Fotografía: Jalil Olmedo / @jalilolmedo
Aquí no ha quedado nada. Las fuentes del monumento se han apagado. Ya no se me antojan serpientes voladoras. He entrado esta tarde a una fonda desierta y me han regalado el pan con mis alimentos, algo rarísimo en este sitio lleno de mezquinos y avaros. Lo que no se me ha quitado es la sed, no ha venido Josué a dejarme lo último de su tarro de cerveza. Es la epidemia, la embustera epidemia que me ha agarrado desprevenido.
No vale la pena dar tregua, así que después de comer me voy a ver los periódicos. La señora que siempre me deja leerlos sin decirme nada no vino hoy. No ha venido en varios días. En su lugar está un joven menudo, con la columna vertebral en forma de cuchara, cuchara torcida de fonda. Tiene en la cara un tapabocas que, para ser honestos, hace más ameno su rostro. Es la primera risa que me sale en días, pero es cierto que muchas personas se ven menos grotescas con ese trozo de tela en la cara. Y también impiden esa verborrea insignificante.
Porque siempre andan diciendo mucho, pero en verdad no dicen nada. Banalidades, revistas de espectáculos, dineros, empleos soñados, rentas que suben sin parar, plagas de termitas, casas minúsculas, rupturas, regresos, telenovelas, maridos que no hacen el amor, amigos que han traicionado, préstamos sin pagar, casas de empeño, fracasos. Fracasos. Después leo lo mismo de todos los días: que hay que permanecer dentro, entre cuatro paredes, que hay que resguardarnos, que el capitalismo empieza a ver su fin y que la crisis económica nos caerá con la fuerza de una excavadora. Aunque es mejor leer las tragedias que escucharlas en todas las radios de la zona, al unísono, presagiando el final.
Estaba harto ya de tantos noticiarios y locutores que hablan como me hablaba mi madre cuando era tan solo un crío. Preferiría escuchar baladas románticas en lugar de las voces de los mandatarios del mundo explicando qué somos y a dónde vamos. Por eso, en estos días lo que más he aprendido a apreciar es el silencio. Ahora el silencio es como un buen plato de lentejas o una tortilla recién hecha.
Y, mejor aún, esta semana no he escuchado ni un solo “perdón”. ¡Eso sí que me regocija! Pienso en todo eso, en estos días de porvenires rotos y en lo mucho que me gustan los mazapanes mientras espero las fuentes-serpientes-flotantes. Pero el agua nunca brota. Lo que importa es que por ahora estoy a salvo. Estoy exento de virus porque soy sólo un perro callejero. Zeus, un can de la calle, con 9 años (humanos) a cuestas y que no puede contraer el virus.
Mi raza ha superado a la ciencia y a las medicinas. Así que este martes sólo queda recostarme bajo esta jacaranda a contarme las pulgas y las garrapatas.