, hay mucha gente en los pasillos, la mayoría con cubrebocas recogiendo las mierdas de sus perros.
Les damos la mala noticia. “Ya ni pedo”, nos dice Martín. Óscar le grita y arranca su monólogo: “Mi mamá no murió por coronavirus, me dijeron que tenían que ponerle así pero que nel, que no había sido eso. El cuerpo lo entregan hasta mañana a las 12. No hay crematorios disponibles y un compa me consigue uno por 12 mil 500 pesos. ¿Cómo ven?”.
Don René se recarga en una camioneta, el celular no deja de sonar, el grito de Tarzán anuncia una llamada. Balbucea en su respuesta, no se le entiende nada. Óscar le pregunta que dónde van a velar a su mamá, aunque sea a una foto. La pregunta le enoja porque la respuesta le parece obvia. Será en su casa, la misma en la que viven cinco familias más.
A Martín, dice, le cagan todos esos rituales. “Son mamadas, carnal, pero mi mamá así lo hubiera querido”. Doña Rosa era la principal organizadora de excursiones en la calle. Casi todas con destinos religiosos: San Juan de los Lagos, Guanajuato, para visitar a Cristo Rey y, algunas veces, Acapulco.
Afuera de la clínica no hay mucho qué hacer, están a punto de regresar, quieren acompañarme pero me niego, vivo cerca. Nos despedimos con un abrazo, temerosos. De regreso a casa es distinto: ¿estaré contagiado? Me arde la garganta, avanzo y desecho la funda de mi celular, luego el cubrebocas.
Mientras subo al edificio me quito la ropa, en la puerta sólo me quedan los calzones. La ropa directo a una bolsa y me meto a la regadera. Recorro mi cuerpo con el zacate. Me acuerdo de papá cuando limpio mis rodillas. Él me las tallaba con huevos, decía que si no se iban a percudir. Me cagaba que me bañara, pero ahora pienso que él y mi mamá están cerca de los contagios.
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Espero una semana. Los síntomas del virus no llegan, a cambio llega la noticia de otra muerte cercana: el tío de mi morra. Llegó al hospital con fiebre, dificultad para respirar y tos. Lo internaron el miércoles, mejoró el sábado y murió el domingo.
Caer en un hospital es igual a morir.
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La cuarentena me ha dejado cuatro muertes, la última fue la de El Tamales, excompañero de la primaria. Nunca fuimos amigos. Conocidos de la colonia y de la escuela, nada más. Una que otra reta en la cuadra, saludos esporádicos.
No fue covid. Lo encontraron muerto en Azcapotzalco, andaba robando.
De nuevo ese vacío en mi pecho.