Mi madre ha muerto por lo menos tres veces. Cada ocasión la ha cambiado, de algún modo, para siempre. Algo en ella ha perecido cada vez que ha enfrentado el funesto terror ante las muertes de mi familia: mi papá, mi hermano mayor y otros de mis hermanos a quienes nunca conocí. Una marca terrible. Pérdidas, todas, que la hicieron la mujer más fuerte que he conocido jamás.
La muerte es la antítesis de la vida y de quien la otorga. Por eso, cuando veo a través de los oscuros ojos de mi madre, cargadas de nostalgia (y pequeños, como los míos), veo a la vida misma y su fulgor trepidante en una larga y eterna batalla contra el abismo de la muerte y el olvido.
Hemingway decía que lo único que nos separa de la muerte es el tiempo. Con los años, María Pueblo Garay González, mi mamá, ha tratado de olvidar la partida de esta tierra de sus seres queridos. Como una enseñanza antigua: aceptar los adioses, reconstruirse poro a poro y continuar la vida como una lucha sin tregua.
Lo supe cuando tenía consciencia de mi propia memoria. Mis hermanos, cinco hasta entonces, no habían sido los únicos en el matrimonio de María y Leonel, mi padre. María se había embarazado unas diez ocasiones, pero algunos de esos hijos murieron al nacer, o cuando eran muy pequeños. Sólo una de ellas, Rocío, que ahora sería nuestra hermana mayor, creció un poco más. Un viejo foto-óleo de esa lejana hermana es la única reminiscencia física que conserva mi madre de su paso por el mundo. Rocío murió de poliomielitis cuando tenía unos cinco años.
Recuerdo a mi madre buscar esa imagen algunas tardes en una desvencijada maleta de piel en la que guardaba sus fotografías, cuando había terminado la comida y sus enseres en la casa. Y me recuerdo, por primera vez, preguntándole quién era esa niña de sonrisa tibia y suéter azul. “Es tu hermana, pero no está aquí, ya murió”. Rocío: su nombre quedó grabado en la memoria de mis hermanos como un recuerdo soterrado, cuando ninguno de nosotros vivíamos entonces. Leonel nunca habló de Rocío, su silencio acentuaba una añoranza abnegada.
De los otros hermanos perdidos, María sólo hablaba de unas gemelas que no alcanzaron a tener nombre: una nació muerta, la otra a los pocos días. Imagino a mi madre entonces: joven, delgada, sonrisa tímida y piel canela. Una mujer del interior del país, que creció en las montañas, entre árboles de guayaba, naranja, nuez, café y otros frutos de una tierra húmeda y fértil. Imagino también la ruidosa Ciudad de México a la que fue traída por mi padre empero los reclamos familiares, sobre todo de mi abuelo, una especie de patriarca dueño de tierras y ganado, asediado por todo tipo de enemigos, que cabalgaba de pueblo en pueblo, armado, y quien finalmente sólo pudo ser muerto en una treta de envenenamiento.
Nunca supe por qué mi madre perdió a tantos hijos al principio de su matrimonio. Desconozco si tuvo las atenciones requeridas, pruebas médicas, estudios. Lo cierto es que algo pasó a partir del nacimiento de mi hermana mayor, Rosario, que todos los demás venimos al mundo sin complicaciones. El equilibrio parecía tener sentido, la vida reclamaba sus dominios sobre la muerte.
Ocurrió por la tarde. Lo supimos cuando llegaron los señores de la compañía. Era lunes, noviembre. Hacía frío. Yo regresaba de la peluquería cuando vi a los señores preguntar en la casa del vecino, luego acercarse a mi casa. Entonces, la noticia: mi hermano mayor, Juan, que estaba en Mérida desde hacía unos meses, había muerto en un accidente laboral un par de horas atrás. Mi madre se soltó a llorar como a nadie había visto hacerlo. Alicaída, derrumbada, golpeada por una tragedia inconcebible.
El tiempo perdió sentido para toda mi familia. Se la llevaron porque tenía que ir a reconocer el cuerpo. La veo ahora irse, tristísima, a buscar a su hijo surcando la helada penumbra. Y me veo a mí esperando en vela toda la noche, con mi padre, que no estaba cuando llegaron a avisarnos. Y me veo con mi padre, en silencio, viendo hacía el cielo de la noche sin sentido desde el patio de la casa. Y veo a Juan, venturoso, radiante, jugando futbol en la calle conmigo y con Leonel Jr., nuestro hermano. Y veo a mi madre viéndonos a los tres desde la ventana mientras se acomoda el cabello antes de ir al tianguis de los domingos.
La muerte de Juan cambió a mi madre para siempre. La hundió en una depresión de mutismo. Luego se recompuso pero su mirada no volvió a ser la misma. Ni ella toda. Nunca volvió a sonreír de la misma manera. Siempre que nos reunimos parece que espera a alguien más, a mi hermano, que nunca llegará de nuevo. Sólo lo ve en sus sueños, donde lo escucha y habla con él.
Mi padre murió un par de años después. Y mi madre otra vez enfrentó su partida esta vez taciturna, como quien sabe lo que ocurrirá y de alguna manera está preparado para ello. Lo cierto es que mi padre estuvo enfermo mucho tiempo, en el hospital, y sabíamos que lo que sufría era irreversible. Cuestión de tiempo. Mi mamá nos preparó con su cariño, con sus palabras y con su espera. ¿Qué sintió realmente? Nunca se lo he preguntado. Pero algo de resignación y tranquilidad vino a ella cuando mi padre cerró sus ojos para siempre mientras sus hijos nos turnábamos las guardias para cuidarlo por las noches.
Había sido un largo camino desde que Leonel era vendedor de carne en el pueblo en el que ella lo vio por primera vez. Donde se casaron y de donde partieron a la capital. Alguna vez me dijo: “Tu papá sabía que iba a morir pronto, ahora descansa con tus hermanos”. Sus palabras, su tono, mezcla de dureza, aceptación y ternura, definen su caracteres y su persona.
Mi madre es fuerte, ahora lo entiendo. No había de otra, siempre fue dura con nosotros, nunca se lamentó, nunca se quejó. Enfrentó la vida como venía. Como una guerrera, digna y valiente. Conserva sus sueños y se cuida cada vez más. No quiere morir pronto. Le gusta vivir e imaginar posibilidades.
Una tarde de la pandemia, mi madre y mis hermanos vinieron a casa. Comimos y bebimos; hablamos de todo y de nada. En algún momento, María nos dijo que si le daba el virus, por ningún motivo la lleváramos a un hospital, donde la gente estaba muriendo a borbotones. Quería estar en su casa, aislada. Ese día también me contaron cómo, en una gresca vecinal del barrio, toda la familia se había involucrado en una absurda pelea de vecinos. Era 10 de mayo, así que mis hermanas portaban vestidos por el Día de las Madres, que quedaron ensangrentados luego de la madriza. Mi madre salió al pleito, rodeando y cuidando a los suyos en el intercambio de golpes. Nos carcajeamos por la escena, nos sentimos bien por estar juntos, ser orgullosos y no dejarnos de nada ni de nadie. Y de tenerla a ella todavía.
Mi madre ha muerto por lo menos tres veces, pero cada una de ellas ha vuelto para vivir. Con la mesura de quien ha pasado por tanto y la inocencia de quien vive por primera vez.
Siempre será esa niña trepando árboles de fruta fresca.