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Volver a Moto

Ninguna de las calles del Centro Histórico me recuerda a mi padre. Pero casi todas de ellas me traen recuerdos de mi ma. En muchas cantinas pasé horas al lado de Eusebio Ruvalcaba y en varias de estas calles he besado mujeres, y me he refugiado junto a sus cuerpos en hoteluchos.

Sin embargo, existe una calle en especial a donde quisiera volver y revivir distintos momentos de mi vida. La calle es la que le dedica esta ciudad al franciscano Fray Toribio de Benavente, Motolinía. Allí donde se agrupan varias ópticas y cuya salida o entrada desemboca en el metro Allende. En mis vagos recuerdos tres cantinas abren sus puertas a lo largo de la acera: la Buenos Aires, la Única, y otra muy próxima al metro cuyo nombre se me escapa, la más pequeña y cochambrosa de todas.

Debió de suceder en 2005, no sé. Aquella noche conocí a quienes por una larga temporada serían mis cómplices. Alonso, Chío y Gabo. Sobra recordar y decir que fue una noche de excesos y que no tuvo final, sino hasta bien entrada la tarde. No exagero si les cuento que, en esa ocasión, la cocaína flotaba en el aire como en un video de Nick Cave. Estábamos en el quinto piso del edificio del Banco de México (en el elevador cogí con Montse… de las mejores tetas que han pasado por mis manos). Las amistades muy intensas suelen caducar pronto. Nuestras desmedidas exigencias, nuestras ganas veloces de querer vivir, las patrañeces mutuas, todo carcome el fruto que debe ser congelado.

¿Y la casa de Alonso y Lula? Lula era un perro similar a una pequeña vaca. Ahí nos concentrábamos a veces desde el jueves. Consumíamos la basura blanca que le comprábamos al Toby. Rogábamos porque Jerry respondiera a nuestra llamada y nos pertrechara de algo más decente. Bebíamos patonas de Bacardí blanco una vez que las chelas y el vino se esfumaban. Al amanecer sonaba Girls, de Death in Vegas. O Here comes your man o Heroes. Nuestra amistad fue tan estrecha que nos ganamos el apodo de Motolínios.

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La cocaína ha sido mi novia a lo largo de veintitrés años. Y no me ha quitado otra cosa que no sea dinero. A mis amigos, a mis amores, a mis momentos de felicidad los he roto yo. Quizá todo esto se trata de una noche en noviembre. Hacía frío. A esa noche y a esa calle volvería sólo por unas rayas de felicidad. Y seguramente no sería el único.

Motolinía fue una calle que durante un tiempo llevo dos nombres.  Lo sé porque alguien me lo dijo, y le creí. El segmento entre Madero y Tacuba se llamaba Santa Clara; y el que unía Madero y 16 de Septiembre, Espíritu Santo. Motolinía es un epíteto que adquiere el franciscano en su paso por Tlaxcala y quiere decir pobre. Los indígenas se lo repetían al fraile cuando veían los harapos con los que vestía su cuerpo y sus pies descalzos.

Sin la mano siniestra y tierna de las mujeres mi vida nunca sería la misma. Cada vez que confío en salir bien librado de una relación amorosa, alguien viene y me para una buena chinga. Una joda que, sin duda, es provocada por mi arrogancia y altas expectativas en cuestión. No me sucede así con la mayoría de mujeres, pero cuando llegar a pasar, entonces los dealers sí que deben estar muy bien preparados.

Ella tenía un novio. Y todos sabemos que las relaciones que involucran a tres o cuatro personas sólo pueden ser interrumpidas por un drama telenovelero o un embarazo. La primera vez que la escuché mentir fue en Motolinía. Estábamos muy cerca de la estación del metro Allende. Esa noche no dormiría conmigo. Me informó que extrañaba a sus hermanas y a su madre. Me lo dijo recargando su bello cuerpo en la reja metálica de una óptica, y en ese instante supe que no era verdad. Y ella se dio cuenta. “¡Ayyy, Adrián! Entiéndeme, por favor”, me dijo tomando mi rostro entre sus dos manos. Me gustaría volver a esa misma noche, permanecer allí, detenido,  para que esta breve historia o recuerdo no se alargue innecesariamente. Pero ya es tarde, incluso para eso.

Motolinía juraba que los indios catequizados encontraban figuras divinas del catolicismo en la superficie de las hostias, antes de que cayeran dentro de sus bocas. A mí me parece que el fraile no deseaba más que chorearnos, o que en realidad los indígenas se lo mareaban a él. “Dios se manifiesta a estos simplecitos porque lo buscan de corazón y con limpieza de sus ánimas, como él mismo se lo promete.”

Yo también miraba el cielo cuando tenía el clítoris de ella en mi lengua. Eso se los puedo jurar.

En Motolinía nos bendecía la sagrada mano de Edgar, el barman de la cantina Buenos Aires, el mejor barman del Centro durante aquella época. Y no puedo olvidar o dejar atrás la mañana en la que llegamos pedísimos a ver el partido entre México y Argentina; la locura que nos invadió cuando Rafa Márquez remató un balón que venía cayendo del cielo: “¡Gol!”, gritamos todos, y los extraños se convirtieron de pronto en entrañables cómplices. Después sobrevino el silencio cuando, sin esperarlo, nos acribilló el golazo de Maxi Rodríguez. ¿Y hay que decirlo? En seguida llegó el dealer para sanar nuestro maltrecho espíritu de nación derrotada.

Motolinía conserva también algunos malos sabores de boca, como casi todos los sucesos que tienen significado en nuestra miserable existencia. Serían aproximadamente las dos de la mañana y yo intentaba llamar un policía a como diera lugar. La alarma adosada a un poste no servía ni para puta madre. Grito a la policía, no llega nadie. Vienen acercándose. Son más jóvenes que yo y llevan los cinturones en la mano, como armas del fin del mundo.

Detesto la simulación humana de estatuas que se colocan en las esquinas para ganar unos pesos. En cambio, me complace observar a las mujeres que vienen a otear o a hacer sus compras a las tiendas de moda. En unos años el rostro de la calle Motolinía ha cambiado hasta hacerse obtuso o irreconocible. 

Cuando al fin logré levantarme, completamente bañado en sangre y apenas con el aire necesario en los pulmones para seguir respirando, llegaron los policías. Los mandé a la verga y tomé camino hacía Garibaldi para conseguir drogas baratas. Este episodio en Motolinía me recuerda mi lado más débil, el que nunca quiero reconocer, pero el que se impone y me deja marcado. Sí, es la historia que me avergüenza, pero que al fin y al cabo me hacer ser yo. Quisiera volver a esa calle, quizá podría recuperar algo de dignidad. Quién sabe.


Esta crónica forma parte de la antología Volver a DF (2019), de la editorial Moho. La reproducimos con el permiso de los editores. El libro se presenta el jueves 5 de agosto en la Pulquería Insurgentes, como parte del Primer Encuentro Intergaláctico de Nueva Crónica Mexicana. Participan: Guillermo Fadanelli, Adrían Román y Miguel Núñez. La cita es las 7:30 PM.

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