El sufrimiento es el dolor del tiempo / la angustia es la memoria del desamparo/ y la depresión apenas una cobardía del cuerpo. / El único dolor que confiere nobleza / es la tristeza.
Enrique Symns
Fotografía: Ekina /Depositphotos
Tengo un traje con olor a muerte. Despierto y no me lo puedo quitar. Me lavo las manos, la cara y el hedor sigue impregnado. Perdí la cuenta de las veces que lloré al compás de la lefa en expulsión. Vivo en un sinsentido que me ahoga con el llanto de los demás. Salgo nuevamente a enfrentarme con la tragedia diaria.
Me dirijo como por inercia hacia una zona despoblada, camino entre brechas y mis botas se llenan de tierra. A unos metros yace el cadáver de un hombre que fue asesinado. Trato de mirar sus ojos para verme en ellos, para que deje de ser un número más y pueda encontrar su nombre y apellido dentro de mí.
Han pasado dos horas y mi piel arde por el sol que quita el aliento. Mis labios resecos quieren decirle alguna palabra y él no se inmuta. No tiene sed, el calor no lo sofoca, no le molesta tener el lado derecho del rostro sobre un lodo de sangre.
Aunque es una zona despoblada, se acerca alguien a preguntar qué ocurrió. En México, cuando la gente ve un muerto hace un esfuerzo para tratar de entenderlo. El mirón, como le dicen los policías, bromea diciendo que fue el covid-19 quien lo mató. Dice no creer en el virus, sabe que en su tierra lo que mata son las balas.
Espero otro par de horas mientras observo cómo las moscas baten sus alas y se posan en su cuello. También hay dos perros que perciben el olor a muerte y están al acecho. Suben el cuerpo a una camioneta blanca para llevarlo hacia la morgue, donde con suerte será identificado.
Me retiro de esas brechas en las que el tiempo es más lento y miro los gusanos que devoran los restos de un perro. La vida en la muerte es así, pienso mientras una lágrima cae de mi rostro; como la sangre del hombre que fue asesinado.
Pienso en cómo acomodar las letras que contarán la historia del homicidio. Las escribiré para el diario y el tiempo se posará amarillo en su recuerdo. Tengo que dirigirme hacia otro punto, porque en México no hay paz.
En el transcurso paso frente a varias paradas de camiones y veo a la gente que usa cubrebocas, pues es una medida obligatoria que se implementó con el avance de la pandemia. Hay quienes lo usan para tapar su nariz y boca. Otros buscan burlar las normas y lo traen en el cuello o se lo ponen solo cuando un oficial les llama la atención. “Para que dejen de estar chingando”, dicen.
Llego al segundo punto. Camino entre las calles que formó el progreso y la marginalidad en un cerro; me resultan cada vez más familiares. Las viviendas se yerguen desde la piedra ahogada y desafían las leyes de la física. Quizá por eso los habitantes no temen a la muerte, pues se enfrentan a diario con ella y sienten el riesgo latente.
Decenas de niños corren y se amontonan para ver al muerto. Ahí no existe la sana distancia. Tampoco la ficción de las caricaturas y videos de guerra. Las fantasías de la infancia dejaron de ser el sueño del futbolista, pues ahora imaginan ser ellos quienes portan un arma para matar a su vecino. Saben que no es la primera vez que esto pasa en su barrio, ni será la última. Quizá en el fondo presienten que les han robado la niñez y es la única salida que les han dejado. Víctimas del progreso.
Escucho burbujear una pipa de cristal y veo a un hombre delgado con la mirada perdida. Exhala un humo denso y en sus adentros se desborda la muerte de su hermano. Los tatuajes de su cuello lo lastiman como carne viva cuando se humedecen con una lágrima que se desprendió de sus ojos rotos. “Todo termina con un balazo”, reflexiona. Esas cinco palabras son la sentencia de la noche. Pienso que quizá en los siguientes días vuelva a las mismas calles para ver cómo levantan su cuerpo o el del que cree que le arrebató a su familiar.
Estoy a punto de retirarme, pero llega un hombre en una motocicleta. Levanta la mirada para saludarme y sigue su camino con sigilo. Ya lo he visto antes, sé que vive de la muerte, como yo. Saca de su portafolio decenas de hojas y trata de vender un paquete de la funeraria en la que trabaja. La vela que colocaron junto al cuerpo parece llegar a su fin con el soplo del viento y logra que firmen.
Después se acerca a mí y le convido un cigarro. Fumamos y contemplamos la muerte. Él parece llevarla mejor que yo, pues abiertamente se nombra ‘buitre’ y dice que, aunque constantemente lo amenacen, él seguirá en lo suyo. “Este pedo es lo que deja, no los del coronavirus”, sentencia.
Al final me retiro. Siempre recorro una ruta diferente para llegar a la pieza en donde habito. No me puedo sacar el traje con olor a muerte y me acuesto, dejo que me abrace. No puedo pensar ni calcular los muertos que cargo, los que me rasgan la garganta, los que retumban en mi pecho y jalan mi cabello. Me recuesto y pienso en que volverá la muerte y me brillarán los ojos. Vuelvo a llorar.