Neptuno al desnudo

Cumplir treinta y tres años es un suceso catártico. Es la antesala hacia el abismo de la adultez responsable. Lo fue para Yisus y lo fue para mí. Para festejarlos, en octubre del 2019, convertí un viaje de trabajo a Oaxaca en una travesía de reconexión all inclusive conmigo misma: ingerir hongos psicotrópicos en San José del Pacífico y despojarme de mis ropas en Zipolite

La idea de una playa nudista me hacía cuestionarme como habitante del universo. Qué voy a saber yo del cosmos, si ni siquiera tengo nudes en mi celular. Aun así, los pensamientos desnudexistenciales se repetían en mi mente. Tengo deshabiliofobia no diagnosticada, es decir, miedo a estar desnuda. 

Para llegar a Zipolite existe la opción fifí que consiste en volar a Huatulco o Puerto Escondido y, de ahí, una ínfima hora en auto. La segunda opción es la warrior: es un road trip desde la capital de Oaxaca por la carretera federal México 175. Aunque bien podría ser la “Carretera al infierno”, que canta AC/DC. En total, son seis horas del serpenteo vertiginoso de una víbora kilométrica que te clavará su veneno cuando menos lo esperes: 254 kilómetros para ser exactos. 

No hay cifras claras de cuántos guacareados se detectan en la ruta playera de Líneas Unidas de Oaxaca; pero se presume que gastan más en Pinol que en gasolina. Con ese dato, tomé la muy difícil decisión de no cenar antes de treparme a la van: una unidad sprinter de Mercedes-Benz, blanca con franjas naranjas y con capacidad para quince personas. 

Elegí un asiento individual al lado de la puerta, según yo lejos del peligro vomitil (ajeno y propio). En el camino descubriría que mi cinturón de seguridad no abrochaba pero fue demasiado tarde, la van estaba llena y nos acercábamos al municipio de Miahuatlán.

Los primeros mareos aparecen al subir una montaña de la sierra sur, más alta que las nubes, donde se encuentra San José del Pacífico. La vacación del terror comienza al bajar. Angustiada, enganché mi brazo derecho a la cortina para no resbalarme del asiento. Fue en vano: la inercia se divertía jugando al pimpón con mi complexión de cuadro de Botero

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Ilustración: Iurhi Peña / @iurhi

Luego de casi dos horas de batalla, me acosté en el piso de la van y me sujeté por debajo del asiento. Parecía trapeador, así que mejor volví a mi lugar. Muchos turistas dividen la tortura del viaje y se quedan en San José del Pacífico uno o varios días. Pero yo, después de andar bien Midsommar en el reino fungi a mediados de octubre, tenía que regresar a Oaxaca a trabajar.  

Alrededor de las cinco de la madrugada empezó a oler a pescado: llegamos a Pochutla, hogar de Zipolite y otras de las playas más estelares de México. Se empezó a vaciar el transporte y agandallé un asiento doble; pero en solo quince minutos más arribamos a mi destino final. 

Desvelada, con el esqueleto y el espíritu magullados, famélica pero con asco y mi celular sin pila, salí de la terminal: un local naranja con un abanico, un escritorio, una silla y un empleado. Era la primera señal de un edén inmune a la ambición hotelera. De acuerdo con el conteo más reciente del INEGI, en Zipolite habitan solo mil cincuenta y nueve personas. 

Caminé con incertidumbre y mi gas pimienta por la calle asolada, apenas iluminada por los albores del amanecer. Mi paranoia habitual aumentaba porque había leído que una pandilla nombrada Los ocho mil convirtió el paraíso en un infierno desde 2013 hasta que mataron al líder, El Jaimito, en 2018. 

Además, el Semáforo Delictivo de Oaxaca señala, por lo regular, tres delitos en rojo en Zipolite: violación, violencia familiar y lesiones dolosas. Algunos medios locales han informado también de diversos robos, homicidios y un suicidio. 

Unos metros adelante, brilló ante mis ojos el arcoíris en forma de ola que anhelaba: el logo del Hotel Neptuno, dirigido a la comunidad LGBT+. Cuenta con tres pisos coquetos, decorados con morado y aqua y murales de flores de loto, en los que predomina la libertad de andar en bolas. 

Mi amigo Daniel Monroy, copropietario y director del hotel, me invitó a vivir la experiencia Neptuno. Ambos vivíamos en Playa del Carmen cuando lo conocí, ahí aprendió y dominó la hotelería. En abril del 2019, Daniel tomó la riendas del Neptuno, creado por su mamá Araceli Ramírez hace once años con el mismo concepto libre para todes.  

Era muy temprano y me recibió el velador. Después de hacer check in y abrazar al mar, recorrí la playa en busca de mi primer alimento en quince horas. Un almuerzo de huevos revueltos con precio de restaurante sobre la playa fue lo más en corto.  

La voz lejana de un animador me dirigió a un espectáculo digno de admirar que incluía una veintena de torsos atléticos, marcados y bronceados: una competencia de surf. Sin embargo, el mal del puerco me impidió contemplar tales manjares.

Eran las nueve de la mañana pero el sol quemaba como si fuera mediodía y no había viento que lo menguara. Entonces comprendí a los hippies gringos que empezaron la tradición de desnudarse en Zipolite durante los años setenta. De tanto Adán y Eva, al municipio de Pochutla no le quedó de otra más que legalizar el nudismo público en 2016. 

Conté nueve personas encueradas, la mayoría foráneas, adentro del mar, caminando en la playa o bronceándose. Algunas tenían pieles tan pálidas que necesitarían meses bajo el sol para tostarse un poquito; otras tenían pieles oscuras que irradiaban luz. 

Cuerpos de dioses griegos; cuerpos modificados por el tiempo y cuerpos, desde mi punto de vista prejuicioso, imperfectos pero seguros de sí mismos. El mío era de un cuarto tipo: con defectos y una camiseta verde de Desgrasia Jubenil puesta sobre mi traje de baño de una pieza.

El último encuerado que contabilicé fue cuando subí a conocer la terraza en forma de palapa del Neptuno. Era un huésped flacucho y de cabellera larga que tenía la puerta abierta de su habitación con vista al mar. El míster, sin más atuendo que unas gafas, estaba despatarrado en su cama. Le vi todo el pack en un segundo. Me cubrí los ojos, lo suficiente para no chocar, aun así la hui rápidamente me metí un golpazo en mi rodilla mala con una mesa.

Después de ese capítulo inolvidable y doloroso dejé de contar encuerados. 

En la noche me dirigí a Delfina, el beach club del Neptuno que inauguraron el 1 de noviembre, dos días antes de mi llegada. Saludé a Dani y a Hugo Coronado, su pareja y gerente de Delfina, a quien también conocí en la Riviera Maya. Me presentaron al chef Luis Sagrero, socio de Dani, y al barman Roberto “Robi” Delgado, ambos recién llegados de Ensenada, listos para la jugosa temporada alta de Zipolite. 

Entre el chisme, tarros de cerveza, mezcales, unos tacos de camarón capeado a precio amigo y rolas de Rihanna de fondo, me convencieron de encuerarme al día siguiente en la Playa del amor, testigo de numerosos encuentros canibalescos mayormente entre hombres gais. Así que nadie iba a pelarme a mí o a mis carnes. 

—No pasa nada Alma, al cabo nadie te conoce. Ya todos nos hemos encuerado –me dijo Dani y los demás asintieron. 

Por lo pronto, tenía una cita urgente con Morfeo pero vestida. Duermo desnuda solo cuando un chavo que me gusta me invita a ver Netflix y me aguanto el pudor. A lo mejor en otra vida crecí en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la sexualidad era más escandalosa que la misma guerra. O tal vez, aún no he superado el escarnio y las afrentas de otros contra mi cuerpo durante más de veinte años. 

Padezco de pánico escénico y esa pesadilla cliché de estar desnuda frente a un público estaba a punto de encarnarse. ¿Me desprendería de mis inseguridades al desvestirme? ¿Sería poderosa al saberme vulnerable? ¿O únicamente se siente eso cuando tienes la silueta de Kendall Jenner

La siguiente tarde esperé con un six a que bajara el sol y con la valentía etílica emprendí la caminata hacia la Playa del amor, ubicada a diez minutos a pie rumbo al este, detrás de un acantilado. Accedes a ella por unos escalones y es una genialidad que en la cima haya un mirador donde venden cerveza. Obvio, compré una.  

La jotería se siente desde que desciendes. En la escalera hay detalles multicolores y en algunas partes se lee la palabra love con corazoncitos. Un set clandestino de Spencer Tunick en Odisea en el espacio podría describir la imagen: tres decenas de cuerpos desnudos arrejuntados rodeados de riscos y arena dorada; sí, muchos hombres gais, pero también señoras, jóvenes y una pareja hetero bastante atractiva. No todos estaban desnudos. Me cohibí. Primer intento fallido. 

Por la noche visité la zona comercial de Zipolite conocida como Adoquín por su calle adoquinada, donde no se permite la desnudez. Encontré unos tacos al pastor a un precio más de mi calibre y regresé a Delfina a probar las bebidas que me faltaban. La margarita con una cerveza incrustada fue tan explosiva que me caí de uno de los columpios desplegados a un lado de la barra. 

Trataría desnudarme de nuevo mañana lo más temprano posible, cuando no hubiera gente alrededor… 

Me desperté a las dos de la tarde con una cruda que mantuvo mi panza de tortuga volteada sobre la hamaca todo el día. Quería nadar para curármela pero Zipolite, también llamada Playa de los muertos, es una de las playas más peligrosas del mundo por su oleaje heavymetalero. 

En un artículo publicado en el periódico británico The Independent, aseguran que cada año se ahogan cerca de cien personas en Zipolite. Una de ellas fue la dominatriz y exconejita de Playboy, Eva Norvind, quien murió ahogada en 2006. 

El cuarto día pospuse otra vez la encueradera porque Hugo me sugirió ir a nadar a las olas pop de tres playas cercanas: Puerto Ángel, Playa Panteón y Playa Estacahuite. 

En la noche terminé una vez más arrastrando los pies en el Delfina. Esto gracias a una pedota improvisada con los anfitriones, una pareja de paisanos regios, tres chicas extranjeras y el resto de coca color naranja que adquirí en las muerteadas de San Agustín de Etla una semana antes. Elemento clave para que no me diera cruda al siguiente día. 

En inglés o en español, mis compañeros de juerga coincidieron en que era un must desnudarme. Pero, mientras más lo pensaba, menos me atrevía. Imaginaba que alguien me grabaría y me subiría a sus instastories como yo malamente lo hice el primer día. 

Programé mi alarma a las siete de la mañana y me dormí con el traje de baño puesto para no perder tiempo. Era mi tercera y última oportunidad. No quería ser la loser que fue a una playa nudista y no se encueró. Además, Marilyn Monroe dijo que el cuerpo está destinado a ser visto, no a estar cubierto. 

Sonó el despertador, me puse las chanclas, agarré una toalla y salí directo a la playa todavía con los ojos lagañosos. Ya frente al embravecido Pacífico me cercioré de que ningún voyeur me observara y me quité el traje de baño con desconfianza. Corrí torpemente al mar sujetando las dos enormes masas de mi cuerpo, que se escurrían como mercurio entre mis manos. El impacto marino me tumbó hacia atrás, pero también sentí un nuevo despertar.

Me levanté tosiendo agua salada. Empecé a juguetear con las olas. Me sintonicé con la frecuencia del mar, sin interferencias. Por primera vez, le agradecí a mi cuerpo por haberme cargado hasta ese glorioso momento. Lo logré y al final no era para tanto drama. Una energía sublime se apoderó de mí en ese instante; pero un cuchillo de vulnerabilidad me apuñaló por la espalda. 

Al voltear a checar que nadie se robara mis chanclas rosas de veinte pesos, vi gente saliendo a la playa. La vergüenza me hizo retornar a mis ropas. Al menos, ya podía tachar “desnudarme en una playa nudista” de mi lista de deseos antes de morir. 

Ahora sé que la libertad no se trata de encuerarse legalmente en público. Es algo más cursi: amor y confianza en nuestro propio universo. Mi último recorrido por la playa lo hice en topless, en sirena empoderada, dejando descubierta la parte más conflictuada de mi ser: mi alma. 

En Zipolite no hay tabúes, no hay una apariencia perfecta y, aún y con una figura planetaria como la mía, desnudarse es natural. Ahí es raro ver el acoso que prevalece en las ciudades mexicanas. (A excepción de Semana Santa, cuando hay más turismo nacional, según los residentes). 

Me despidió un ocaso tan astral que ni un filtro de Tik Tok podría emular. Subí a la terraza del Neptuno para verlo mejor. Llegó el señor de gafas, mi vecino al que me acostumbré verle el pack todos los días. Ahora llevaba una playera blanca y nada más. It’s beautiful, right?, me dijo, refiriéndose al cielo. Indeed, respondí, pensando en mi cuerpo.

Al anochecer, otra vez tomé la muy difícil decisión de no probar bocado antes de partir. Me despedí del mar, del Neptuno y de Zipolite, el espacio que me mostró la libertad verdadera. El regreso a Oaxaca fue peor que la ida. Un bato, bien pesado, por más que lo codeaba, me aplastaba contra la ventana. Además vomité cuando la van se detuvo: puro jugo gástrico.

Llegué a Oaxaca a oscuras, exhausta, el estómago hecho un nudo y con un frío invernal aunque estuviéramos en otoño. No podía irme al aeropuerto todavía. Tenía que comprar un mole que me encargó mi papá y faltaban dos horas para que abrieran el mercado.  

Pensé resguardarme adentro de un cajero automático pero varios indigentes me ganaron la idea. Fui al Zócalo y, entre los locales comerciales, me acomodé en un rincón donde no pegara mucho el aire y me cubrí con mi maleta. Apenas cerré los ojos y empezaron a abrir las cortinas metálicas de los negocios. 

Resignada, me acosté en posición fetal en una banca de la plaza, intentando protegerme del viento helado, deseando estar de nuevo en Zipolite, completamente desnuda.


Esta crónica forma parte de las menciones honoríficas del 6º Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2020, convocado por Producciones el Salario de Miedo en conjunto con la Universidad de Nuevo León (UANL). La reproducimos con el permiso de la autora y los editores. 

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