voluntaria de la vacuna china

Confesiones de una voluntaria de la vacuna china contra la covid-19

Mi nombre aquí deja de ser mi nombre. Me convierto en un número de laboratorio: el 245. Estoy en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”. Soy una de las diez mil personas voluntarias en México que probarán la vacuna china contra el covid-19, desarrollada en el laboratorio Cansino Biologics. Es la misma que fue experimentada en soldados del ejército chino. 

243… 244… Mientras espero que la enfermera diga mi número y no mi nombre, recuerdo todas las teorías de la conspiración alrededor de estas inyecciones: que si nos instalarán un chip para controlar nuestras ideas y decisiones; que si modificarán nuestro ADN y nos convertiremos en “seres humanos híbridos” para que estemos vigilados por “el gran ojo” de la tecnología, como alertó la actriz Paty Navidad.

“¿Por qué quieres ser un conejillo de indias de algo que no sabes qué tiene?”, me preguntó mi mamá cuando le conté lo que haría esa tarde. “¡Y además china!”, dijo aún más alarmada.

Dicen que la curiosidad mató al gato, espero que ese dicho no aplique para los conejillos de indias. Eso fue lo que me movió a postularme como voluntaria: una enorme curiosidad. Saber qué hay detrás de lo que está en boca de todo el mundo. Además, claro, de hacer mi labor social y participar en uno de los experimentos más grandes en la historia.

Voluntaria de la vacuna china.

Objeto de estudio

Los requisitos para ser una de “las elegidas” fueron más sencillos que el examen de admisión a la prepa: llenar un formulario que publicó el Instituto a través de Twitter, ser mayor de edad, no tener VIH, no estar embarazada ni padecer alguna enfermedad mortal.

Cansino Biologics está detrás del estudio de unas dieciséis vacunas (tuberculosis, tos ferina, tétanos y herpes son algunas de ellas). Su sede está a casi doce mil quinientos kilómetros de Ciudad de México, en Tianjín, China, y a poco menos de mil kilómetros de Wuhan, la primera ciudad donde se detectó el coronavirus. Este laboratorio se fundó en 2009 y entre sus logros más destacados está el haber desarrollado una de las vacunas (Ad5-EBOV) para el virus del Ébola.

El Instituto Nacional de Nutrición me avisó por correo electrónico que había sido seleccionada para ser una de las voluntarias. La cita fue en la Unidad del Paciente Ambulatorio del hospital, a menos de un kilómetro de la puerta por la que entran las personas con síntomas graves de covid-19.

El día de la prueba pasé por el ritual del filtro de sanidad (toma de temperatura y aplicación de gel antibacterial) y subí al piso siete del edificio. Entré a un salón de clases, con pizarrón verde y pupitres blancos. Éramos un grupo de siete mujeres y seis hombres, la mayoría entre los veinte y los treinta y cinco años. 

Nadie parecía nervioso. Aunque detrás de los cubrebocas es difícil decir si alguien está sonriendo o mordiéndose los labios.

En mi banca —como en las del resto— había unos papeles blancos. Eran las cartas de consentimiento, en las que leí varias veces que la prueba era completamente voluntaria y que sería “objeto de estudio” durante un año. Recibiría cincuenta y dos mensajes de texto por Whatsapp a la semana, once llamadas telefónicas al mes, dos visitas en persona para monitorearme y recordarme que, si presentaba síntomas de coronavirus, debía ir a hacerme una prueba al Instituto.

En una de las dieciocho páginas de la carta, también venían los posibles efectos secundarios: fiebre, fatiga, dolor de cabeza, dolor muscular, náuseas, vómitos, tos, mareos, dificultad para respirar, pérdida del apetito. Todos ellos podrían presentarse en los veintiocho días posteriores a recibir la primera dosis.

Hasta este punto todavía podía soltar la pluma y retirarme, pero después leí que los síntomas solo aparecen en el 10 por ciento de los casos. ¡Uf! Me sentí un 90 por ciento más confiada. Firmé y acepté.

Entre nosotros y el pizarrón, estaba un hombre de bata blanca. Era el Dr. Guillermo M. Ruiz-Palacios y Santos, responsable de toda esta investigación y uno de los héroes contra la pandemia, aunque su nombre probablemente nunca salga en los billetes ni aparezca en los libros de texto. Aunque no se trataba de su primera batalla, pues su currículum advierte que ha participado en la elaboración de la vacuna contra el rotavirus en nuestro país y es considerado como uno de los diez investigadores mexicanos más citados en el área de ciencias biomédicas e infectología, según leí en una de sus semblanzas. 

Rata de laboratorio

Antes de que aguja pinche mi brazo izquierdo, me entero que la Ad5-nCoV fue probada en China y Canadá en dos fases. La primera fue en ratones y chimpancés, con una eficacia de más del 90 por ciento, y la segunda se aplicó en más de seiscientas personas, las cuales lograron desarrollar altos niveles de anticuerpos y protegerse del virus hasta en un 80 por ciento, nos explica el Dr. Guillermo M. Ruiz-Palacios.

Entonces imagino a un montón de ratones y chimpancés con un chip. ¿Ellos también lograrían ser controlados y modificados para convertirse en otra cosa?

En esta, la III, participan unas treinta y seis mil personas en nueve países de todo el mundo. “Se prevé que con este número de vacunas, tendremos suficientes personas que se infecten y no se infecten del virus para saber si hay un nivel de protección contra éste, como sucedió en las primeras fases de experimentación”.

Efecto placebo

La Ad5-nCoV está compuesta de adenovirus (un virus muy común que solo genera resfriados) y dentro de él, hay una pequeña partícula del nuevo coronavirus, que a su vez generará una proteína de la covid-19, a la que mi organismo reaccionará con anticuerpos y generará inmunidad, nos explica Ruiz-Palacios.

A la mitad de las personas voluntarias nos aplicarán la dosis de la Ad5-nCoV y a la otra mitad solo un placebo, es decir, una sustancia que tiene algunos componentes de la proteína mencionada, pero que no tiene el efecto de inmunización (aunque sí de los síntomas adversos). El placebo se utiliza en los ensayos clínicos para medir los efectos adversos de un nuevo medicamento, y comparar la efectividad en la persona que sí recibió la inyección y la que no. 

Pero hasta ahora, ni el investigador ni las personas voluntarias sabemos si lo que nos suministraron fue el placebo o la vacuna. Lo tendremos claro en unos seis meses, cuando los estudios clínicos —analizados en China y Canadá— estén más avanzados. 

Por eso es que no puedo bajar la guardia, tengo que seguir cuidándome, con la sana distancia, el lavado constante de manos y todo lo demás. Una (y tal vez la única) recompensa que tendré por haber sido voluntaria, es que si no me inyectaron el placebo, seré una de las primeras en recibir la vacuna una vez que haya sido aprobada.

El proceso

No basta con decirles que no estoy embarazada y que mi vida no está en riesgo (o al menos eso quiero creer), antes de llegar al consultorio donde por fin me pondrán la vacuna, me envían al baño con un frasquito transparente para hacerme una prueba de orina y verificar que, en efecto, no seré madre, algo que también tengo prohibido hacer en los próximos doce meses. 

A mi lado, una guardia de seguridad, de treinta y ocho años, se ha convirtió en mi amiga de prueba. Ella no se preocupa, ya es madre, pero me dice que tiene mucho miedo, veo cómo se frota las manos. Una doctora de este hospital la invitó a la prueba, le dijo que además de ayudar a la investigación de la vacuna, podría generar inmunidad. Eso fue lo que la convenció, pues dos de sus compañeros murieron hace unas semanas por el virus.

Otra de nuestras compañeras tiene treinta y dos años, viene de Xochimilco. Nos dice que ella está aquí porque no le cuesta nada ayudar, que le emociona ser parte de la historia. “No les voy a mentir, también me dio curiosidad saber cómo se hacían estas pruebas”. Le digo que a mí también y reímos.

Después de librarme de la prueba de embarazo, me llevan con una doctora, quien me pregunta si tengo alguna enfermedad crónica, VIH, cuál es mi peso, mi estatura y me confiesa que hasta ahora no han ido muchas personas voluntarias. “Tienen mucho miedo, no saben qué les puede pasar”. 

“¿Tú estás nerviosa?”, me pregunta. Cuando le contesto muy segura que no y comprueba que mi calidad es sana, voy a otro consultorio del hospital, donde me sacan setenta y cinco mililitros de sangre, algo así como un buen caballito de tequila. “Si sientes que te vas a desmayar, me dices y te doy un chocolate”, me intenta tranquilizar el enfermero, que succiona como zancudo de mi brazo con una jeringa.

¿Ya soy un zombie?

Mi sangre volará poco más de cuatro mil kilómetros y será almacenada en algún laboratorio de Canadá a una temperatura de -70 grados centígrados, según leo en la hoja de consentimiento. Una parte de mí estará congelada en otro país, donde estudiarán mis defensas y anticuerpos antes y después de la vacuna. 

Mis datos personales (nombre, edad, dirección y resultados de la prueba) se resguardarán en la Universidad de Dalhousie, en Canadá, y en los laboratorios centrales de CanSino, en China.

¿Qué me pasará después de tener la vacuna? ¿Ya soy un zombie? ¿Tendré fiebre, dolor, manchas verdes en mi cuerpo? Hasta ahora, no. Me hacen esperar treinta minutos en la clínica para ver si en ese tiempo presento algún efecto adverso inmediato. Nada pasa.

Después me regalan un termómetro digital que ahora tengo que llevar conmigo a todas partes. Tres horas más tarde salgo del Instituto y voy a casa.

Un día después despierto con un ligero dolor en el brazo, toco mi cara frente al espejo para saber si sigo siendo yo. No hay más síntomas, solo un ligero cansancio. 

Hasta hoy, aún no sé si dentro de mí está la vacuna o un chip que controlará al mundo.

Una versión más corta y modificada de esta crónica fue publicada en el medio digital Cuestione. 

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